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Les hacía falta un sólido asesino en serie. De categoría internacional.

Paul Hjelm se quedó embobado mirando la mañana inmóvil, atento a cómo una pequeña hoja, una de las pocas amarillas que había, temblaba y caía al suelo de hormigón del tedioso patio. Se sobresaltó, como si hubiese sido la premonición de un huracán, y volvió en sí. Con un par de zancadas se plantó delante de un pequeño espejo descascarillado que colgaba de la pared del anónimo despacho y contempló el grano que tenía en la mejilla.

Le había salido durante la caza del Asesino del Poder, y una persona entonces muy cercana había dicho que parecía un corazón. De eso hacía mucho tiempo. Ella ya no estaba cerca, y a la que sí lo estaba el grano le resultaba más bien asqueroso.

Recordaba el caso de los Asesinatos del Poder con una mezcla de melancolía y sensación de irrealidad. Fue una época rara, una extraña mezcla de éxito profesional y catástrofe personal. Una experiencia dolorosa, como no podía ser de otra manera.

Su mujer, Cilla, lo había dejado. En medio de una de las investigaciones criminales más importantes de todos los tiempos en el país, se había quedado solo con los niños en el chalet adosado. Tuvieron que cuidar de sí mismos mientras él se dejaba absorber cada vez más por el caso y hallaba en los brazos de una compañera de trabajo un consuelo erótico de doble filo. Todavía le resultaba difícil separar lo que realmente había ocurrido entre ellos de lo que sólo había pasado en su imaginación.

Pero en cuanto el caso se resolvió, el tren de la vida volvió a encarrilarse en la vía de la rutina, tal y como él solía decirse en sus momentos líricos; un vagón tras otro, se fueron incorporando desde las vías muertas a los raíles principales, hasta que la vieja locomotora Hjelm recuperó su aspecto habitual. Cilla regresó, la vida familiar se normalizó, a los integrantes del Grupo A -en particular, a él mismo- los proclamaron héroes y el grupo se ganó la condición de fijo; Paul Hjelm fue ascendido, consiguió un horario de trabajo normal y se hizo amigo íntimo de un par de compañeros; la compañera se buscó otro hombre, se reinstauró la calma y todo el mundo feliz y contento.

Sin embargo, tanta tranquilidad y alegría debían de haberle provocado una sobredosis, porque un día, de repente, después de unos seis meses -el tiempo que tardaron en atar todos los cabos sueltos y conseguir un veredicto- vio, corno si el encuadre del zoom de una cámara se ampliara abruptamente, la línea principal por la que avanzaba el convoy convertida en la vía de un tren eléctrico de juguete y los extensos paisajes e interminables cielos reducidos al suelo, las paredes y el techo de cemento de un pequeño sótano. Y en lugar de encaminarse a toda marcha hacia el horizonte, el tren no hacía más que repetir el mismo circuito.

A medida que el trabajo del Grupo A empezaba a ser cuestionado, le entraron toda una serie de dudas. Le parecía que la vuelta a los viejos carriles trillados era sólo una puesta en escena; como si todo fuese una construcción chapucera, como si no hubiese ningún fundamento bajo las vías del tren y la menor ráfaga de viento las fuera a arrancar de cuajo.

Hjelm se contemplaba en el espejo. En torno a los cuarenta, el típico cabello sueco, rubio, cada vez con más entradas: un aspecto bastante convencional. A excepción del grano, del que acababa de quitar un trocito de piel y al que echó un poco de crema antes de volver a la ventana. La mañana seguía inmóvil. La pequeña hoja amarilla permanecía quieta en el lugar exacto donde había caído. Durante su ausencia, ni un solo soplo de aire se había abierto camino por el patio. Les hacía falta un sólido asesino en serie. «De categoría internacional», pensó Paul Hjelm antes de volver a sumirse en su orgía autocompasiva.

Cilla volvió, cierto. Él volvió, cierto. Pero ni en una sola ocasión habían hablado de lo que hicieron y sintieron durante la separación. Al principio lo había considerado una señal de mutua confianza, aunque luego le afloró la sospecha de que se había abierto una brecha insalvable entre ellos. ¿Y cómo estaban en realidad los niños? Danne tenía dieciséis años, Tova, casi catorce, y a ratos, cuando conseguía captar sus evasivas miradas, Hjelm se preguntaba si ya habría consumido todo el capital de confianza que tenía. Ese extraño verano hacía ya más de un año, ¿habría dejado huellas que perturbarían sus vidas mucho después de su propia muerte? La idea le producía vértigo.

Y la relación con Kerstin Holm, su compañera de trabajo, también parecía haber entrado en una nueva fase. Se cruzaban varias veces al día y cada nuevo encuentro era más tenso que el anterior. Tras el intercambio de miradas se ocultaban unos abismos que tampoco habían sido explorados, pero que lo pedían a gritos. Ni siquiera la buena relación que tenía con su jefe, Jan-Olov Hultin, y con sus compañeros Gunnar Nyberg y Jorge Chávez se le antojaba del todo igual que antes. El pequeño tren de juguete daba una vuelta tras otra en su circuito cerrado.

Y luego esa terrible sospecha: que el único cambio que se había producido era el suyo propio. Porque él sí había cambiado de verdad. De pronto, se dio cuenta de que escuchaba música a la que nunca se había acercado antes y de que se enganchaba a libros que hasta hacía poco ni sabía que existían. Echó un vistazo a su mesa, donde un reproductor de CD portátil y un desgastado libro de bolsillo se arrimaban lomo contra lomo. En el reproductor había algo tan misterioso como Meditations, de John Coltrane, uno de los últimos discos del maestro, una extraña mezcla de salvaje improvisación y quieta devoción. El libro era América, la novela de Kafka que menos atención había despertado, pero en cierto sentido la más curiosa. Paul Hjelm nunca olvidaría los acontecimientos que se desencadenan en esa historia cuando el joven Karl, a punto de desembarcar en el puerto de Nueva York, cae en la cuenta de que se ha dejado el paraguas y regresa al barco. Estaba convencido de que era precisamente ese tipo de escenas las que uno vuelve a ver en el momento de la muerte.

A veces echaba la culpa a los libros y a la música por la recurrente visión del tren de juguete. Quizá hubiese sido más feliz si a su alrededor siguiera viendo extensos paisajes abiertos y largas rectas.

La mirada volvió al patio. La pequeña hoja amarilla yacía todavía en su sitio. Todo permanecía quieto.

De repente, sin previo aviso, la hoja se elevó en espiral como llevada por un torbellino; se desprendieron más hojas, tanto amarillas como verdes, y representaron una impetuosa y abigarrada danza entre las fachadas del patio. Luego todo cesó, tan repentinamente como había empezado, y el solitario remolino de aire siguió su camino, invisible, dejando tras de sí unas cuantas hojas abandonadas en medio del triste cemento.

La puerta se abrió de golpe y entró Jorge Chávez. La presencia de ese enérgico treintañero al que Hjelm tenía como compañero de despacho le hizo sentirse diez años mayor. Pero estaba dispuesto a aceptarlo, pues Chávez se había convertido en uno de sus mejores amigos. Había llegado al Grupo A desde el distrito de Sundsvall, donde se había autoproclamado el único poli sudaca de toda la provincia de Norrland. En realidad había nacido en Estocolmo, hijo de refugiados chilenos residentes en Rågsved. Hjelm nunca había entendido cómo Chávez había logrado aprobar las pruebas físicas para entrar en la Academia: medía como mucho uno setenta. Por otra parte, se trataba de uno de los policías más agudos y sin duda el más vital que Hjelm había conocido. Además, era bajista profesional de jazz.