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– ¿Por qué no me lo resumes? -sugirió ella.

Él la contempló. Ella no desvió la mirada. Ninguno de los dos entendía la mirada del otro.

– Debemos hacer tres cosas -contestó Hjelm de forma profesional-: una, visitar al hijo, Laban Hassel, de veintitrés años, que estudia literatura comparada. Dos, averiguar algo más sobre Elisabeth no sé qué, la colega chivata que llamó al hospital. Tres, investigar si los correos con amenazas siguen en el ordenador de Hassel, en el de su casa o en el de la redacción.

– ¿Has estado en su casa?

– Sí, pero sólo fue una visita rápida. Y no me di de narices con ninguna pista sobre la KGB precisamente. Un piso grande, en Kungsholmen, decorado con buen gusto, con un ligero aire de apartamento de soltero. Y equipado con máquinas para hacer ejercicio. ¿Quieres echar un vistazo?

– No, tengo que comprobar una cosa. Saca a Jorge para que le dé un poco el aire.

Hjelm asintió con la cabeza. Ya desde la puerta echó una ojeada a la grabadora y vaciló un momento, pero decidió dejarla con Kerstin.

Ella observó el aparato unos instantes, miró la puerta cerrada y volvió a dirigir la vista a la grabadora.

Rebobinó la cinta hasta un punto intermedio entre los dos que Hjelm había alternado de forma tan frenética. Al cabo de un rato, la voz de Hjelm preguntó a la ex esposa:

– ¿Quién es su nuevo marido?

– ¿A qué viene esa pregunta? No veo la relación con este asunto.

– Sólo quiero saber con quién vive, ahora que no está con Hassel. Qué era lo que buscaba. Las diferencias. Nos puede proporcionar bastante información sobre él.

– Vivo con un hombre que trabaja en el sector de las agencias de viajes. Somos felices juntos. Trabaja mucho, pero no se lleva el trabajo a casa y cuando estamos juntos se dedica a mí. Llevamos una vida normal. ¿Era ésa la respuesta que buscaba?

– Creo que sí -dijo Paul Hjelm.

Kerstin Holm se quedó contemplando la puerta cerrada.

Durante mucho tiempo.

Hjelm consiguió llevarse a Chávez a la calle. Cogió la ocasión al vuelo cuando éste se quejó de lo mucho que le sudaba el trasero, de modo que poco después los dos ex héroes del caso del Asesino del Poder dejaban el edificio de la policía en manos de campeones más constantes, como Waldemar Mörner. No se había podido averiguar lo que pasó con la denuncia puesta por el reportero de la ABC, que sufrió, textualmente, «graves lesiones labiales» cuando Mörner le metió el micrófono por la boca. Sin duda, tragarse la denuncia habría sido bastante más digestivo.

En la calle, otra cristalina tarde veraniega desplegaba con generosidad sus encantos. El desapacible tiempo otoñal había llegado a Arlanda pero, al parecer, tardaba en bajar a Estocolmo; la analogía con el desarrollo del caso difícilmente se le escapaba a nadie.

Chávez todavía se daba el gusto de llevar su vieja americana de lino, cuyas necesidades de lavado eran más urgentes de lo que daban a entender sus tonos grises. Mientras iban caminando por Kungsholmsgatan, Chávez estiraba su pequeño pero compacto cuerpo latino.

– Internet -comentó con tono soñador al cruzar Scheelegatan-. Infinitas posibilidades. Y mierda infinita.

– Como la vida misma -apostilló Hjelm con filosofía.

Torcieron en Pipersgatan, subieron la cuesta con lentitud y enfilaron las empinadas escaleras que conducían a Kungsklippan, donde las hileras de edificios se disputaban las mejores vistas de la ciudad. Algunos daban a Rådhuset, la imponente sede de los juzgados, y al edificio de la policía -no precisamente los más atractivos-, otros lanzaban ávidas miradas por encima de la iglesia de Kungsholmen hacia la ribera del lago Mälaren y la bahía de Riddarfjärden; otros más miraban, con un ligero desprecio, en dirección al enjambre de la City para luego levantar la vista hacia la parte alta del barrio de Östermalm. En uno de estos últimos edificios estaba el apartamento del hijo de Lars-Erik Hassel, fruto de su primer matrimonio.

Llamaron al timbre. Al cabo de un rato apareció un joven que lucía una pequeña perilla, una camiseta sin mangas y pantalones holgados.

– La poli -constató inexpresivo.

– Eso es -replicaron los dos polis al unísono mientras mostraban sus placas-. ¿Podemos pasar?

– Supongo que decir que no sería como pegarse un tiro en el pie -comentó Hassel júnior dejando entrar a los dos ex héroes.

Era un pequeño estudio con cocina americana. Un estor deshilachado, azul marino, mantenía alejado el sol de finales de verano. Un ordenador irradiaba un resplandor azulado sobre las paredes más cercanas a la mesa. Por lo demás, la vivienda estaba sumida en la oscuridad.

Chávez tiró de la cuerda, y el estor subió con un quejido que recordaba al gemido que salió de la boca de Mörner cuando Robert E. Norton le pegó una patada en el culo.

– Veo que este estor no se sube con mucha frecuencia -constató Chávez-. Con estas vistas, igual deberías disfrutarlas de vez en cuando.

Por la ventana vio la colina de Kungsklippan precipitarse hacia la unión del islote de Kungsholmen con tierra firme.

– ¿Estabas empollando? -preguntó Hjelm-. Tu madre nos dijo que estudias literatura comparada.

Laban Jeremias Hassel entornó los ojos protegiéndose del ataque de sol que, al parecer, le resultaba demasiado violento, mientras en sus labios se dibujaba una pálida sonrisa.

– La ironía del destino…

– ¿En qué sentido? -preguntó Hjelm a la vez que levantaba una taza de café que estaba boca abajo en el minúsculo fregadero. Se arrepintió nada más hacerlo: los vapores mohosos por poco le tiran al suelo.

– Mi padre era uno de los críticos literarios más destacados de Suecia -respondió Laban Hassel contemplando impasible los aspavientos de Hjelm-. La ironía es que todo el mundo parece pensar que he nacido con un pan bajo el brazo, literariamente hablando. Pero mi interés por la literatura es más bien una forma de rebelión contra mi padre. No sé si se entiende -musitó antes de sentarse en un sesentero y deshilachado sofá morado.

El mobiliario no sólo era escaso sino también bastante cutre. Resultaba obvio que en esa diminuta casa vivía una persona sin demasiado interés por el mundo exterior.

– Creo que lo entiendo -dijo Hjelm, aunque no conseguía hacer que le cuadrara el moderno aspecto exterior del chico con ese caos que parecía dominarlo por dentro-. Tu forma de ver la literatura es diametralmente opuesta a la de tu padre.

– Él nunca le dio importancia a los estudios -murmuró Laban Hassel con los ojos fijos en una mesa de abedul que daba la impresión de estar podrida-. Para mi padre, la literatura era una manifestación de la decadencia burguesa. Por tanto, no hacía falta estudiarla. Sólo descalificarla. Y siguió pensando así mucho tiempo después de haberse aburguesado más que nadie.

– No le gustaba la literatura -constató Hjelm.

Por un instante, Laban alzó la vista para contemplar a Hjelm con cierto asombro. Luego la bajó de nuevo a la mesa.

– En cambio, a mí sí me gusta -susurró-. Sin ella estaría muerto.

– No has tenido una infancia feliz -continuó Hjelm con el mismo tono de voz, tranquilo y seguro, perfectamente modulado.

«La voz de un padre», pensó.

«O la de un psicólogo de pacotilla.»

– Desapareció muy pronto -dijo Laban demostrando con cierta claridad que esta situación no le resultaba novedosa; al parecer, ya llevaba bastantes horas de terapia en su haber. Volvió a empezar-: Desapareció muy pronto. Nos abandonó. Por eso se convirtió en un héroe para mí, en un mito personal. El gran pensador, famoso e inalcanzable. Cuantos más libros leía, más me fascinaba, pero con su obra decidí esperar hasta que me sintiera preparado. Entonces, la leería y todo me sería revelado.

– ¿Y fue así?

– Sí. Pero, al contrario de lo que me había imaginado, lo que se me reveló fue que lo suyo no era más que un barniz cultural.

– Aun así, mantuviste el contacto con él hasta el final.