Nicolae… A él le fusilaron. Y en Navidad. Pero lo hicieron en caliente: le echaron de su palacio, vigilaron la ruta de su helicóptero, siguieron su coche, le llevaron a rastras ante lo que grotescamente llamaron un tribunal popular, le encontraron culpable de haber asesinado a sesenta mil personas, y le fusilaron… Los fusilaron a los dos, a Nicolae y a Elena: ni más ni menos como quien atraviesa con una estaca de madera al vampiro. Es lo que dijo alguien: clavadle, clavadle la estaca al vampiro antes de que se ponga el sol y esté de nuevo en condiciones de volar. Eso había sido: miedo. No la ira del pueblo, o como quisieran llamarlo de cara a los medios de comunicación de Occidente; simplemente, que se les aflojaron las tripas y se mancharon de mierda los calzoncillos. ¡Clavádsela, venga! Estamos en Rumania… ¡Clavádsela, atravesadle el corazón con una estaca! Pero ahora no había un peligro inminente.
Hecho lo cual, lo primero o casi lo primero que se les ocurrió montar en Bucarest, fue… un desfile de modas. Lo había visto por televisión: furcias enseñando las tetas y los muslos, y una diseñadora que se mofaba de la ropa que llevaba Elena, proclamaba a los cuatro vientos que la esposa del Conducator tenía «mal gusto» y despreciaba su manera de vestirse como «típicamente pueblerina». Petkanov recordaba aquella frase y el tono en que fue dicha. Ésas tenemos ahora: hemos vuelto a las andadas, a que las presumidas zorras burguesas campen a sus anchas y se burlen de la forma de vestir del proletariado. ¿Para qué necesita el ser humano las ropas? Sólo para mantenerse caliente y ocultar sus vergüenzas. Siempre ocurría igual cuando algún camarada empezaba a mostrar tendencias desviacionistas: podías apostar que viajaría a Italia a comprarse un reluciente traje y que regresaría pareciendo un gigoló o un mariconazo. Justo lo que había hecho el camarada fiscal general Solinsky en su visita de amistad a Turín. Sí…, interesante, aquel asuntillo. Por suerte, tenía buena memoria para esa clase de cosas.
Gorbachev… Bastaba ver la gente que le rodeaba para comprender que habría problemas. ¡Aquella impertinente mujer suya, con sus trapos de París y su tarjeta de American Express, rivalizando con Nancy Reagan por el título de esposa capitalista mejor vestida…! Si Gorbachev se mostraba incapaz de mantener a raya a su propia esposa, ¿cómo iba a poder parar la contrarrevolución una vez en marcha? Ni aunque se lo hubiera propuesto. Ahí estaban todos aquellos gigolós que viajaban con él, todos sus consejeros, representantes especiales y portavoces, que ni siquiera podían aguardar a sus viajes oficiales para darse el gustazo de tener a un sastre italiano arrodillado ante sus piernas. El portavoz por antonomasia, no recordaba ahora su nombre, el favorito de los capitalistas, iba siempre de punta en blanco. El que dijo que la doctrina Brezhnev estaba muerta. El que soltó que había sido reemplazada por la doctrina de Frank Sinatra.
Ése fue uno de los momentos en que se dio cuenta de que todo se había ido al carajo. La doctrina Sinatra… A mi manera. Pero sólo había una manera: la verdadera y única vía científica del marxismo-leninismo. Decir que las naciones del Pacto de Varsovia podían hacer las cosas a su manera equivalía a decirles: ya no nos importa el comunismo, cedámoslo todo a los bandidos americanos, ¡a la mierda con todo! Y qué expresión tan acertada: ¡la doctrina Sinatra! ¡Qué manera de hacer la pelota al Tío Sam! Porque… ¿quién era Sinatra, en resumidas cuentas? Un italiano de traje lustroso que siempre estuvo liado con la Mafia. Alguien que tuvo a Nancy Reagan a sus pies. Sí, la cosa tenía sentido. Todo aquel condenado asunto había empezado con Frank Sinatra. Sinatra se tiró a Nancy Reagan en la Casa Blanca…; eso decían, ¿no? Reagan no podía con su mujer. Nancy andaba a la greña con Raisa en cuestiones de moda. Gorbachev tampoco podía con su mujer. Y el portavoz de Gorbachev nos sale con que hemos de seguir todos la doctrina de Frank Sinatra. ¡La doctrina Mickey Mouse, la doctrina Pato Donald…!
Su Departamento de Seguridad Exterior le había mostrado en cierta ocasión un documento remitido por sus fraternos colegas del KGB. Era un informe del FBI sobre la seguridad del presidente de los Estados Unidos, sus niveles de protección, etcétera. A Petkanov se le había quedado grabado un detalle concreto: que el lugar donde el presidente de los Estados Unidos se sentía más seguro, y donde el FBI consideraba que estaba más seguro, era Disneylandia. A ningún asesino norteamericano se le ocurriría pegarle un tiro allí. Sería un sacrilegio, una ofensa a las sacrosantas divinidades Mickey Mouse y Pato Donald. Eso, al menos, aseguraba el informe del FBI remitido por el KGB al Departamento de Seguridad Exterior de Petkanov por si semejante información pudiera resultarles útil. La anécdota le había confirmado a Petkanov el infantilismo de aquellos yanquis que dentro de poco invadirían su país comprándolo todo. ¡Adelante, pues! Demos la bienvenida al Tío Sam: que venga y que construya aquí otra gran Disneylandia, para que su presidente pueda sentirse seguro en ella mientras escucha tranquilamente los discos de su Frank Sinatra y se ríe de nosotros considerándonos unos campesinos ignorantes que no saben vestirse.
Tenían que verlo, insistió Vera. Los cuatro juntos, Vera, Atanas, Stefan y Dimiter. Era un momento crucial en la historia de su país, el adiós a una infancia terrible y a una adolescencia gris y penosa. Era el fin de las mentiras y de los engaños; había llegado la hora de que se abriera camino la verdad, el comienzo de la madurez. ¿Cómo iban a permanecer ellos al margen?
Además, habían estado juntos desde el comienzo, desde aquel mes reciente y ya lejano cuando todo parecía una juerga, una simple excusa para que los chicos pudieran rondar a Vera y flirtear tranquilamente con ella. Habían acudido a las primeras y nerviosas manifestaciones de protesta, sin saber qué iban a decir ni hasta dónde podrían llegar. Habían escuchado, marchado y vociferado juntos, sintiendo que aquello se transformaba en algo serio y apasionante. Y aterrador también: juntos estaban cuando a aquel amigo de Pavel casi lo aplasta un carro blindado en el bulevar de la Liberación; cuando los soldados que custodiaban el palacio presidencial perdieron los nervios y empezaron a disparar sus fusiles contra las mujeres. En varias ocasiones habían tenido que escapar de las balas corriendo, muertos de miedo, escondiéndose en los soportales, cogidos del brazo para tratar de proteger a Vera. Pero también habían estado presentes cuando todos empezaron a sentirse como si estuvieran echando abajo una vieja puerta desvencijada y carcomida; cuando los soldados les sonreían y hacían la vista gorda y compartían con ellos sus cigarrillos. Y al poco tiempo supieron que estaban ganando porque incluso algunos diputados del Partido Comunista se dejaban ver en las manifestaciones.
– Son ratas que abandonan el barco -había comentado Atanas-. Comadrejas.
Atanas estudiaba idiomas: era un poeta aficionado al alcohol, al que le gustaba alardear de que su escepticismo desinfectaba los espíritus contaminados de los otros tres.
– No podemos depurar la raza humana -le había replicado Vera.
– ¿Por qué no?
– Siempre habrá oportunistas. Has de contentarte con procurar que estén de tu parte.
– No los quiero de mi lado.
– Pero no cuentan para nada, Atanas; no importan. Sólo indican de qué parte se va a inclinar la victoria.
Y al fin, el empujón final a la puerta: Stoyo Petkanov había tenido que marcharse de la noche a la mañana, sin que le permitieran fingir que estaba enfermo ni entregar el poder a su sucesor: fue despedido con malos modos por el Comité Central y enviado a su casa de la provincia nororiental, con una escolta de cinco personas para protegerlo.
Al principio, aquel correveidile suyo, Marinov, había tratado de mantener unido el Partido, dándoselas de conservador reformista; pero a las pocas semanas se había visto desbordado y barrido por su propia maraña de contradicciones. Los hechos empezaron a saltar como los radios de una rueda de bicicleta: el rumor improbable de ayer se convertía en la noticia rancia de mañana. El Partido Comunista votó a favor de suspender su liderazgo en el desarrollo político y económico de la nación, se rebautizó como Partido Socialista y urgió la constitución de un Frente de Salvación Nacional que agrupara a las principales organizaciones políticas; y cuando su propuesta fue rechazada, instó a que se celebraran elecciones lo antes posible. Esto era algo que los partidos de la oposición no deseaban, no tan pronto, al menos, porque sus estructuras eran rudimentarias y los socialistas (antes comunistas) controlaban aún la radio y la televisión estatales, al igual que la mayoría de las editoriales e imprentas. Aun así, la oposición se vio obligada a correr el albur y consiguió suficientes escaños como para poner a los socialistas (antes comunistas) a la defensiva, por más que los socialistas (antes comunistas) consiguieron la mayoría, algo incomprensible para los comentaristas occidentales. Consiguientemente, el gobierno seguía invitando a los partidos de la oposición a formar un frente común para salvar al país, a lo que dichos partidos continuaban respondiendo: «Ni hablar: vosotros lo habéis hundido, y a vosotros os toca arreglarlo; y si no podéis hacerlo, id a casa.» Con lo cual las cosas iban a trompicones, con reformas a medias, entre disputas, insultos, frustraciones, miedo, un mercado negro pujante, subidas de precios y parches y más parches.