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Todo lo he hecho en la creencia de que era bueno para mi país. He cometido errores durante el camino, pero no crímenes contra mi pueblo. Y, por esos errores, estoy dispuesto a aceptar cualquier responsabilidad política.

3 de enero de 1991

De ustedes, respetuosamente,

Stoyo Petkanov

Como muchos de sus coetáneos, Peter Solinsky había crecido dentro del Partido. Fue de niño pionero rojo, se afilió a las Juventudes Socialistas después, y finalmente fue miembro de pleno derecho del Partido, cuyo carnet recibió poco antes de que su padre fuera víctima de una de las habituales purgas de Petkanov y se viera obligado a exiliarse. Hubo al principio amargas palabras entre padre e hijo, puesto que Peter, con toda la autoridad de la juventud, sabía que el Partido estaba siempre por encima del individuo y que esto era aplicable al caso de su padre como al de cualquier otro. El propio Peter había estado durante algún tiempo bajo sospecha; y tenía que reconocer que, en aquellos días de negros nubarrones, su matrimonio con la hija de un héroe de la lucha antifascista le brindó cierta protección. Poco a poco había recuperado el favor del Partido; y en una ocasión incluso le enviaron a Turín formando parte de una misión comercial; hasta le facilitaron cierta cantidad de divisas, diciéndole expresamente que las gastara, lo cual le había hecho sentirse privilegiado. Como es de suponer, no permitieron que Maria le acompañara en aquel viaje.

Frisaba en los cuarenta cuando le nombraron profesor de Derecho en la segunda universidad de la capital. Su apartamento en el bloque 307 del polígono de la Amistad les había parecido entonces lujoso. Tenían un coche pequeño y una casita en los bosques de Ostova; y acceso limitado, pero regular, a las tiendas especiales. Angelina, su hija, era una chica alegre, mimada, y feliz de que la mimaran. ¿Qué le hizo considerar insatisfactorio ese estilo de vida? ¿Qué era lo que le había llevado a convertirse -como le calificaba Verdad aquella misma mañana- en un parricida político?

Mirando atrás, suponía que todo habla comenzado con Angelina: con sus ¿por qué? No los inocentes y típicos ¿por qué? de sus cuatro años (¿por qué es domingo?, ¿por qué salimos?, ¿por qué lo llaman taxi?), sino las maduradas y tanteantes preguntas de la chiquilla de diez años. ¿Por qué hay tantos soldados si no estamos en guerra? ¿Por qué hay tantos albaricoqueros en el campo, pero nunca hay albaricoques en las tiendas? ¿Por qué hay niebla sobre la ciudad en verano? ¿Por qué vive tanta gente en los descampados que hay más allá de los bulevares del este? Las preguntas no eran peligrosas, y Peter había podido responderlas con facilidad. Porque están aquí para protegernos. Porque los vendemos en el extranjero para obtener las divisas fuertes que necesitamos. Porque hay muchas fábricas que trabajan a plena capacidad. Porque a los gitanos les gusta vivir de esa forma…

Angelina se contentaba siempre con sus respuestas. Eso era lo terrible. No es que las certeras preguntas de una chiquilla inocente hicieran tambalear las convicciones de su padre; lo que le resultaba a éste inquietante era la pasiva satisfacción de la niña con respuestas que él sabía que eran, a lo sumo, evasivas plausibles. La ciega aceptación de su hija le turbaba profundamente. Y en las horas de insomnio, cuando se atormentaba en la oscuridad, generalizó al país entero la actitud que veía en Angelina. ¿Podía una nación perder su capacidad de escepticismo, de duda útil? ¿Y si el músculo de la contradicción se le hubiera atrofiado simplemente por falta de ejercicio?

Como un año después, Peter Solinsky descubrió que aquellos temores suyos eran en exceso pesimistas. Si los escépticos y los contrarios al régimen callaban por sistema en su presencia, era, lisa y llanamente, porque no se fiaban de él. Pero sí había en el país gente que deseaba probar de nuevo desde el principio, que prefería los hechos a la ideología, que quería afirmar pequeñas verdades antes de elucubrar grandes doctrinas. Cuando Peter se dio cuenta de que su número era lo bastante alto como para espolear las inquietudes de la medrosa mayoría, sintió como si en su alma se despejara la niebla.

Todo había empezado en una ciudad mediana de la frontera septentrional del país con su más próximo aliado socialista. El límite entre ambos era un río, un río donde desde hacía años no se había pescado un solo pez. Por encima de la ciudad los árboles crecían retorcidos y bajos, con el follaje ralo. Los vientos dominantes empujaban a través del río un aire grasiento y parduzco procedente de otra ciudad mediana situada en el límite meridional del aliado socialista más próximo. Los niños padecían enfermedades pulmonares desde la infancia; las mujeres se envolvían las caras con pañuelos al salir de compras; los consultorios médicos estaban llenos de pulmones quemados y ojos dañados. Hasta que un día un grupo de mujeres hizo llegar su protesta a la capital. Y como en aquellos días dio la casualidad de que el aliado socialista más próximo atravesaba un bache temporal de popularidad por su actitud poco fraterna hacia una de sus minorías étnicas, la carta de las mujeres al ministro de Sanidad se convirtió en una gacetilla en Verdad, a la que se refirió luego con simpatía un miembro del Politburó.

Fue así como la pequeña protesta se transformó en un movimiento local y luego en un Partido Verde, al que se le permitió existir en gracia a Gorbachev, con severas instrucciones de no meterse en nada que no fueran los asuntos ambientales, preferiblemente aquellos que pudieran incomodar al aliado socialista más próximo. A raíz de lo cual se sumaron al nuevo movimiento unas tres mil personas, que empezaron a tirar de las tenaces y enojosas raíces de las causas y de los efectos: de la secretaría regional a la secretaría provincial, y de ésta al Comité Central del Partido, al ministro adjunto, al ministro, al Politburó y, finalmente, a los caprichos del presidente; en otras palabras: del árbol muerto al plan quincenal vivo. Para cuando el Comité Central se dio cuenta del peligro y declaró la afiliación a los Verdes incompatible con el socialismo y el comunismo, a Peter Solinsky y a miles de personas como él les preocupaba más el carnet de su nuevo partido que el del viejo. Era demasiado tarde para emprender una purga; demasiado tarde para impedir que Ilia Banov, el astuto y telegénico ex comunista convertido en líder de los Verdes, obtuviera popularidad a escala nacional; demasiado tarde para evitar las elecciones impuestas a los países socialistas por Gorbachev; demasiado tarde, como explicó Stoyo Petkanov a los once miembros del Politburó en sesión de emergencia, para impedir que reventara aquel maldito forúnculo.

Lo que pensaba privadamente Maria Solinska acerca del Partido Verde -y sus opiniones tendían a ser cada vez más privadas- era que lo formaban un hatajo de guardabosques cretinos, gamberros anarquistas y simpatizantes del fascismo; que al tal Ilia Banov deberían haberle facturado treinta años atrás en un avión para la España de Franco; y que Peter, su marido, que tanto había luchado por conseguir un buen trabajo y un apartamento decente, y que había logrado librarse de la maligna sombra de su desviacionista padre en gran parte gracias a ella, o estaba perdiendo el escaso buen sentido político que había tenido alguna vez, o pasando el equivalente masculino a la menopausia, y muy posiblemente ambas cosas al mismo tiempo.

Guardó silencio cuando algunos conocidos denostaron las creencias que habían defendido lealmente pocos meses antes; observó la furiosa alegría de la muchedumbre, y en cada bulevar de la ciudad olfateó la sed de venganza como si fuera sudor rancio. Y todo esto hizo que se refugiara cada vez más en su vida con Angelina. En ocasiones, cuando contemplaba su sencillo aprendizaje de cosas ciertas como las matemáticas y la música, envidiaba a su hija y hubiera deseado empezar como ella. Pero sin duda no pasaría mucho tiempo sin que tuviera que aprender también las nuevas certezas políticas, las nuevas ortodoxias que se apresurarían a enseñarle en la escuela.