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Con la posible delincuencia de los estadounidenses que visitaban el país pasaba lo mismo. El encargado de manejar los inexistentes hilos de ese asunto era Norlander, a quien le parecía excesivo el tiempo que le estaba llevando librarse del estigma de tonto. Un individuo que cometió la imprudencia de llamarse Reynold Edwins despertó la atención de Norlander, más por su nombre que por su actividad, que consistía en rondar por los institutos de Malmö buscando chicas para rodar películas porno. Tres hombres de negocios estadounidenses, que habían pagado por ciertos servicios sexuales en un club de Gotemburgo, manifestaron enérgicamente al ser arrestados estar en contra de que eso fuese ilegal. Un norteamericano sin identificar había encargado un duplicado no autorizado de una llave en el taller de un cerrajero en Gärdet; el propietario no llamó a la policía para denunciarlo hasta después de realizar la copia, de modo que al final la denuncia recayó en él mismo. Otro estadounidense sin identificar intentaba pasar hachís en Narvavägen, en la zona más chic de la ciudad; obviamente, su sentido de la orientación dejaba bastante que desear. Otro, ingenuamente, mostró sus partes en el parque Tantolunden y recibió una brutal paliza por parte de un equipo de fútbol femenino. Otro compró un velero con billetes de mil coronas hechos en una pésima fotocopiadora, pero el propietario del barco estaba tan borracho que no lo descubrió hasta el día siguiente, y para entonces el americano ya había conseguido la increíble hazaña de empotrarlo en un escaparate en el puerto de Vaxholm.

Y la lista seguía y seguía, carente de todo interés para la investigación.

Chávez se volvió cada vez más virtual, mientras que Söderstedt, al volante de su Audi, empezó a indagar en la identidad de los estadounidenses residentes en la ciudad. Hultin pasaba largas horas en caóticas reuniones de crisis con Mörner y el director de la Dirección General de la Policía; también se entretenía imaginando a Mörner como joven comunista poniéndole trabas a la KGB.

Kerstin Holm estudiaba en profundidad la documentación proporcionada por el FBI, pero las descripciones de las víctimas de los años setenta habían palidecido de forma considerable, y su hipótesis sobre la implicación de la KGB se enfriaba notablemente. Constató, no sin cierto interés, que Hjelm pasaba a verla con más frecuencia de la habitual. Seguían dándole vueltas a la teoría, aunque sin llegar más allá de lo que habían hecho en ese minuto de esfuerzo asociativo cuando engendraron su común hipótesis, por la que nadie parecía dar un duro. Ante la ausencia de su compañero de despacho, perdido en el mundo virtual, Hjelm buscaba la compañía de Kerstin. Le sorprendió un poco que fuera precisamente la mejoría de la relación con Cilla, su mujer, lo que hubiera hecho que se acercara más a Kerstin. Quería preguntarle tantas cosas… Pero todo se quedó en indirectas y vagos intentos, como cuando le hizo escuchar la grabación de las conversaciones que había tenido con las dos ex mujeres de Lars-Erik Hassel. En la primera se decía lo siguiente:

– Ustedes estuvieron casados durante una época muy marcada por la política, ¿verdad?

– Política… bueno…

– Su ex marido estaba muy comprometido con los más débiles de la sociedad…

– Sí…, bueno, no sé…

– Se podría hablar de un compromiso firme, auténtico.

– Sí…, supongo…, bueno… ¿Adónde quiere ir a parar?

– Y luego el profundo compromiso en su obra literaria.

– ¿Lo dice con ironía?

Un desastre de entrevista que, como era de esperar, tuvo como merecido premio una ceñuda mirada de Kerstin.

Hizo avanzar la cinta hasta la segunda esposa, la mujer joven que abandonó a Hassel antes de que éste hubiera visto a su segundo hijo.

– ¿Vio mucho a su hijo después de la ruptura?

– Sí…, bueno…

– Porque lo llegó a conocer, ¿no?

– No, no creo que pueda decirse eso. No estoy del todo segura de que fuera consciente de su existencia.

Rebobinó y volvió a la primera mujer.

– ¿Tenía enemigos?

– Bueno, tanto como enemigos… Pero es verdad que resulta difícil ser crítico literario durante mucho tiempo sin despertar algún odio, eso está claro.

– ¿Alguien en particular?

– A lo largo de los años habrán sido dos o tres. Y últimamente, tengo entendido que algún loco le estaba amenazando por correo electrónico.

– ¿Amenazando?

– Sí, por e-mail.

– ¿Y cómo lo sabe? ¿Lo seguía viendo?

– Me lo dijo Laban. Se veían todos los meses.

– ¿Laban es su hijo?

– Sí. Me dijo que algún chiflado no paraba de mandarle e-mails. Eso es todo lo que sé.

Hjelm volvió a hacer avanzar la cinta hasta la segunda mujer, que todavía era muy joven.

– ¿Cuántos años tiene su hijo?

– Seis. Se llama Conny.

– ¿Por qué dejó a su marido? Todo fue muy rápido, ni siquiera pudo ver a su hijo.

– No tenía las más mínimas ganas de verlo. Rompí aguas mientras él hacía las maletas para ir a la feria del libro de Gotemburgo. Llamó a dos taxis: uno para que lo llevara al aeropuerto y el otro para que me condujera al hospital Karolinska. Muy galante, ¿no le parece? Luego, en la feria, mientras nacía su hijo, se tiró a toda la que se le puso delante. Igual hasta engendró otro antes de que saliera el primero. Siempre con un pastel esperando en el horno.

– ¿Cómo lo sabe? ¿Cómo sabe que él… se mostró tan activo sexualmente en Gotemburgo?

– Me llamó una periodista, una compañera suya. No me acuerdo del nombre.

– ¿La llamó? ¿Al hospital? ¿Para comunicarle que su marido se follaba a toda la que se pusiera a tiro? Eso sí que es tacto.

– Sí. O, mejor dicho, no; tacto no.

– ¿No le pareció raro?

– Sí, supongo que sí. Pero ella sonaba muy convincente y yo, claro, cuando él se fue, comprendí que nuestra relación se había acabado. Él tenía bastante con un hijo. No habíamos planeado tener a Conny, pero yo no quería abortar.

– ¿Y no recuerda cómo se llama esa periodista?

– Estoy bastante segura de que su nombre era Elisabeth. Luego no sé. ¿Bengtsson? ¿Berntsson? ¿Baklava? ¿Biskopsnäsa?

Hjelm volvió a rebobinar enérgicamente mientras Kerstin le observaba con una ceja alzada.

– ¿Sabe si esos correos amenazantes todavía están en su ordenador?

– No. Lo único que sé es lo que dijo Laban: que a Lars-Erik le habían sentado muy mal. No me lo acabo de creer, pero eso fue lo que dijo.

– ¿Cuántos años tiene Laban?

– Veintitrés.

– ¿Vive en casa?

– Tiene un apartamento en Kungsklippan, si quiere verificar el testimonio o como se llame… Laban Jeremias Hassel.

– ¿A qué se dedica?

– Se va a reír -hubo una pausa -: estudia literatura comparada.

Hjelm volvió a parar la grabadora y estaba a punto de hacer avanzar la cinta de nuevo cuando Kerstin lo detuvo.

– Ya vale, ¿no? -dijo.

Él la miró extrañado, como si estuviera en otro planeta. Con desgana, paró y regresó a este mundo. Se dejó caer en la silla enfrente de ella y recorrió la estancia con la mirada. Estaban en el despacho que Kerstin Holm compartía con Gunnar Nyberg, la habitación de los cantantes corales, una estancia bañada por la sosegada pero fría luz otoñal que se filtraba por las ventanas entreabiertas. Aquí se entretenían practicando escalas y cantando a capela; él con la firme voz de bajo, ella con el velado alto. Hjelm lo comparó con su propio despacho, donde Chávez siempre navegaba por internet y donde la conversación últimamente versaba más que nada sobre fútbol. Acusaba la falta de vida espiritual. Necesitaba un poco de John Coltrane. Y tal vez debería volver a Kafka, por mucho que se hubiera devaluado la literatura en los últimos días.

Pero lo que necesitaba más que nada era decirle algo a Kerstin.

El problema era que no sabía muy bien qué.