Hasta hacía pocos años era frecuente que las parejas de recién casados fueran en peregrinación a Alyosha, como lo llamaban, el día de su boda; permanecían un rato de pie bajo el monumento, derramando lágrimas y rosas, emocionados por la profunda conexión momentánea entre lo personal y lo histórico. En los últimos tiempos esta costumbre se había perdido y, salvo en los días concretos de las solemnidades, los únicos visitantes del monumento eran turistas rusos. Tal vez, cuando depositaban unas pocas flores ante el pedestal, se sentían virtuosos al imaginarse la gratitud de las naciones liberadas.
La luz del alba y la del atardecer iluminaban para la ciudad el distante Alyosha. A Peter Solinsky le agradaba sentarse ante su pequeño escritorio junto a la ventana y aguardar hasta vislumbrar el centelleo de la luz en la bayoneta del soldado. Levantaba entonces la vista y pensaba: «Ésa es el arma que mi país ha tenido clavada en sus entrañas durante casi cincuenta años.» Ahora su misión era contribuir a arrancarla.
El acusado en la causa criminal número 1 había sido informado de que a las diez mantendría una entrevista preliminar con el fiscal general Solinsky. Stoyo Petkanov, pues, estaba ya despierto a las seis, ultimando su táctica y sus reclamaciones. Era importante no perder la iniciativa en ningún momento.
Como la primera mañana de su confinamiento, por ejemplo. Tras arrestarle, contra toda legalidad, sin formular ningún cargo, le condujeron a la Oficina de Seguridad del Estado, rebautizada ahora con un nombre burgués. Un maduro oficial del ejército le mostró una cama y una mesa de despacho, le hizo notar la línea blanca semicircular trazada en el suelo, ante la ventana, y luego le entregó unos confetis; eso fue, por lo menos, lo que le parecieron, así que los trató como a tales.
– ¿Qué es esto? -preguntó al tiempo que arrojaba los papeles de colorines sobre la mesa.
– Son sus cupones de racionamiento.
– ¿Quiere decir que van a ser tan amables de permitirme salir y hacer cola?
– El fiscal general Solinsky ha decidido que, puesto que ahora es usted un ciudadano corriente, es lógico que le afecten también las medidas temporales de austeridad impuestas a los demás ciudadanos corrientes.
– Entiendo… Y ¿qué debo hacer exactamente? -preguntó Petkanov, afectando una sumisión senil-. ¿Qué se me permite?
– Aquí tiene sus cupones para queso fresco; éstos son para queso curado, y estos otros para harina -empezó a explicarle el oficial, pasando servicialmente las diferentes hojas-, mantequilla, pan, huevos, carne, aceite para cocinar, jabón en polvo, gasolina…
– No necesitaré gasolina, imagino… -Petkanov esbozó una insinuante sonrisa de complicidad-, ¿Tal vez podría usted…?
Pero el oficial estaba ya poniéndose en guardia.
– No, claro, lo comprendo -prosiguió Petkanov-. Serviría sólo para que añadieran una acusación de intento de soborno a un miembro de las Fuerzas Patrióticas de Defensa, ¿verdad?
El oficial no contestó.
– De todas formas -añadió Petkanov, como alguien interesado por razones meramente teóricas en conocer las reglas de un juego desconocido-, de todas formas, explíqueme cómo funciona.
– Cada cupón representa el suministro semanal de los productos relacionados en la hoja. El ritmo a que usted consuma esos productos sujetos a racionamiento es cosa suya.
– ¿Y las salchichas? Aquí no las veo. Todo el mundo sabe que son mi comida favorita. -Parecía más sorprendido que quejoso.
– No hay cupones para salchichas. Lo cierto es, señor, que no hay salchichas en las tiendas; por consiguiente, sería inútil facilitar cupones para ese producto.
– Muy lógico -convino el anterior presidente. Y empezó a arrancar un cupón de cada hoja coloreada-. Por razones obvias, no necesitaré gasolina. Tráigame todo lo demás -ordenó, y le arrojó al oficial el puñado de papelillos.
Al cabo de una hora se presentó un soldado trayendo una hogaza de pan, 200 gramos de mantequilla, una col pequeña, dos albóndigas, 100 gramos de queso fresco y otros 100 de queso curado, medio litro de aceite de guisar (la ración de un mes), 300 gramos de jabón en polvo (lo mismo) y medio kilo de harina. Petkanov le pidió que lo dejara todo en la mesa y que le trajera un cuchillo, un tenedor y un vaso de agua. Luego, bajo la circunspecta mirada de los dos soldados se comió las albóndigas, las dos clases de queso, la col cruda, el pan y la mantequilla. Al concluir, apartó a un lado el plato, echando una breve ojeada al detergente en polvo, el aceite y la harina, se fue a su estrecha cama metálica y se tumbó en ella.
A media tarde volvió el oficial. Con cierta confusión, como si tuviera que reprochárselo en alguna medida, le dijo al prisionero acostado:
– Me parece que no lo ha entendido. Como le expliqué…
Petkanov se incorporó de un salto, puso sus cortas piernas sobre el crujiente suelo de madera y recorrió los pocos metros que le separaban del oficial. Se plantó muy cerca de él y le clavó el índice con fuerza sobre el uniforme gris verdoso, justo debajo de la clavícula izquierda. Repitió el gesto otra vez. El oficial dio un paso hacia atrás, no tanto por la amenaza de aquel dedo que le asaltaba como por verse por primera vez tan cerca de un rostro que había dominado toda su vida anterior, un rostro que ahora se erguía amenazador ante él.
– Coronel -empezó el anterior presidente-, no tengo la más mínima intención de utilizar mi jabón en polvo. Ni emplearé mi aceite ni mi harina. Imagino que se habrá dado cuenta de que no soy uno de esos desgraciados que viven en los bloques de apartamentos más allá de los bulevares. La gente a la que ha decidido servir ahora puede haber jodido la economía hasta el extremo de que todos tengan que vivir hoy día con esos… confetis. Pero cuando usted me servía a mí -y subrayó el pronombre con otro fuerte puntazo-, cuando usted me era leal, y leal a la República Socialista Popular, recordará que había comida en las tiendas. Y a veces había colas, sí, pero no esta mierda. Así que váyase y en adelante tráigame raciones socialistas. Y puede decirle al fiscal general Solinsky, en primer lugar, que se vaya a tomar por el culo, y luego que, si quiere tenerme a régimen de jabón en polvo durante el resto de la semana, él, personalmente, será responsable de las consecuencias.
El oficial se retiró. En adelante las comidas le llegaron con toda normalidad a Stoyo Petkanov. Le sirvieron yogur siempre que lo pidió. Y en dos ocasiones había comido salchichas. El ex presidente bromeaba con sus guardias a propósito del jabón en polvo, y cada vez que le traían la comida se decía a sí mismo que las cosas no estaban irremediablemente perdidas, y que aquella gente corría un riesgo al subestimarlo.
Les había obligado también a traerle su geranio silvestre. Cuando le arrestaron ilegalmente, los soldados no le permitieron llevárselo. Pero todo el mundo sabía que Stoyo Petkanov, fiel al suelo de su nación, dormía con un geranio silvestre debajo de la cama. Era vox populi. Así que, al cabo de uno o dos días, capitularon. Había podado la planta con sus tijeras de uñas para que cupiera en el espacio entre el suelo y la cama, que era muy baja, y desde entonces había dormido mejor.