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Hjelm se quedó asombrado ante la repentina verborrea, casi terapéutica. Intentó cambiar de tema.

– ¿Y su vida privada?

– Tras engañar a su mujer durante varios años, la abandonó por una chica joven que se había dejado impresionar por la «cultura», llamémoslo así, de Hassel. La dejó embarazada enseguida y cuando ella estaba a punto de dar a luz se fue a Gotemburgo, a la feria del libro, a follarse a toda la que se le pusiera a tiro. Cuando volvió, ella se había largado con el bebé. Desde entonces, destinaba la mayor parte del tiempo a ligar con niñas fácilmente impresionables que no sabían que su cultura era igual de transplantada que su pelo. Sus proezas en las fiestas editoriales y en las del periódico son legendarias. Había que verlo para creerlo.

Hjelm parpadeó perplejo. Miró el obituario y lo comparó con la versión oral que ofrecía Bertilsson de la vida y obra de Lars-Erik Hassel. Un verdadero abismo infernal, humeando a azufre, se abría entre las dos.

– A lo mejor no deberías haber aceptado este encargo -dijo mientras sostenía los papeles en el aire.

Erik Bertilsson se encogió de hombros.

– Hay encargos y encargos. Hay algunos a los que simplemente no se puede decir que no, si quieres contar con una mínima oportunidad de hacer carrera. Y, bueno, yo tengo mis aspiraciones.

– Pero también habrá críticos algo más íntegros, ¿no?

Bertilsson volvió a encogerse de hombros.

– Sí, los que se mueren de hambre. No tienes ni idea de lo duro que es este negocio: o estás con ellos o estás contra ellos; no hay medias tintas.

Hjelm podría haber dicho mucho más, pero no lo hizo. Se quedó observando a Bertilsson unos instantes; pensó en los extraordinarios libros que había leído durante el último año e intentó relacionarlos con los dos representantes de la vida cultural a los que acababa de conocer.

Fue imposible.

Le dio las gracias y lo dejó solo en el desierto rellano. Bertilsson permaneció inmóvil.

7

Un largo día se acercaba a su fin. Hjelm resbaló al pisar la cáscara de un plátano y entró en el vagón del metro dando un grácil paso de ballet. Se sentó mientras soltaba unos tacos del registro más crudo, tras lo cual pasó todo el viaje taladrado por la candente mirada que le lanzaba una señora mayor.

Consiguió ignorarla pasada la estación de Mariatorget. Las hipnóticas nieblas saxofónicas de John Coltrane lo transportaban a otro mundo, o más bien, tal como Hjelm prefería pensar, le ayudaban a profundizar más en éste. Una distorsión verbal atravesó su universo sonoro: tal vez la personalidad de Lars-Erik Hassel no fuera, a pesar de todo, un factor tan insignificante. Aunque no se debía aceptar como definitiva la versión de Bertilsson, sin duda había más de un cadáver guardado en el armario de Hassel que podría haber resucitado en forma de espíritu vengativo. Las Erinias, pensó recordando una investigación anterior. De entrada, la idea de que el carácter de Hassel tuviera algún vínculo con lo ocurrido le parecía absurda, pero aun así no la descartó del todo; sabía por experiencia que a menudo la resolución de un caso se colaba por cualquier resquicio.

A eso de las seis habían puesto punto final al día con una última reunión. Excepto Norlander -quizá se había cansado de limpiar los retretes- estaban todos. Nadie tenía nada nuevo que aportar. Hultin había conseguido reunir un buen taco de papeles sobre el Asesino de Kentucky, que iba a llevarse a casa; Nyberg había quemado todos sus cartuchos por los bajos fondos de la ciudad, sin resultado, como era de esperar; Chávez anunció que volvería con posibles novedades del mundo de internet a la mañana siguiente; Söderstedt había seguido el rastro de una cantidad ingente de norteamericanos en hoteles y albergues, en los ferries a Finlandia y en los vuelos nacionales, pero el batallón de agentes que activó por todo el país volvió con las manos vacías. No obstante, la tarde más interesante de todas la había tenido Kerstin Holm, tal vez precisamente porque no había conseguido ningún dato nuevo en sus interrogatorios en el aeropuerto. Ningún miembro de la tripulación había sido capaz de poner rostro al nombre de Edwin Reynolds y tampoco a nadie le asaltó la más mínima sospecha retrospectiva. De lo que quizá se podía extraer la trivial conclusión de que la persona que buscaban, simplemente, no destacaba entre el montón, es decir, se trataba de un everyman, una persona normal y corriente, como tantos otros asesinos en serie. Uno podía sospechar que un individuo que a apenas una hora antes acababa de cometer un asesinato tras torturar brutalmente a su víctima debía distinguirse de los demás; tal vez no por unos ojos desorbitados, la ropa manchada de sangre y un hacha aún goteando en la mano, pero sí diferenciarse del resto de alguna forma. Sin embargo, nadie recordaba nada; lo que ya significaba algo de por sí.

Hjelm, por su parte, había reducido el abundante resultado de sus pesquisas a un resumen del que no estaba del todo descontento.

– Hay cierta división de opiniones respecto a las cualidades de Lars-Erik Hassel.

Al llegar a la estación de Skärholmen salió de las nieblas musicales, abrió los ojos y dirigió la mirada a la fila de asientos de al lado. La gélida mirada de la señora seguía fulminándolo como si fuese el mismo anticristo. Desvió la vista pasando olímpicamente de la mujer y estaba a punto de cerrar los ojos de nuevo cuando, de súbito, en el asiento de enfrente, apareció Cilla.

– ¿Y quién está con los niños? -se le escapó antes de morderse la lengua y pegar un grito de dolor.

Cilla lo contempló con frialdad.

– Hola, ¿no?

– Perdón -dijo Hjelm. Se inclinó hacia adelante y le dio un beso -. Estaba en otro mundo.

Ella le señaló las orejas frunciendo el ceño. Él se quitó los auriculares.

– Estás gritando -explicó ella.

– Perdón -repitió sintiéndose un inepto social.

– No sé si te acuerdas, pero los niños tienen dieciséis y catorce años. Saben cuidarse solos.

Meneó la cabeza y consiguió emitir una risa breve.

– Me he mordido la lengua -comentó.

– Sí, aunque un poco tarde -replicó ella.

Se rompió el hielo. Se trataba de uno de esos momentos en los que se leían el pensamiento y se mostraban indulgentes con los defectos del otro, cuando los buenos aspectos de la fuerza de la costumbre vencían, por un instante, a los malos.

– Hola, ¿qué tal? -volvió a empezar Hjelm poniendo su mano encima de la de ella.

– Hola -repitió ella.

– ¿Dónde has estado?

– He ido a IKEA a comprar una cortina para la ducha. La vieja estaba llena de moho. ¿No te has fijado en las manchas negras?

– Sí, claro, pensaba que le habías escupido snus [4]

Ella sonrió. Antes solía reírse con sus bromas tontas. Últimamente sólo sonreía. Hjelm no sabía muy bien qué significaba eso. ¿Que él ya no tenía tanta gracia o que ella no quería enseñar los dientes porque se imaginaba que los llevaba manchados de tabaco?

¿O era lo que se conocía como madurez?

Le seguía pareciendo guapa. Su cabello rubio, un poco despeinado y cortado a lo paje; los años que se habían acumulado en torno a los ojos en vez de en la cintura; la facilidad que tenía para vestirse de forma sexy. Y luego la penetrante mirada que, por desgracia, era cada vez menos frecuente.

A Hjelm le encantaba ser objeto de esa mirada que adivinaba sus intenciones, aunque había tardado mucho en darse cuenta de eso. Era como si te vieran por segunda vez, cosa que no ocurría muy a menudo. «La primera impresión es la que cuenta», resonaba -muy a su pesar- el eslogan publicitario en su interior.

– Ha ocurrido algo en el trabajo, ¿no? -constató ella.

– Bueno, luego lo hablamos si quieres -dijo él, contento de que ella se diera cuenta.

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[4] Un derivado de tabaco que se consume colocándolo entre el labio superior y la encía.