Выбрать главу

Para los dos había sido un largo día de trabajo, de modo que se acostaron bastante pronto. Dejaron a Danne delante de la MTV; esa noche no les quedaban fuerzas para ser padres responsables, pese a que la experiencia les decía que probablemente acabaría haciendo sus deberes mientras veía la tele. A ninguno de los dos les entraba en la cabeza cómo su hijo había podido perfeccionar su capacidad simultánea de esa manera.

– ¿Qué está pasando? -quiso saber Cilla avivando una última chispa de atención antes de que el sueño la venciera.

– De momento no ha pasado nada -respondió Paul colocando unos libros en la mesilla de noche-. Pero la probabilidad de que ocurra algo ha aumentado.

– Y la herida en el labio, ¿qué? -dijo ella con una voz cada vez más débil.

– El tipo ése que salió en la tele -resopló medio riéndose-; el que le dio una patada en el culo a Mörner.

– ¿Y se trata de drogas…?

– No -suspiró-. Esto es algo bastante más letal.

Ella ya había entrado a medias en el reino del sueño.

– ¿Armas? -preguntó.

– No. Es mejor que no diga nada más. Pero puede que a partir de ahora tenga que hacer bastantes horas extra. Menos mal que se ha terminado el verano.

Ella ya se había quedado dormida.

Paul Hjelm le acarició la mejilla y luego se volvió hacia la pila de libros que había encima de la mesita. Al regresar de Marieberg había pasado por la biblioteca de Fridhemsplan para buscar libros de Lars-Erik Hassel. Dio con el manifiesto maoísta de 1971 y dos de las entregas que formaban parte de la serie de novelas documentales.

El escrito maoísta le resultaba ilegible. No por razones ideológicas, sino porque presuponía que el lector dominaba a la perfección la terminología del materialismo dialéctico. No se enteraba de nada. Y ése era un libro escrito por el mismo hombre que luego se había dedicado a lanzar abundantes diatribas acusando a los escritores suecos de elitistas.

Las novelas documentales, en cambio, desprendían una profunda ambición pedagógica. El argumento se desarrollaba en torno a una finca de la provincia de Västmanland a finales del siglo XIX. Paso a paso conducía al lector por los diferentes estamentos sociales: desde el terrateniente que tras la fachada de unas remilgadas maneras propias de la clase alta escondía una heredada brutalidad, hasta los campesinos sin tierra y su heroica lucha por el sustento diario. A Hjelm le invadió una fuerte sensación de déjà vu. El problema era que todo estaba extremadamente ideologizado. La narración y la forma se subordinaban por completo al mensaje ideológico: había que darles a las ignorantes masas una sólida formación política, ¡sí, señor! Era como una colección de relatos ejemplares de la época medieval, un dogmático libro de texto para enseñar el verdadero credo. La censura del sueño fue implacable.

El día en el que una de las últimas barreras que protegían el país se había derrumbado, terminó con otro acto violento más dirigido contra la policía: justo al dar las doce en el reloj de la pared, Lars-Erik Hassel lanzó un póstumo ataque contra Paul Hjelm, que despertó cuando la esquina derecha de la novela El parásito de la sociedad le dio en la ceja izquierda.

La visita a Suecia del Asesino de Kentucky entró en su segundo día.

8

Arto Söderstedt vivía con su mujer y sus cinco hijos en un piso del centro de la ciudad, y le encantaba. Además, estaba convencido de que a los niños, desde el de tres años hasta el adolescente de trece, también les gustaba mucho. Cada vez que los llevaba a la guardería o al colegio se veía rodeado de padres que se atormentaban con la idea de que el mayor sueño de cualquier niño era poseer un jardín propio donde jugar. Le intrigaban los mecanismos psicosociales que provocaban esa constante mala conciencia entre la mayoría de los padres que vivían en el centro.

Sin embargo, entre los padres que residían en las afueras la actitud era otra: todos, sin excepción, se esforzaban al máximo para convencer al resto del mundo de que habían encontrado el paraíso en la tierra. Un estudio más minucioso del fenómeno solía revelar, por lo general, que aquel paraíso consistía en tres cosas: primero, poder echar a los niños al jardín y así no tener que aguantarlos; segundo, aparcar el coche con mucha facilidad; tercero, hacer barbacoas.

La tensa confrontación entre los representantes de la conciencia atormentada y los de la inflada autoestima a menudo acababa en otra mudanza hacia el norte, el sur o el oeste.

Söderstedt conocía de primera mano las dos realidades. Cuando el Grupo A se convirtió en una unidad permanente, la familia se trasladó desde una urbanización de chalets en Västerås hasta la calle Bondegatan, en el barrio de Södermalm, en pleno centro de la capital. No echaba de menos su anterior vida: la forzada relación con unos vecinos con los que no tenía nada en común, la autosuficiencia en la carrera por las posesiones, la fijación con el coche, las enormes distancias que había a todas partes, el pésimo transporte público, las fiestas de barbacoa, el inmóvil vegetar en casa, la artificial cercanía a la naturaleza, las previsibles conversaciones en torno a la manguera, el césped y las plantas que consumían más tiempo que agua, la tediosa arquitectura, desprovista de sentido histórico e imaginación, las desiertas calles y, sobre todo, la total ausencia de cultura. Y en cuanto a los niños, Arto Söderstedt había redactado una pequeña lista con argumentos a los que los padres que residían en el centro podían recurrir cuando se vieran acosados por los agresivos residentes del extrarradio con acusaciones de maltrato. Las imágenes de la infancia acompañan a una persona a lo largo de toda la vida, y si éstas consisten en parques infantiles, campos de grava y carreteras desiertas en vez de fachadas de edificios variados, torres de iglesias y gente, entonces eso constituye una razón de peso para vivir en la ciudad. Además, la probabilidad de recibir una buena educación es mayor, las visitas a museos y teatros son mucho más frecuentes, la oferta de actividades es enorme y los encuentros con gente de todo tipo son innumerables. En general, uno perfecciona la atención y la curiosidad intelectual de una manera que no tiene parangón fuera de la ciudad.

Sin embargo, ahora, paseando por Estocolmo, se le ocurrió que todos sus argumentos estaban dictados por una marcada mala conciencia.

¿Cuáles eran en realidad los estereotipos sociales en los que se basaba nuestra imagen de la felicidad?

Desde luego no ese piso de cuatro dormitorios en Bondegatan donde su familia de siete miembros vivía no tan holgada de espacio como querría. La cuestión era si eso tenía mucha importancia o no.

Como Anja se había encargado de llevar a los niños al colegio, Arto Söderstedt se dio el gusto de pasear hasta Kungsholmen. Tenía la sensación de que sería la última vez en mucho tiempo que se le brindaría esa posibilidad, así que al entrar en la comisaría esa bonita mañana de finales de verano se dirigió primero a la entrega de coches para sacar un Audi.

Con las llaves del coche en el bolsillo, entró en el ascensor y se miró en el espejo. «Otro verano más sin cáncer de piel», pensó, y buscó una madera que tocar. «Esta piel, tan blanca, que enrojece al primer contacto con el sol, la tenemos sólo los finlandeses y los ingleses», reflexionó, dejándose llevar por el cliché. Era cuatro de septiembre y acababa de dar el decisivo paso de cambiar el índice de protección solar 15, la variante infantil, por el 12.

Prefería el otoño.

Aunque quizá no este otoño.

Durante el caso del Asesino del Poder se había documentado sobre los asesinos en serie y, como solía ser habitual, sus intervenciones en las reuniones del grupo se habían convertido en conferencias. Desde entonces había hecho un esfuerzo por racionar esas charlas un poco más, pero sospechaba que la época de limitarlas había acabado; la última barrera de protección de Suecia se había derrumbado, y la criminalidad violenta de carácter internacional, por citar una fuente bien conocida, ya estaba aquí. Sin duda no se trataba de un fenómeno aislado.