– Si no le entiendo mal -había dicho finalmente su interlocutor-, está usted proponiendo que su país se incorpore a la URSS como decimosexta república de la Unión Soviética.
– Exactamente.
En consideración al lamentable incidente ocurrido a las puertas del tribunal, se ofreció a la defensa aplazar las sesiones un día. Las abogadas del Estado Milanova y Zlatarova, con las que el ex presidente había empezado inesperadamente a consultar temas menores, se mostraron a favor de ese aplazamiento; pero Petkanov las desautorizó. A la mañana siguiente, pues, cuando el fiscal general comenzó a acosarle de nuevo a propósito de su notoria avaricia, su talante era amable, rebosando inocencia por todos los poros.
– Soy un hombre corriente -respondió-. Me basta con poco. En todos mis años al frente de la nación, jamás he pedido gran cosa para mí.
[-Los locos piden mucho, pero es más loco quien se lo concede.]
– Mis gustos son sencillos. Tengo pocas necesidades.
[-¿Qué puedes necesitar, cuando eres dueño de todo el país?
– Más que dueño del país: dueño de nosotros también. De nosotros.]
– No tengo dinero atesorado en Suiza.
[-Entonces debe de tenerlo en alguna otra parte.]
– Cuando en mi propiedad aparecieron objetos de oro tracios, los entregué voluntariamente al Museo Arqueológico Nacional.
[-Eso es que prefiere la plata.]
– No soy como esos presidentes imperialistas de Estados Unidos, que se presentan ante sus compatriotas como gente corriente y dejan luego el puesto cargados de riquezas.
[-¡Venga ya!]
– He recibido muchos galardones internacionales, pero siempre los he aceptado en nombre del Partido y del Estado. A menudo he contribuido con mi propio dinero al sostenimiento de los orfanatos de la nación. Cuando la Editorial Lenin insistió en que aceptara los derechos de autor por mis libros, ya que, si no, los escritores no se animarían a hacer lo mismo, entregué siempre la mitad a los orfanatos. Y esto no siempre se hizo público.
[-Nosotros somos los huérfanos.]
– Mi difunta esposa jamás vistió modelos de París.
[-Pues debería haberlo hecho para disimular que era una bola de sebo.
– ¡Raisa! ¡Raisa!]
– Y, ya que hablamos de eso, mis trajes me los hacían con tejidos procedentes de una cooperativa municipal próxima al pueblo donde nací.
Solinsky ya no pudo más. Al comienzo de la sesión matinal tal vez estaba predispuesto a dejar que las cosas siguieran tranquilamente su curso. Pero su tolerancia disminuía por momentos, y el ataque de cansancio que sentía le provocaba incluso náuseas.
– No hablamos de sus trajes -le cortó con tono perentorio y sarcástico-. Y no nos interesa oír que usted se cree a sí mismo un dechado de virtudes. Estamos investigando su corrupción. Investigando la forma en que usted sangró sistemáticamente a este país hasta su muerte.
El presidente del tribunal comenzaba a sentirse cansado también.
– Sea usted más concreto -le instó-. Éste no es el lugar adecuado para formular meras denuncias. Deje eso a los que peroran en las plazas públicas.
– Sí, señoría.
– Pero… ¿qué es corrupción? -Petkanov volvió a tomar el tema, suavemente, como si el irritado exabrupto de Solinsky hubiera sido una simple sugerencia-. ¿Por qué no hablar de trajes? -Estaba de pie, con las manos apoyadas en la baranda acolchada del banquillo; semejaba una figura compacta, con la cabeza hundida entre los hombros y sólo la nariz inquisitiva alzada para olfatear la atmósfera de la sala. Era, ese día, el único que daba muestras de tener energía; el único capaz de conducir la sesión-. ¿No estará la corrupción en el ojo de la denuncia? Permítanme poner un ejemplo. -Hizo una pausa, a sabiendas de que su oferta de información concreta, en claro contraste con sus habituales negativas y fallos de memoria, suscitaría la atención de todos-. Tomemos al señor fiscal general… Recuerdo aquella ocasión que le enviamos a Italia. A mediados de los setenta, ¿verdad? Usted era entonces, o decía serlo por lo menos, un miembro leal del Partido, buen comunista, socialista auténtico. Como recordará, sin duda, le enviamos a Turín, formando parte de una delegación comercial. Y pusimos a su disposición cierta cantidad de divisas, el fruto del trabajo de sus compatriotas. Era un privilegio, pero se lo dimos.
Solinsky miró hacia el estrado. No sabía por dónde iba a salirle Petkanov; o, por lo menos, esperaba que no saliera por donde él temía. Pero… ¿por qué no intervenía el presidente del tribunal? ¿No se trataba también ahora de una mera denuncia? Los tres magistrados, sin embargo, permanecían complacientemente al pairo, mostrando un inmoderado interés por lo que se disponía a relatar Petkanov.
– Y ahora -prosiguió éste- el tribunal podría preguntar: ¿en qué emplea un buen comunista las divisas que le proporciona el sudor de los obreros y de los campesinos de su patria? ¿En adquirir libros socialistas de nuestros hermanos italianos, libros merecedores de estudio? ¿En hacer algún donativo a un orfanato local? ¿Ahorrará lo que pueda y lo traerá consigo para devolvérselo al Partido? No, no, ¡nada de eso! Gastó parte de esas divisas en comprarse un hermoso traje italiano, para poder presumir de elegancia ante sus camaradas al regresar a la patria. Otra parte se la gastó en whisky. Y el resto… -Petkanov volvió a hacer una pausa, como un veterano actor ducho en todos los viejos trucos del oficio-, el resto se lo gastó en llevar a una mujer de allá a un caro restaurante. Díganme ustedes, simplemente, ¿eso es corrupción?
Aguardó, con la nariz desafiante, con la montura de las gafas destellando bajo los focos de la televisión; y justo antes de que a alguno se le fuera a ocurrir responderle, prosiguió:
– No hará falta decir que la mujer acompañó luego al fiscal general a su habitación del hotel, y que pasó allí toda la noche.
[-¡Guau!
– ¡Dale fuerte! ¡Dale!
– ¡Pobre Solinsky! ¡Despelléjale el culo!]
El fiscal se había puesto en pie, el presidente del tribunal intercambiaba consultas con sus asesores, pero Stoyo Petkanov seguía vociferando a su adversario:
– No lo niegues. He visto las fotografías. Tenía muy buen tipo; te felicito. He visto las fotografías. Díganme: ¿eso es corrupción? He visto las fotos.
El presidente del tribunal se apresuró a levantar la sesión; el realizador de televisión hizo un fading con el sonido, dando instrucciones a la cámara 1 de que fijara el objetivo en el rostro alarmado del fiscal; los estudiantes permanecieron momentáneamente en silencio; en la cocina, la abuela de Stefan, imperturbable, dejó escapar una risita mientras la televisión seguía encendida en una sala de estar ya vacía; y Peter Solinsky, al regresar a casa, furioso y con la sensación de haber sido traicionado, se encontró con un colchón y unas mantas en el suelo de su estudio. Dormiría allí, con el distante Alyosha como única compañía, hasta la finalización del juicio.
¡Menudo hipócrita había resultado ser aquel mariconazo de la cagada de pájaro en la calva! ¡Qué manera de traicionar al socialismo! Cuando Gorbachev regresó de su ronda de consultas urgentes, que consistió en informar a sus más viejos e íntimos aliados de que los mandaría a la mierda si no le apoquinaban buenos y calentitos dólares del Tío Sam, él le había ofrecido el pacto más atrevido de toda la historia política de la nación.