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– Ignoro por completo de qué documento me estás hablando.

– Tengo aquí una copia, y otra copia para el tribunal. Es un memorándum procedente de los archivos del Departamento de Seguridad Interior, y que lleva su firma y la del difunto general Kalin Stanov.

Petkanov se limitó a echar una ojeada al papel.

– Yo no llamo a eso una firma. Son unas simples iniciales, y muy probablemente falsificadas.

– Usted autorizó en esa fecha el empleo de todos los medios necesarios -repitió Solinsky-. Y esta autorización permitió a ambos Departamentos de Seguridad, Interior y Exterior, emprender acciones contra sus adversarios políticos en el país y en el extranjero. Adversarios como el comentarista radiofónico Simeon Popov, que falleció de un ataque al corazón en París el 21 de enero de 1972, y como el periodista Miroslav Georgiev, que murió de un ataque al corazón en Roma el 15 de marzo de ese mismo año.

– O sea, que de pronto soy responsable de las muertes de todos los viejos que sufren ataques al corazón en las quimbambas -replicó Petkanov jovialmente-. ¿Les di un susto de muerte?

– En los años anteriores a la autorización ejecutiva concedida por usted en noviembre de 1971, la Sección Técnica Especial del Departamento de Seguridad Interior, instalada en la calle Reskov, estuvo llevando a cabo experimentos encaminados a producir venenos que, administrados por vía oral o intravenosa, causaran los síntomas del paro cardiaco. Dichos venenos se emplearon para disfrazar el hecho de que la víctima hubiera muerto en realidad a consecuencia de un previo o simultáneo envenenamiento criminal.

– ¿Me acusan ahora de producir venenos? Ni siquiera tengo un título honorario de químico.

– Por el mismo período -prosiguió Solinsky, sintiendo dentro de sí un alborozado regocijo y consciente del silencio que se hacía a su alrededor- en el Departamento de Seguridad Interior, como puede verse por multitud de notas y memorandos, crecía la alarma por el comportamiento excéntrico y las ambiciones personales de la entonces ministra de Cultura… -Solinsky hizo una pausa para tomarse un respiro, consciente de que había llegado el momento. Ardía dentro de él una poderosa mezcla de virtud y pasión-, Anna Petkanova -añadió innecesariamente, y luego, como si estuviera contemplando su estatua-: 1937 a 1972. El Departamento de Seguridad Interior informaba de que su comportamiento público y privado era, en su opinión, típicamente antisocialista. Usted no hizo ningún caso de sus informes. Estaban, además, muy" alarmados porque habían descubierto que usted tenía la intención de nombrar oficialmente su sucesora a la ministra de Cultura. Lo averiguaron -explicó de pasada el fiscal general- por el simple método de colocar micrófonos ocultos en el palacio presidencial. El dossier que reunieron sobre Anna Petkanova revela una creciente preocupación por la influencia que ella tenía, y que seguiría teniendo, sobre usted. Influencia antisocialista, como la califican.

– Absurdo -murmuró el anterior presidente.

– El 16 de noviembre de 1971 autorizó usted la eliminación de sus adversarios políticos -repitió Solinsky-. Y el 23 de abril de 1972, la ministra de Cultura, que hasta entonces había gozado de excelente salud, falleció inesperadamente y a una edad sorprendentemente temprana a consecuencia de un ataque cardíaco. Se comentó en la época que los principales cardiólogos del país fueron llamados a toda prisa y que hicieron todo cuanto pudieron, a pesar de lo cual no lograron salvarla. Y no lo consiguieron por una razón muy sencilla: porque no había sufrido realmente un paro cardíaco. Pues bien, señor Petkanov -prosiguió el fiscal general, endureciendo la voz para impedir la intervención de las abogadas de la defensa, que ya se habían puesto de pie-, no sé ni, francamente, me importa, hasta qué punto exacto estaba usted enterado de esto, o hasta qué punto exacto lo ignoraba. Pero hemos escuchado de sus propios labios que todo cuanto usted autorizó era, de conformidad con los artículos de la Constitución de 1971, que usted promulgó, automática y plenamente legal. Por consiguiente, ésta no es ya una acusación que formulo meramente contra usted en su condición de persona individual, sino contra todo el sistema criminal y moralmente corrompido que usted presidió. Usted asesinó a su hija, señor Petkanov, y comparece aquí ante nosotros como el representante y el principal dirigente de un sistema político bajo el cual es completamente legal, como usted nos ha repetido hasta la saciedad, completamente legal que el jefe del Estado autorice incluso la muerte de uno de sus propios ministros, en este caso la de Anna Petkanova, la ministra de Cultura. Usted, señor Petkanov, mató a su propia hija, y solicito la venia del tribunal para añadir a las ya formuladas la acusación de asesinato.

Peter Solinsky tomó asiento entre unos sonoros aplausos nada judiciales, pataleo estruendoso, golpes en las mesas e incluso algún estridente silbido. Era su momento, su momento para la historia. Había acometido a su adversario con una horca, y le había hecho morder el polvo, atrapándole el cuello entre los dos dientes del apero clavados en el suelo. Vedlo gruñir y retorcerse, echando espumarajos de rabia, clavado allí para que todos puedan verlo, descubierto, convicto, juzgado. Era también su momento, su momento para la historia.

El realizador de televisión dividió atrevidamente la pantalla. A la izquierda, sentado, el fiscal general, con los ojos dilatados por el triunfo, erguida la barbilla y una sobria sonrisa en sus labios; a la derecha, de pie, el anterior presidente en un rapto de furia, pegando puñetazos sobre la barandilla acolchada, vociferando a sus abogadas defensoras, amenazando con el dedo a los periodistas, mirando airadamente al presidente del tribunal y a sus impasibles asesores vestidos de negro.

– Digno de la televisión americana -le comentó Maria.

Peter estaba cerrando tras de sí la puerta del apartamento y llevaba aún la cartera en la mano.

– ¿Te gustó? -Todavía respiraba la euforia del instante decisivo, el tumulto, las mieles del aplauso. Se sentía capaz de todo. ¿Cómo no iba a poder con el sarcasmo de su mujer, si había domeñado las iras del que fue en otro tiempo un dictador todopoderoso? Sus palabras conseguirían arreglarlo todo, suavizar su vida doméstica, endulzar la amarga desaprobación de Maria.

– Fue vulgar e indecente, un desprecio a la ley, y te comportaste como un chulo. Supongo que después acudirían a tu camerino una bandada de chicas para ofrecerte sus números de teléfono.

Peter Solinsky entró en la pequeña habitación que le servía de estudio y miró a través de la niebla hacia la Estatua de la Gratitud Imperecedera. Ese atardecer el sol no se reflejó en la dorada bayoneta. Era su obra. Había extinguido aquel resplandor. Ahora podían llevarse de allí a Alyosha y convertirlo en teteras y plumillas. O dárselo a los escultores jóvenes para que lo transformaran en nuevos monumentos en honor de las nuevas libertades.

– Peter… -Estaba detrás de él ahora, con la mano apoyada en su hombro; no podía decir si su gesto significaba una disculpa o un deseo de consolarlo-. ¡Pobre Peter! -añadió, excluyendo así la disculpa.

– ¿Por qué?

– Porque ya no puedo amarte, y porque dudo incluso que pueda respetarte después de lo de hoy. -Peter no respondió ni se volvió para mirarla a la cara-. Ya sé: otros te respetarán más, y tal vez te amarán… Angelina se quedará conmigo, naturalmente.

– Ese hombre era un tirano, un asesino, un ladrón, un mentiroso, un estafador y un pervertido: el peor criminal en la historia de nuestro país. Lo sabe todo el mundo. ¡Dios mío…! ¡Si hasta tú empezabas a sospecharlo!

– De ser así, no te habría costado probarlo, sin necesidad de prostituirte por la televisión e inventar pruebas falsas -replicó ella.

– ¿Qué quieres decir?