– Puedes decirle a tu padre que aún conservo intacta mi fe en el socialismo y en el comunismo. Que nunca he titubeado en el camino.
– Entonces le interesará saber lo que me dijo mi padre justo antes de marcharme. Me dijo: «Te propongo un acertijo, Peter: ¿quién es peor, el auténtico creyente, que sigue creyendo a despecho de todas las pruebas en contra que le presenta la realidad observable, o la persona que admite semejante realidad y, a pesar de ello, sigue proclamando que cree realmente?»
Por una vez, Stoyo Petkanov trató de no manifestar toda su exasperación. Era igualito que el viejo Solinsky, siempre tratando de dárselas de intelectual. Ya podían estar dando los últimos toques a la aprobación del siguiente programa económico, con los ministros quejándose de los objetivos marcados, o de las lluvias en tiempo de cosecha, o de la incidencia de una nueva crisis en el Oriente Medio sobre el abastecimiento de crudo de la Madre Rusia…, que el viejo Solinsky, jugueteando con su pipa y recostándose en el respaldo de su silla, se pondría a teorizar pomposamente: «Camaradas, he estado releyendo…» Ésta era su forma favorita de empezar a aburrirlos. ¡Releyendo! Uno lee, naturalmente, para empezar; y estudia… Pero luego trabaja, actúa. Los principios científicos del socialismo ya estaban dados; tú no tenías más que aplicarlos. Con variantes locales, por supuesto. Pero, cuando estabas decidiendo la fecha en que habían de completarse las obras de una presa hidroeléctrica, o preguntándote por qué los campesinos del noreste acaparaban trigo, o estudiando un informe del Departamento de Seguridad Interior sobre la minoría étnica húngara, no te hacía ninguna falta… óigame bien, señor camarada-doctor-profesor de mierda Solinsky, y perdóneme que le sea tan franco…, no tenía ninguna necesidad de releer nada. Su problema era que había sido demasiado blando, demasiado paciente con el padre de Peter. Hubiera debido enviar mucho antes a aquel viejo loco a entrenarse en el campo con sus abejas. No se había mostrado tan sutil, tan infatuado y tan amante de teorizar cuando estuvieron juntos en la prisión de Varkova. No se le había ocurrido entonces pedir permiso a los carceleros para releer nada antes de ajustarle las cuentas a aquel tipo de la Guardia de Hierro que se había rezagado del grupo principal. En aquel tiempo, Solinsky sabía muy bien cómo hacer lloriquear a un fascista.
Pero el ex presidente se guardó de decir nada de todo esto. En vez de ello, respondió en voz baja a su interlocutor:
– Todos tenemos nuestras dudas. Es normal. Tal vez hubo momentos en que ni siquiera yo mismo creí. Pero permití que otros creyeran. ¿Puedes tú hacer otro tanto?
– ¡Ya estamos! -replicó el fiscal-. ¡El gran redentor! El cura descreído que guía a los ignorantes al cielo.
– Tú lo dices.
– Es culpable, abuela.
La abuela de Stefan sacudió la cabeza ligeramente y, por debajo de su gorro de lana, clavó sus ojos en el rostro del estudiante. En aquel tordillo necio, que sonreía estúpidamente y hacía muecas al retrato en color de V. I. Lenin.
– También han encontrado culpable a tu novio, abuela. De paso.
– ¿Estás contento, pues?
Aquella inesperada pregunta de la anciana desconcertó al tordillo. Se lo pensó un instante, y exhaló luego el humo de su cigarrillo sobre el fundador del Estado Soviético.
– Sí -respondió-. Ya que me lo preguntas, sí. Me siento feliz.
– Entonces, te compadezco.
– ¿Por qué? -Por primera vez el muchacho pareció fijarse realmente en la anciana sentada bajo su icono. Pero ella había apartado ya sus ojos de él y se había abismado de nuevo en sus recuerdos-. ¿Por qué? -repitió.
– Dios prohíbe que un ciego aprenda a ver.
Vera, Atanas, Stefan y Dimiter apagaron el televisor y salieron a tomar una cerveza. Se sentaron en un café lleno de humo que antes del cambio había sido una librería.
– ¿Qué creéis que le echarán?
– Tatatá-tatatá-tatatá.
– No. Eso no lo harán.
Llegaron las cervezas. Silenciosa, reverentemente, alzaron las jarras y las hicieron chocar entre sí con escasa convicción. El pasado, el futuro, el final de las cosas, el inicio de las cosas… Bebieron todos un largo primer sorbo.
– Entonces, ¿qué? ¿Aquí no nos cargamos a nadie?
– ¡Qué cínico eres, Atanas!
– ¿Yo? ¿Cínico yo? Soy tan poco cínico, que sólo deseaba que le pusieran de espaldas a un muro y le fusilaran.
– Tenía que haber un juicio. No podían limitarse a decirle: váyase, diremos que está enfermo. Eso es lo que solían hacer los comunistas.
– Pero no fue justo el juicio, ¿o sí? Lo que le ha hecho a este país no lo puedes expresar en términos de delito. Debería haberse hablado de más cosas, de cómo corrompió todo cuanto tocaba. Todo cuanto nosotros tocamos también: la tierra, la hierba, las piedras… De cómo mintió siempre, automáticamente, por sistema, como un reflejo, y cómo nos enseñó a todos a mentir. De cómo hizo que la gente ya no pueda confiar en nadie fácilmente. De cómo corrompió incluso las palabras que salen de nuestras bocas.
– La mía no la ha corrompido, ¿eh? ¡Ese jodido cabrón mentiroso chorizo comemierda!
– Me gustaría que te lo tomaras en serio alguna vez, Atanas. Ya está bien.
– Pensaba que era parte de eso, Vera.
– ¿Parte de qué?
– ¡Pues de la libertad! Libertad de no ponernos serios. Nunca más. Nunca, nunca, si no lo deseas. ¿No tengo derecho a ser frívolo el resto de mi vida, si eso es lo que quiero?
– Ya eras así de frívolo antes, Atanas; antes del cambio.
– Pero entonces era un comportamiento antisocial. Gamberrismo. Ahora es mi derecho constitucional.
– ¿Para eso hemos estado luchando? ¿Por el derecho de Atanas a ser frívolo?
– Tal vez ya es bastante para empezar, por el momento.
El día antes de que se hiciera pública la sentencia en la causa criminal número 1, Peter Solinsky fue a ver a Stoyo Petkanov por última vez. El anciano estaba de pie dentro del semicírculo pintado, con la nariz pegada a los cristales de la ventana. El soldado de guardia había recibido instrucciones para no aplicar más aquella restricción. Dejémosle ahora que contemple la vista, si lo desea. Dejémosle contemplar desde lo alto la ciudad que en otro tiempo gobernó.
Estaban sentados frente a frente, con la mesa por medio, mientras Petkanov leía el fallo del tribunal como si tratara de encontrar alguna irregularidad en él. Treinta años de destierro en el propio país. Eso le enterraría. Confiscación de sus bienes personales por parte del Estado. Eso lo encontraba normal, casi cómodo. Había empezado sin nada, y acabaría de la misma forma. Se encogió de hombros y dejó el papel en la mesa.
– No me habéis quitado mis medallas y galardones.
– Consideramos que debería conservarlos.
Petkanov rezongó.
– En fin… Y tú ¿cómo estás, Peter? -Sonreía ahora al fiscal con una insensata despreocupación, como si su vida estuviera a punto de recomenzar: una vida cuajada de excursiones, de proyectos y locas aventuras.
– ¿Que cómo estoy? -Agotado, en primer lugar. Si sentías esta amarga, esta obsesiva sensación de cansancio, tras conseguir lo que querías, sabiendo que tu país había sido liberado y tu carrera profesional tocada por el éxito, ¿cómo sería el cansancio de la derrota? Su inicial euforia de triunfo se había vaciado como el agua de una bañera-. ¿Cómo estoy? Ya que me lo pregunta, le diré que mi padre ha muerto, mi mujer pide el divorcio y mi hija se niega a dirigirme la palabra. ¿Cómo supone usted que me encuentro?