«Eso ya lo veremos -pensó el fiscal-: excavaremos en los terrenos de sus campos de prisioneros, realizaremos autopsias, conseguiremos que su propia policía secreta lo delate.»
– No, jamás. Digamos, simplemente -proseguía Petkanov-, que sus posibilidades de llegar a ser director de la orquesta quedaron algo mermadas después de aquel sincero intercambio de pareceres.
– ¿Cómo se llamaba?
– ¡Hombre! ¡No esperarás que yo…! Pero, a lo que íbamos: yo estaba en desacuerdo con la opinión de aquel joven cínico. Pero reflexioné sobre lo que me había dicho. Y en muchas ocasiones, después, entonces y aún ahora, me repetiría a mí mismo: «Camarada Petkanov, la gente necesita salchichas y grandes palabras.»
– ¡No me diga!
Tal era, pues, la moraleja del Auditorio de la Revolución. Insinúas unas valientes palabras de protesta entre bastidores y, si no te fusilan en el acto, este…, este, retuerce tu pensamiento y lo transforma en un eslogan insignificante y banal.
– Fíjate en que con esto te estoy dando, simplemente, un buen consejo… Porque, verás: nosotros les dimos salchichas y grandes palabras. Vosotros no creéis en las grandes palabras, pero tampoco les dais salchichas. No las hay en las tiendas… ¿Qué les dais en su lugar?
– Les damos libertad y verdad. -Sonaba demasiado pomposo en sus labios, pero…, si estaba convencido de ello, ¿por qué no decirlo?
– ¡Libertad y verdad! -replicó Petkanov burlándose-. ¡Éstas son vuestras grandes palabras, entonces! Les dais a las mujeres la libertad de dejar sus cocinas e ir a manifestarse ante el Parlamento para decirles a los diputados esta verdad: que no hay una maldita salchicha en las tiendas. Eso es lo que les dicen. ¿Y eso lo calificáis de progreso?
– Lo conseguiremos.
– Ja! Lo dudo. Permíteme que lo ponga en duda, Peter. Mira: el cura de mi pueblo… A ése sí que lo fusilaron, me temo; había muchos criminales sueltos en aquella época, y es fácil que ocurriera… El cura de mi pueblo solía decir: «Al cielo no se llega con el primer salto.»
– Justamente.
– No, Peter, no me entiendes. No estoy refiriéndome a ti. Tú y los de tu cuerda habéis dado ya muchos saltos. Habéis tenido muchos siglos y habéis dado muchos saltos. Un salto, y otro, y otro… Estoy hablando de nosotros. Nosotros solamente hemos dado un salto hasta la fecha.
Su carácter. Tal vez ése había sido su error, su…, sí, su error de burgués liberal. La ingenua esperanza de «llegar a conocer» a Petkanov. La testaruda pero loca creencia de que el ejercicio del poder es el reflejo del carácter del individuo y que, por consiguiente, es necesario y provechoso estudiar ese carácter. Sin duda fue cierto alguna vez: con Napoleón, con los césares y los zares y los príncipes herederos… Pero las cosas habían variado mucho desde entonces.
El asesinato de Kirov…: ésa fue la fecha clave. Muerto por la espalda con un revólver Nagan, en la sede del Partido Comunista en Leningrado, el primero de diciembre de 1934. Un amigo y aliado de Stalin, un camarada de Stalin. Por consiguiente, como solemos decir ingenuamente, por consiguiente, la única persona del mundo que en modo alguno podía haber deseado o esperado, y no digamos ya ordenado esa muerte, era el propio Stalin. Era imposible desde todos los puntos de vista admitidos, tanto políticos como personales. Porque que Stalin hubiera ordenado el asesinato de Kirov no es que fuera impropio de su carácter, sino algo incomprensible desde lo que podemos entender por carácter. Y ésa era precisamente la cuestión. Hemos llegado a unos tiempos en los que el concepto de «carácter» resulta equívoco: ha sido sustituido por el «ego», y el ejercicio de la autoridad en cuanto reflejo de un carácter se ha trocado en un enfermizo deseo de retener el poder por todos los medios posibles y aun burlando cualquier imposibilidad racional. Stalin había asesinado a Kirov: ¡bienvenido sea el mundo moderno!
Solinsky se dio cuenta de que esta interpretación de las cosas le resultaba convincente cuando se hallaba tranquilamente sentado en su estudio, contemplando las colinas del norte, o cuando interrogaba a su estantería en la oficina; pero, en presencia de Petkanov, este intento de verlo como un maligno zumbido de electrones girando alrededor de algún monstruoso vacío no se aguantaba ni dos minutos. Bastaría que el viejo, con la funcionaría de prisiones tras él, se pusiera en pie y comenzara a discutir, a negar, a mentir, a fingir incomprensión: al instante volvían a apoderarse del fiscal general todas sus emociones primarias: curiosidad, expectación, frustración. Seguía buscando un carácter, un carácter como los de antes, un carácter inteligible. Era como si la propia ley exigiera la relación causa-efecto de un motivo lógico y una acción resultante: la sala, en suma, excluía cualquier razonamiento chapucero y simplista.
A media tarde del cuadragésimo segundo día de sesiones de la causa criminal número 1, Peter Solinsky decidió que había llegado el momento. Una nueva línea de investigación, acerca del uso de combustible oficial para fines privados, se había ido al traste entre contradicciones y lapsus de memoria.
– Muy bien -dijo, haciendo una profunda inspiración de cantante de ópera y tomando otra carpeta.
Durante el aplazamiento del mediodía se había refrescado el rostro en el lavabo y había vuelto a peinarse. Al mirarse en el espejo, vio que parecía cansado. Y lo estaba, sí: cansado de su trabajo, de su matrimonio, de las preocupaciones políticas, pero sobre todo de tener que soportar la presencia de Stoyo Petkanov día tras día. ¡Qué poderosa debía de haber sido para los aduladores miembros del Politburó la tentación de ahorrar energías por el simple expediente de mostrarse siempre de acuerdo con él!
Ahora trató de olvidarse de su mujer, del teniente general Ganin, de las cámaras de televisión, y de todas las promesas que se había hecho a sí mismo antes de comenzar el juicio. Ya estaba bien de mostrarse como el honorable hombre de leyes que pacientemente trata de rescatar la flor de la verdad de entre las garras de la mentira. Tal vez parte de su cansancio se debía a ese esfuerzo.
– Muy bien, señor Petkanov. A lo largo de las semanas de este proceso hemos llegado a familiarizarnos a fondo con su defensa. Con la forma como usted se defiende de todos los cargos y acusaciones. Si se hizo algo ilegal, usted no sabía nada de ello. Y si sabía algo, entonces lo hecho era automáticamente legal.
Petkanov sonrió cuando sus abogadas defensoras se levantaron para protestar. No, las palabras de aquel chulo neurótico que estaba representando el papel de fiscal resumían bastante bien la situación. Con un ademán pidió a sus defensoras que se estuvieran quietas.
– No hice nada que no hubiera sido aprobado por el Comité Central del Partido Comunista -repitió por centésima vez-, y todo fue ratificado mediante decretos del Consejo de Ministros. Todas mis actuaciones fueron enteramente legales.
– Muy bien. Consideremos, pues, lo que hizo usted el 16 de noviembre de 1971.
– ¿Cómo vas a…?
– No espero que usted lo recuerde, puesto que, como se ha demostrado ampliamente, su memoria funciona sólo para recordar acciones supuestamente legales -le cortó Solinsky y, tomando el documento que le había entregado Ganin, le echó un breve vistazo-. El 16 de noviembre de 1971 autorizó usted el empleo de todos los medios necesarios contra los difamadores, saboteadores y enemigos del Estado. ¿Le importaría explicarnos cómo debemos entender la expresión «todos los medios necesarios»?
– No sé de qué me hablas -replicó serenamente Petkanov-. Salvó que pareces aprobar el sabotaje y los crímenes contra el Estado.
– Ese día firmó usted un memorándum autorizando la eliminación de sus oponentes políticos. A eso se refiere la frase «todos los medios necesarios».