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«Camarada presidente -le había dicho-, le propongo la integración plena de nuestros dos países.» ¡Vaya golazo! En el preciso instante en que los traficantes de rumores y los lacayos de la prensa capitalista arreciaban en sus mentiras acerca del inminente colapso del socialismo…, justo en ese momento poder restregarles por las narices: ved, el socialismo crece y se desarrolla; ahí tenéis dos grandes naciones socialistas que unen sus destinos; ¡ahí tenéis al decimosexto miembro de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas! ¡Qué cara habrían puesto los calumniadores!

Pero Gorbachev había declinado su propuesta sin ni siquiera tener la cortesía de estudiarla. Diez años antes le había hecho el mismo ofrecimiento a Brezhnev, y por lo menos Leonid estuvo pensándoselo unos meses antes de contestarle que, por desgracia, lo veía inviable. Gorbachev, en cambio, se había mostrado despreciativo. «No es eso lo que nosotros entendemos por reestructuración», fue su respuesta, y aún se atrevió a sugerir que el revolucionario plan de Petkanov no tenía otro objetivo que evitar el pago de su factura del petróleo.

Ahora estaba a la vista de todos lo que aquel loco presuntuoso entendía por reestructuración. Significaba la rendición de la URSS -la que edificó Lenin y defendieron Stalin y Brezhnev-, significaba dejar que todo se fuera a la mierda. Quería decir que las repúblicas se fueran al carajo cuando les diera la gana. Retirar al Ejército Rojo de sus acantonamientos amistosos en el exterior. Aparecer en la portada de la revista Time. Entendía por ello ponerse a apalear dólares como una puta en el vestíbulo del Hotel Sheraton; lamerle el culo a Reagan y lamérselo luego también a Bush. Y cuando las repúblicas le dijeron que tururú, cuando permitió que la Unión Soviética y la causa del socialismo internacional fueran humilladas por aquellos diminutos países bálticos de mierda, cuando tuvo su ultimísima oportunidad de defender la Unión, de salvar al Partido y la Revolución, de enviar allá los malditos tanques, ¡claro que sí…!, ¿cómo reaccionó? Como una abuelita tonta de capirote que ve que las patatas que ha comprado se le están escapando por un agujero de su bolsa de malla: «¡Oh!, se ha salido una, pobre de mí… Pero no importa: quedan muchas dentro. ¡Y ahora otra…! Sigue sin importar: sin duda la pobre patatita quería escapar. ¡Ay, qué lata, otra…! Pero no me voy a preocupar por una triste patata. Además, hoy no tengo hambre.» Y cuando la vieja idiota llega a casa, se encuentra con la bolsa vacía. Aunque, claro, eso carece también de importancia, porque el abuelito no ha sido capaz de levantarle la voz en muchos años. «He perdido todas las patatas -le dice-. Tomaremos otra vez agua caliente de cena.» «¡Pero si es lo mismo que cenamos ayer!», se queja el abuelito. «Acabará gustándote -le replica ella mientras abre el grifo-. Además, la mayoría de las patatas estaban podridas.»

Así de hipócrita había resultado ser el fulano del Kremlin. Ni que decir tiene que Petkanov no pretendía que su propuesta de integración política fuera llevada a efecto al instante, sin discusión, sin considerar antes la totalidad de los factores económicos. Su oferta había sido, en aquel momento por lo menos, básicamente una expresión de solidaridad, buena voluntad y determinación. Y, sin embargo, Gorbachev había reaccionado como si no tuviera otro objetivo que conseguir un beneficio económico a corto plazo, como si aquel atrevido plan respondiera tan sólo al deseo de obtener la cancelación de la deuda exterior de su país.

Y ¿qué había ocurrido entre tanto? Que Gorbachev andaba ocupadísimo vendiendo la República Democrática a la República Federal. Vendiendo el Este al Oeste. Dieciséis millones de ciudadanos socialistas en la mayor subasta de esclavos de la historia de la humanidad, con sus tierras y hogares, su ganado y sus empresas. ¿Por qué no protestó nadie por eso? En los últimos días del mandato de Erich, algunos descontentos y jóvenes alborotadores se quejaban de las necesarias restricciones del derecho a viajar. Pero ¿se quejó alguien del hecho de que los vendieran como cerdos en una feria de ganado? Dieciséis millones de ciudadanos de la República Democrática Alemana a cambio de 34.000 millones de marcos: éste fue el trato que Gorbachev hizo con Kohl, en uno de los más viles y negros hechos de la historia del socialismo. Y luego, finalmente, Gorbachev le sacó a Kohl 7.000 millones de marcos más, y regresó a casa satisfechísimo, como la abuelita idiota del cuento. ¡Cuarenta y un mil millones de marcos era en la actualidad el precio de la traición, las treinta monedas de plata del socialismo! Y se lo consintieron. El ejército, el KGB, el Politburó…: entre todos no fueron capaces de organizar más que una chapucera parodia de golpe de Estado. Le dejaron hacer, le dejaron tirarlo todo por la borda. «Lo que devuelve el eco de la pared / es la podredumbre de la piedra, ¡no de las almas!» Pero la peste que llegaba de la Madre Rusia en los últimos tiempos era el hedor de almas podridas.

– ¿Os gustaría oír un chiste? -preguntó Atanas.

– ¡Precisamente lo que nos estaba haciendo falta!

– ¿Sí?

– ¡Sí, hombre! Confío que me pasarás otra cerveza antes de contarlo…

– Lo tuyo es que tienes la pereza de alguien que lleva colgados del cuello dos años de la deuda nacional.

– Adelante, Atanas.

– Ocurre en las llanuras, y se refiere a tres hombres que llamaré Ghele, Voute y Gyore. Es muy adecuado para los tipos que no son capaces de levantarse a buscar su propia cerveza. Cierto día, estos tres honrados campesinos estaban holgazaneando a orillas del Iskur y charlando entre sí, como suele hacer la gente en estas historias.

«-Dinos, Ghele -preguntó uno de los otros-: si fueras rey y tuvieras todos los poderes del rey, ¿qué es lo que más te gustaría hacer?

»Ghele se lo pensó un rato, y finalmente respondió:

»-Bien, ¡ésta sí que es buena! Creo que me prepararía unas gachas y pondría en ellas todo el tocino que me apeteciera. Y pienso que no necesitaría nada más.

»-¿Y tú qué dices, Voute?

»Voute reflexionó unos instantes más que Ghele, y al cabo dijo:

»-Sé lo que me gustaría hacer. Me metería entre la paja y me estaría allí tumbado todo el tiempo que me diera la gana.

»-¿Y tú, Gyore? -preguntaron los otros dos-. ¿Qué querrías hacer si fueras rey y tuvieras todos los poderes de un rey?

»Bueno, Gyore empezó a darle vueltas al asunto y a meditar su respuesta más detenidamente aún que sus compañeros. Se rascó la cabeza, dio un paseíto por la orilla del río, se puso a mascar un tallo de hierba, y pensó, pensó, frunciendo cada vez más el ceño. Al final contestó:

»-¡Al diablo con vosotros! Habéis escogido ya las mejores cosas. Ya no me queda nada a mí.»

– ¿Qué es eso, Atanas? ¿Un chiste del período posterior al cambio, de los tiempos oscuros del comunismo, o de la etapa anterior de la monarquía fascista?

– Es un chiste para todas las épocas y para todo el pueblo. Anda, dame la cerveza.

– ¿Sí, general?

– Señor fiscal… Quisiera expresarle ante todo…

– Déjelo. No se preocupe, general. Dígame.

– La documentación clave, señor. Para empezar.

Solinsky abrió la carpeta. El primer papel estaba encabezado simplemente por la palabra MEMORÁNDUM, y llevaba fecha del 16 de noviembre de 1971. No tenía el membrete de ningún ministerio del gobierno ni de ningún departamento de seguridad: era sólo un escrito de media página, mecanografiado, con dos firmas debajo. Y ni siquiera firmas: iniciales. El fiscal general lo leyó despacio, saltándose automáticamente la jerga oficial a medida que le salía al paso. Ésta era una de las pocas habilidades que adquirías con el socialismo: saber filtrar las distorsiones burocráticas del lenguaje.