– A condición de que sea breve -replicó el presidente del tribunal.
Petkanov asintió para sí, aprovechando la venia pero haciendo caso omiso de la petición del juez. Echó un vistazo alrededor de la sala como si acabara de darse cuenta del lugar en que estaba, se acomodó las gafas un poco más arriba de la nariz, apoyó los puños sobre la superficie acolchada de la barandilla de madera que tenía enfrente y, con el tono de alguien acostumbrado a la correcta organización de un evento público, preguntó:
– ¿Qué cámara me enfoca?
[-¡Cabrón de mierda! ¡Pedir que le escuchen!
– A nosotros no nos la pegas, Stoyo, ya no nos la pegas.
– Espero que te caigas muerto delante de nosotros. En vivo y en directo.
– Tranquilo, Atanas. Tú si que la palmarás si sigues así.]
– Haga su declaración.
Petkanov asintió de nuevo, más como si hubiera consultado consigo mismo que en respuesta a la nueva venia otorgada.
– No reconozco la autoridad de este tribunal. Carece de poder para enjuiciarme. Fui arrestado ilegalmente, confinado ilegalmente, interrogado ilegalmente, y ahora me encuentro ante un tribunal ilegalmente constituido. Sin embargo -y al llegar a este punto se permitió una pausa y una rápida sonrisa, consciente de que aquel «sin embargo» había evitado que el presidente del tribunal le cortara-, sin embargo, responderé a sus preguntas a condición de que sean relevantes.
Hizo una nueva pausa, lo suficiente para que el fiscal general dudara de si había concluido o no su declaración, y prosiguió luego:
– Y responderé a sus preguntas por una sencilla razón. He estado aquí antes. No precisamente en esta misma sala, por supuesto. Pero hace más de cincuenta años, mucho antes de convertirme en el timonel de esta nación. Ayudaba a organizar en Velpen, con otros camaradas, la lucha antifascista. Protestábamos contra el encarcelamiento de unos ferroviarios. Era una protesta democrática y pacífica pero, naturalmente, fue disuelta a la fuerza por la policía burguesa al servicio de la patronal. Me golpearon, como a todos mis camaradas. Cuando estábamos en la cárcel, discutimos de qué modo debíamos proceder. Algunos camaradas decían que deberíamos negarnos a responder al tribunal basándonos en que habíamos sido arrestados y encarcelados ilegalmente, y en que la policía estaba amañando pruebas contra nosotros. Pero los convencí de que era más vital advertir a la nación acerca de los peligros del fascismo y de los preparativos de guerra que hacían las potencias imperialistas. Y eso es lo que hicimos. Como saben, fuimos condenados a trabajos forzados por nuestra defensa del proletariado.
»Ahora -prosiguió-, miro a mi alrededor y este tribunal me resulta familiar. He estado aquí antes. Y, por lo tanto, una vez más consiento en responder a sus preguntas, con tal que sean relevantes.
– ¿Se llama usted Stoyo Petkanov? -repitió el fiscal, con un énfasis de cansancio, como si no fuera culpa suya que la justicia le obligara a plantear cada pregunta por cuadruplicado.
– Sí, en efecto; ya hemos establecido ese punto.
– Así, puesto que es usted Stoyo Petkanov, recordará sin duda que su condena por el tribunal de Velpen el 21 de octubre de 1935 fue por daños a la propiedad, robo de una barra de hierro, y asalto criminal con el citado objeto robado a un miembro de la policía nacional.
Cuando la cámara volvió a enfocar a Petkanov, Atanas dio una profunda chupada a su cigarrillo y exhaló luego el humo haciéndolo pasar por entre los labios ahuecados como para pronunciar una «u». El humo fue a dar a la pantalla y se extendió por ella antes de disiparse. Era mejor que escupir, pensó Atanas. Te escupo a la cara con humo.
El nombre de Peter Solinsky no había encabezado la lista de los propuestos para el cargo de fiscal general. Su experiencia era predominantemente académica y sólo relativa en Derecho penal. Pero después de su primera entrevista comprendió que le había ido bien. Otros candidatos más calificados que él habían jugado a políticos, habían sugerido condiciones; algunos, tras consultar a sus respectivas familias, habían descubierto la existencia de compromisos previos. Pero Solinsky se presentó aspirando abiertamente al puesto; aportó ideas concretas acerca del planteamiento de los cargos, y se atrevió a sugerir que sus años de militancia en el Partido tal vez podrían suponer cierta ventaja a la hora de pillar a Petkanov. «Manden a un zorro para cazar a un lobo», había citado, y el ministro sonrió. En aquel flaco profesor de ojos inquietos había visto el pragmatismo y la agresividad que creía necesarios para un fiscal general.
El nombramiento no fue una sorpresa para Peter. Toda su vida, al examinarla, le parecía componerse de largos períodos de cautela seguidos de momentos de determinación, e incluso de temeridad, en los cuales lograba lo que quería. Había sido un muchacho respetuoso, buen estudiante; la obediencia a los deseos de sus padres le llevó incluso a prometerse, cuando cumplió los veinte años, con Pavlina, la hija de sus vecinos. Pero a los tres meses la dejó plantada por Maria, e insistió en casarse con ella inmediatamente, con tan repentino celo y obstinación, que sus padres no pudieron menos que mirar de soslayo la tripa de la chica. Y se desconcertaron mucho cuando los meses siguientes no confirmaron sus sospechas.
Después de esto, durante muchos años, había sido un miembro leal del Partido y un buen marido… ¿Odebía decir un buen miembro del Partido y un marido leal? En ocasiones, estas dos virtudes parecían confusamente próximas en su mente. Luego, una noche, había anunciado que se había afiliado al Partido Verde, en un momento en que, como Maria subrayó agudamente, militaban en él muy pocos profesores de Derecho casados con hijas de héroes de la lucha contra el fascismo. Peor aún, Peter no se había limitado a asistir a hurtadillas a unos pocos mítines: había devuelto su carnet del Partido junto con una carta abiertamente provocativa que pocos años antes habría dado pie a que se presentaran en su domicilio, a horas intempestivas, unos hombres con cazadoras de cuero.
Y ahora, en opinión de su mujer, estaba dejándose llevar nuevamente por su vanidad. Sus colegas se limitaron a ver en su nombramiento un envidiable ascenso profesional, revelador de que el cortés y cerrado abogado alentaba un secreto afán por el estrellato televisivo. Pero esa gente veía sólo la vida externa de Solinsky, y tendía a suponer que su existencia interior debía de estar igualmente bien ordenada. En realidad, oscilaba constantemente entre distintos niveles de ansiedad, y sus intermitentes arranques de determinación ayudaban a aliviar la tortura y la presión que le angustiaban interiormente. Si las naciones pueden comportarse como los individuos, él era un individuo que se comportaba como una nación: soportando décadas de nerviosa sumisión y estallando luego en una revuelta, ansioso de una retórica fresca y de una renovada imagen de sí mismo.
Al asumir la acusación del anterior jefe del Estado, Peter Solinsky se estaba embarcando en su forma más pública de autodefinición. Para los comentaristas de la prensa y de la televisión representaba el nuevo orden contra el viejo, el futuro contra el pasado, la virtud contra el vicio; y él mismo, cuando hablaba a los medios de comunicación, solía aludir a la conciencia nacional, al deber moral, a su propósito de rescatar la flor de la verdad de entre las garras de la mentira. Pero en el fondo de su corazón albergaba sentimientos que no se atrevía a examinar muy de cerca. Tenían que ver con la limpieza, personal más que simbólica; con el hecho de saber que su padre se estaba muriendo, y con el deseo de alcanzar por la fuerza una madurez personal que el simple paso del tiempo no le estaba dando.