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– Pues en Nueva York no, en todo caso -musitó ella.

– ¿Tanto le odiaba? ¿Cómo tuvo tiempo de redactar todos esos correos? ¿Lo hizo en horario de trabajo?

Elisabeth Berntsson levantó despacio sus gafas, desplegó con delicadeza las patillas y se las puso encima de la distinguida nariz. Cerró los ojos durante un momento para, finalmente, dirigirlos a Hjelm. Su mirada ya no era la misma.

– Lo correcto sería decir que lo quería. Los correos amenazantes casi acaban con él.

– ¿Así que contrató los servicios de un sicario para poner fin al sufrimiento?

– Claro que no.

– Pero él le contó de quién sospechaba, ¿verdad? Y usted lo borró todo para proteger a su asesino. Un comportamiento un poco raro teniendo en cuenta que usted quería a su víctima, ¿no le parece?

La mirada de Elisabeth Berntsson se llenó de determinación, pero no de una forma confiada, sino desesperada. No les contaría nada más.

Y así dijo más de lo que podría haber comunicado con palabras.

– Es personal -fue lo único que añadió.

Luego se derrumbó. Para gran asombro de todos los presentes, incluida ella misma, la tristeza reprimida le brotó a raudales en largas oleadas.

Cuando se levantaron, Hjelm se dio cuenta de que la mujer le caía bien. Habría querido consolada rodeándola con el brazo, pero sabía que el consuelo que él podría ofrecer no le habría servido de gran cosa. La pena tenía raíces muy profundas.

La dejaron en paz con su dolor.

En el ascensor, Chávez dijo:

– Una victoria pírrica. Se dice así, ¿no? Otra más de éstas y yo me rindo.

Hjelm permaneció callado. Intentaba convencerse de que estaba planeando el próximo paso. Pero en realidad estaba llorando.

Quien siembra sangre… ¿Qué habría querido decir con eso?

Cogieron un taxi hasta Pilgatan. Hubo un único intercambio de opiniones en el coche.

– Una suerte que no se fijara mucho en las horas -comentó Chávez-. Me equivoqué al menos en cinco minutos.

– De todos modos, no creo que tuviera la intención de dejarnos ir sin confesar -dijo Hjelm, y añadió en seguida-, pero estuviste cojonudo.

No hacía falta informar a Chávez de adónde se dirigían. Mientras subían la escalera del elegante edificio de Pilgatan situado entre Fridhemsplan y la plaza de Kungsholmen sólo le dijo:

– Te acuerdas de la contraseña, ¿no?

Chávez asintió con la cabeza. Al llegar al piso superior, Hjelm sacó un juego de llaves y abrió las tres cerraduras de la puerta que tenía el letrero con el nombre de Hassel. Entraron en lo que parecía un gimnasio; todo el enorme recibidor se había convertido en un espacio para hacer ejercicio.

En una vida anterior, Lars-Erik Hassel seguramente había sido un alquimista en busca de la fuente de la eterna juventud.

Pasaron la variante moderna de los matraces de cristal y las vasijas de cerámica, y llegaron al corazón de la modernidad: el ordenador, que estaba colocado sobre un antiguo escritorio en medio del salón. Chávez lo encendió y se acomodó en un grandioso sillón que hacía las veces de silla de trabajo.

– ¿Crees que usa una contraseña personal? -preguntó Hjelm mientras se inclinaba sobre su compañero hacker.

– En su casa, no creo -contestó Chávez-. Y si la usa, tenemos un problema.

Había contraseña. En la pantalla centelleaba un burlón «introduzca contraseña».

– Vamos a intentarlo con la misma que antes -dijo Chávez, y tecleó L-A-B-A-N.

El centelleo de la pantalla cesó y pudieron entrar.

– Es raro que padre e hijo vivan tan cerca el uno del otro -reflexionó Chávez mientras el ordenador arrancaba chirriando.

Hjelm miró por la ventana hacia el viejo y hermoso edificio de la Diputación Provincial, que parecía estremecerse bajo la sombra de una nube. Si la ventana hubiese tenido una orientación algo distinta podrían haber visto Kungsklippan, donde vivía el hijo.

Era como si el otoño hubiese llegado en una sola hora. Pesadas nubes avanzaban por un cielo cada vez más bajo. El viento barría el elegante jardín de la antigua casa de la Diputación, arrancando de los árboles tanto las hojas amarillas como las verdes. Unas gotas de lluvia se estrellaron contra el cristal de la ventana.

Mientras Chávez se ocupaba del ordenador, Hjelm inspeccionó el piso a fondo por primera vez. No sólo era una casa de la alta burguesía de finales del siglo XIX, sino que también daba la impresión de que Hassel hubiese pretendido recrear la decoración de esa época. En el salón, todos los detalles se habían calcado de una especie de estética Biedermeier. Le resultaba difícil vincular ese gusto decorativo tan burgués, exagerado hasta un punto casi caricaturesco, con el radical crítico devoraescritores.

– Mira por dónde -exclamó Chávez tras un rato hurgando en el disco duro-. Nos ha ahorrado todo el trabajo; tiene una carpeta que se llama «odio».

– Me lo imaginaba -dijo Hjelm mientras se acercaba al ordenador-. ¿Están los correos allí?

Una lista gigantesca se desplegó sobre la pantalla. En la barra inferior, en la esquina izquierda, ponía «126 objetos», y cada archivo contaba con una denominación numérica.

– Año, fecha, hora -indicó Chávez-. Todo perfectamente clasificado.

– Mira el primero.

Era un mensaje breve y conciso: «Malvado hijo de puta. Los restos de tu cuerpo se descubrirán en ocho lugares por toda Suecia, y nadie sabrá nunca que esa cabeza pertenece a esa pierna, que ese brazo va con esa polla. Porque ya no será así. Nos veremos. No te des la vuelta».

– Desde finales de enero -constató Chávez -. El último es del veinticinco de agosto.

– El mismo día que Hassel viajó a Estados Unidos -recordó Hjelm.

– Claro, después de marcharse a Nueva York no los guardó. Si siguieron llegando cuando Hassel estaba fuera, un dato, sin duda, bastante importante, es algo que no sabremos por culpa de Elisabeth Berntsson. Si el que los mandaba es el asesino, o contrató al asesino, debía saber que este correo sería el último que Hassel viera.

– Venga, vamos a echarle un vistazo.

El hostigador, sin duda, había perfeccionado su prosa durante los últimos meses. El último correo guardado rezaba: «Ahora has vuelto a intentar cambiar de dirección. Es inútil. Te veo, te veo siempre, y siempre lo haré. Sé que vas a ir a Nueva York, maldito hijo de puta. ¿Crees que allí estarás seguro? ¿Crees que allí no puedo llegar hasta ti? La muerte te pisa los talones. Van a encontrar los restos de tu cuerpo en todos los estados; la polla congelada en Alaska y el ano podrido de mierda enterrado en las cenagosas tierras de Florida. Voy a arrancarte la lengua y a destrozar tus cuerdas vocales. Nadie va a poder oír tus gritos. Lo que tú has hecho nunca se podrá deshacer. Te vigilo. Que disfrutes en el Metropolitan. Estaré allí, en la fila de atrás. No te des la vuelta».

Hjelm y Chávez cruzaron la mirada y vieron sus propias reflexiones reflejadas en los ojos del otro. Nueva York, Metropolitan: un conocimiento de detalles realmente llamativo pero, por otra parte, la información no debía ser demasiado inaccesible. «Destrozar las cuerdas vocales», y «nadie va a poder oír tus gritos»: la cosa se ponía interesante.

¿Cómo sabía el acosador, con una semana de antelación, que las cuerdas vocales de Lars-Erik Hassel serían neutralizadas para que nadie pudiera oír sus gritos?

– ¿Quién decía que esto no tenía nada que ver con el Asesino de Kentucky? -comentó Chávez con autosuficiencia.

– Retrocede un poco -fue todo lo que dijo Hjelm.

La concentración había reducido su campo de visión.

Una selección al azar de los ciento veintiséis archivos del «catálogo de odio» desfiló ante ellos: «Maldito hijo de puta. El más burgués de todos los burgueses. Tus abominables restos van a pudrirse en pequeñas latas de plata que se distribuirán entre tus amantes desechadas, a las que se obligará a masturbarse con tus órganos muertos».