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Conocía al Asesino de Kentucky; había leído sobre su caso y se acordaba vagamente de él. Fue uno de los primeros de una larga serie de asesinos que había estudiado.

Había algo raro en su modus operandi, algo que no encajaba con la imagen de un asesino en serie. Esas aterradoras tenazas… No sabía exactamente qué, pero algo no cuadraba. Necesitaba hablar directamente con Ray Larner, del FBI, aunque no tenía nada claro cómo puentear a Hultin. Era el mejor jefe que había tenido nunca, pero carecía de los conocimientos sobre los entresijos de la maquinaria jurídica que poseía Söderstedt. Cuando ejercía de abogado, uno de los mejores de Finlandia, había defendido a peces gordos de la peor calaña. Pero un día su conciencia no pudo más: abandonó su carrera, huyó a Suecia, entró en la Academia de Policía y se instaló tranquilamente como inspector en la pequeña ciudad de Västerås. Söderstedt pensaba que su experiencia de abogado, como una especie de álter ego del delincuente, podría resultar útil en este caso, pues estaba convencido de que para atrapar a un asesino en serie era necesario poder identificarse de alguna manera con él.

Estaba tan absorto en sus reflexiones sobre los padres que vivían en el centro y los asesinos en serie que no se dio cuenta de que llegaba tarde. No era algo habitual en él. Por lo tanto, le supuso una sorpresa bastante grande entrar en el «cuartel general» y encontrarse no sólo a todo el grupo reunido, sino también a Waldemar Mörner en persona ocupando la mesa de Hultin y tamborileando impaciente con los dedos.

La sorpresa fue tal que no pudo reprimir una carcajada espontánea. Un error. A Mörner, que presentaba un aspecto inmejorable, los acontecimientos de Arlanda no parecían haberle afectado en absoluto, pero la risa de Söderstedt le irritó y no la olvidaría con facilidad. Arqueó una ceja durante un breve y letal segundo. Luego volvió en sí.

– Espero que esto de llegar tarde no se convierta en una costumbre, inspector Söderstedt -dijo, adusto-. Estamos ante una misión de un calado desconocido en este país en los últimos tiempos. Pero tempus fugit, y nosotros con él. No permitamos que las cuatro denuncias derivadas de lo ocurrido en Arlanda afecten al trabajo, y pongamos todo nuestro empeño en intentar avanzar en la investigación.

– ¿Cuatro? -preguntó Nyberg.

– Ahora sí -replicó Hultin con su habitual tono neutro.

Mörner, que no se percató de lo que decían, siguió con voz cargada de fervor.

– Tras realizar un titánico esfuerzo en los pasillos de las altas esferas, he logrado acreditar que este caso se encomiende a las calurosas manos de ustedes, y albergo por consiguiente el deseo profundo de que sepan corresponder a la confianza que les ha sido depositada. Resulta imperioso un despliegue de máxima fuerza. ¡Amplíen los horizontes! ¡Alcen las miradas! Su capital se halla afianzado en las visiones del grupo directivo, por lo que el futuro se presenta luminoso. Al final del túnel la luz se estratifica. Por delante de la pesada carga se esconde una sincera recompensa. Carpe diem, aprovechen el momento, repartan sus gracias. ¡A por todas, caballeros! Y la dama también, naturalmente. El bienestar de Suecia descansa en sus cunas.

Tras pronunciar esas reconfortantes palabras llenas de sabiduría, Mörner salió precipitadamente de la sala con los ojos clavados en el reloj.

Se hizo un silencio absoluto. Como si el idioma hubiese entrado en estado de shock. Tras ese discurso ninguna palabra sería inocente; cualquier comentario podría convertirse en un arma homicida dirigida al corazón de la lengua sueca.

– Con amigos así, no hacen falta enemigos -dijo al final Hultin, recurriendo sabiamente a un refrán para normalizar el estado lingüístico. Luego continuó-: He pasado la noche con el Asesino de Kentucky.

– Entonces no debería ser demasiado difícil localizarlo -intervino Söderstedt, quien aún no se había recuperado del todo.

Hultin lo ignoró por completo.

– Encontraréis un resumen en vuestros despachos. El material es ingente, aunque en algún lugar se esconde la relación con Suecia. En realidad no he dado con nada nuevo, pero si tenéis un momento estudiadlo, por favor. No obstante, me temo que va a ser necesario que nuestro hombre empiece a actuar para que tengamos algún hilo del que tirar.

– ¿Y si ha venido aquí para jubilarse? -aventuró Nyberg, que no veía la hora de retirarse del mundo laboral-. Entonces nos quedaríamos aquí con los brazos cruzados hasta que también nos tocara a nosotros.

Ésa era una idea que no le desagradaba a Gunnar Nyberg. Durante la caza del Asesino del Poder le habían disparado en el cuello. Fue un momento crítico: el cantante de coro a punto estuvo de haber entonado su última canción. Sin embargo, tras seis meses de convalecencia, pudo volver al coro de la iglesia de Nacka. Su voz de bajo se había profundizado aún más, adquiriendo un timbre con mayor registro, y Nyberg cantaba con júbilo, no tanto por la bondad de Dios, aunque puede que también la tuviera presente, sino por la gratitud de no haber perdido la voz. Las tenazas del Asesino de Kentucky, que atacaban las cuerdas vocales, representaban para Nyberg el mismísimo tridente del diablo. Corría el riesgo de involucrarse personalmente de una forma que ahora quería evitar, en espera de la jubilación; el problema era que para eso todavía le quedaban otros veinte años.

– Llegó aquí con las manos manchadas de sangre -continuó Hultin-. No creo que sea la mejor manera de retirarse. Podría haber pasado desapercibido al entrar en el país, pero el deseo de matar fue más fuerte. No, tiene algún tipo de objetivo…

– Le he estado dando vueltas a eso -comentó Kerstin Holm, la otra cantante eclesiástica del grupo.

Iba vestida de negro, como siempre, con una pequeña falda de cuero ante la que Paul Hjelm era incapaz de permanecer indiferente. La paz hogareña de la noche anterior parecía haber abierto las puertas prohibidas a lo que pasó hacía ya un año. De repente, no podía dejar de pensar en Kerstin y en cómo se encontraría. ¿Quién sería el nuevo hombre en su vida? ¿Qué opinaría de él ahora, un año después? La relación que mantuvieron había sido intensa pero irreal. ¿Le odiaba? A veces creía que sí. ¿La había dejado él? ¿O fue ella quien lo dejó? Todo permanecía envuelto en una niebla. «Misterioso», pensó.

Las palabras de Kerstin lo devolvieron al presente:

– Lo que busca un asesino en serie es, en gran medida, llamar la atención.

Sus intervenciones siempre se basaban en un razonamiento algo diferente. Femenino, quizá.

– Las víctimas deben ver a su verdugo, a poder ser durante bastante tiempo; y la gente de la calle debe ver a las víctimas y así, indirectamente, al asesino. Un asesino en serie no esconde a sus víctimas; si lo hace se trata de otra cosa, como en el caso de Thomas Quick. Por cierto, ¿sabemos algo sobre ese tema? ¿Alguna vez ha escondido a una víctima?

Hultin volvió a hojear sus papeles.

– No creo, al menos no recuerdo haber visto nada, pero si consideras que eso es importante estudia el material más detenidamente, a ver si encuentras algo.

– Creo que todos compartimos una vaga sensación de que algo no encaja del todo… Tiene una insaciable sed de sangre, pero permanece inactivo durante quince años. Se lleva un pasaporte falso al aeropuerto, pero no ha reservado ningún vuelo. Asesina a Hassel en uno de los aeropuertos más grandes del mundo, en plena hora punta y sin dejar rastro, pero no esconde el cadáver. Posee todos los atributos del clásico asesino en serie, pero al mismo tiempo hay algo en él más propio de un expeditivo sicario profesional. ¿Quería realmente llamar la atención? ¿O lo que pretendía era comunicarnos adónde se dirigía? Y si es así, ¿nos dejó también algún mensaje acerca del motivo por el cual venía a este país? Ya lo hemos comentado, pero esa combinación de asesino en serie y sicario no sólo me parece peligrosa, sino que también hay en ella algo que no cuadra…