Con todo, en la mañana de la primera sesión de la causa criminal número 1, cuando su marido se acercó a despedirse con un beso, algo se conmovió en su interior y le hizo olvidar las bruscas traiciones y los lentos desengaños de los últimos tiempos. Así que Maria Solinska le devolvió el beso a Peter y, con una actitud afectuosa que no mostraba desde hacía algún tiempo, enderezó los extremos de la bufanda que él se había metido de cualquier manera entre sus solapas vueltas.
– Sé prudente -le dijo cuando se marchaba.
– ¿Prudente? Claro que lo seré. Mira -replicó él, dejando su portafolios y enseñándole las manos-: me he puesto mis guantes de piel de puercoespín.
La causa criminal número 1 fue presentada ante el Tribunal Supremo el 10 de enero. Los espectadores que se agolpaban a las puertas del edificio vieron llegar al anterior jefe del Estado con una escolta militar: una figura fornida, de corta estatura, enfundada en una gabardina abotonada hasta el cuello. Llevaba sus habituales gruesas gafas ligeramente tintadas, y al salir del Chaika se quitó el sombrero, dejando ver de nuevo aquella testa familiar reproducida en tantísimos sellos de correos de la nación: el cráneo encajado entre los hombros, la nariz afilada e inquisitiva, la frente calva y el pelo rebelde y de color rubio rojizo por encima de las orejas. Dedicó a la multitud un saludo con la mano y una sonrisa. Luego las cámaras le perdieron hasta que reapareció en la sala. En algún lugar del pasadizo había dejado su sombrero y su gabardina: vestía ahora un traje oscuro pasado de moda, camisa blanca y corbata verde con rayas diagonales de color gris. Se detuvo y miró a su alrededor como el futbolista que examina un estadio desconocido. Cuando pareció que estaba a punto de avanzar, cambió de opinión y fue hacia uno de los soldados que estaban de guardia. Examinó el pasador de condecoraciones que lucía y luego, de un modo maquinal, ajustó paternalmente la guerrera del soldado. Sonrió para sí, y siguió adelante.
[-¡Si será comediante!
– Calla, Atanas.]
La sala había sido construida en ese estilo que se ha dado en llamar brutalismo, que estuvo de moda a principios de los setenta, aunque aquí atenuado: maderas claras, ángulos suavizados, asientos casi confortables… Podría haber sido la sala de ensayos de un teatro, o un pequeño auditorio musical concebido para la interpretación de estridentes quintetos de viento, de no ser por la iluminación, desacertada colaboración de tubos fluorescentes y sencillas lámparas de pantalla. Las luces no privilegiaban ninguna zona ni se focalizaban en ningún punto: su efecto era plano, democrático, imparcial.
Mostraron a Petkanov el camino del banquillo, donde se quedó de pie unos momentos observando a su alrededor las dos filas de escritorios de los abogados, la pequeña galería pública y el estrado en que tomarían asiento el presidente del tribunal y sus dos asesores; observó atentamente a los guardias, los ujieres, las cámaras de televisión, el apiñado grupo de informadores… Había tantos periodistas, que a algunos los habían acomodado en la tribuna del jurado, donde parecía haberles invadido una repentina timidez: estaban enfrascados en el examen de sus blancos cuadernos de notas.
Finalmente, el anterior jefe del Estado tomó asiento en el pequeño sillón de madera que habían dispuesto para él. Detrás, y por lo tanto siempre en campo cuando las cámaras enfocaban a Petkanov, se hallaba de pie una simple funcionaria de prisiones. La fiscalía había dispuesto este pequeño toque escénico, y sugerido expresamente que se eligiera a una mujer: en la medida de lo posible debía evitarse que los militares aparecieran en la pantalla. Vean: es un juicio más, una causa en la que un criminal comparece ante la justicia civil; y entérense: ya no es el monstruo que nos tenía a todos aterrorizados: es sólo un anciano custodiado por mujeres.
El presidente del tribunal y sus colegas entraron en la sala: tres hombres maduros que vestían traje oscuro, camisa blanca y corbata negra, entre los que podía identificarse al presidente por su toga negra suelta. Se declaró abierto el juicio, y el fiscal general fue invitado a leer los cargos. Peter Solinsky, que estaba ya de pie, dirigió una mirada a Stoyo Petkanov, esperando que también él se levantara. Pero el ex presidente se quedó donde estaba, con la cabezalevemente ladeada y el aspecto de un hombre poderoso confortablemente sentado en el palco real, esperando a que se levantara el telón. La funcionaria que le custodiaba se inclinó hacia él y le murmuró algo, que él fingió no oír.
Solinsky observó sin inmutarse aquellas reticencias. Tranquilo, como la cosa más normal del mundo, abordó su papel. Primero inspiró tan honda y largamente como le fue posible hacerlo sin llamar la atención. Le habían enseñado que el control de la respiración es vital en la práctica forense. Sólo los atletas, los cantantes de ópera y los abogados comprenden la trascendencia que tiene respirar bien.
[-Oblígale a levantar el culo del asiento, Solinsky, ¡vamos!, haz que levante el culo.
– ¡Chist!]
– Stoyo Petkanov: comparece usted ante el Tribunal Supremo de la Nación acusado de los siguientes delitos. Uno, fraude mediando documentos, conforme al artículo 127 (3) del Código Penal. Dos, abuso de autoridad en el ejercicio de sus funciones oficiales, conforme al artículo 212 (4) del Código Penal. Y tres…
[-Asesinato en masa.
– Genocidio.
– De arruinar al país.]
– … Prevaricación, conforme al artículo 332 (8) del Código Penal.
[-¿Qué es prevaricación?
– Mala gestión.
– Querrá decir que gestionó mal los campos de prisioneros…
– O que torturaba a la gente como Dios manda…
– ¡Chist, chist!]
– ¿Cómo se declara usted?
Petkanov permaneció exactamente en la misma posición, sólo que ahora se insinuaba en su rostro una leve sonrisa. La funcionarla de prisiones se inclinó nuevamente hacia él, pero la detuvo con un chasquido de los dedos.
Solinsky se volvió al presidente del tribunal en demanda de ayuda.
– Responda el acusado a la pregunta -dijo aquél-. ¿Cómo se declara?
Petkanov se limitó a erguir un poco más la cabeza, dedicando la misma expresión desdeñosa al estrado de los jueces.
El presidente del tribunal miró hacia el banquillo de la defensa. La abogada del Estado Milanova, una mujer morena de mediana edad, de aspecto severo, se había puesto ya de pie:
– La defensa ha recibido instrucciones de no alegar nada -anunció.
Los tres jueces intercambiaron impresiones brevemente, y luego el presidente del tribunal declaró:
– De conformidad con el artículo 465, el tribunal interpreta el silencio como una declaración de inocencia. Prosiga.
Solinsky empezó de nuevo.
– ¿Se llama usted Stoyo Petkanov?
Dio la impresión de que el anterior jefe del Estado meditaba la respuesta unos instantes. Luego, con una tosecilla, como dando a entender que el movimiento que seguiría era por propia iniciativa, se puso en pie. Pero, aun así, no ofreció ningún indicio de que fuera a hablar. El fiscal general, por consiguiente, repitió la pregunta:
– ¿Se llama usted Stoyo Petkanov?
El acusado no prestó la menor atención al fiscal de brillante traje italiano y, en vez de ello, se volvió al presidente del tribunal.
– Deseo hacer una declaración previa.
– Responda primero a la pregunta del fiscal general.
El Segundo Líder volvió la mirada a Solinsky, como si advirtiera su presencia por primera vez y le invitara a repetir la pregunta igual que si fuera un escolar.
– ¿Se llama usted Stoyo Petkanov?
– Lo sabes perfectamente. Luché junto a tu padre contra los fascistas. Te envié a Italia para que te compraras allí el traje que llevas. Aprobé tu nombramiento de profesor de Derecho. Sabes perfectamente quién soy. Quiero hacer una declaración.