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Gira a la derecha. Las siluetas tenuemente iluminadas de unos buques permiten adivinar hileras de oficinas y almacenes vacíos. Por lo demás, nada.

Deja el coche en un aparcamiento desierto y echa a andar con paso decidido hacia el agua. La lluvia le azota desde todos los lados pero no le afecta. Ve la puerta, la luz emana de dentro. No se oye ni un solo ruido. Quedan unos pocos pasos. Algo suena detrás de la puerta. La llave produce un leve tintineo al entrar en la cerradura. La gira, abre la pesada puerta, entra y la cierra tras de sí. Busca una toalla en la bolsa, la extiende en el suelo junto a la puerta, se pone encima y espera hasta que su ropa ya no gotea. Luego se cambia de zapatos, devuelve la toalla y los zapatos mojados a la bolsa, saca una linterna y baja por la escalera como el oscuro extremo posterior de un solitario haz de luz. Se detiene ante la puerta. Está rodeada por su halo resplandeciente. Allí se queda. No puede respirar.

Deja que la linterna barra el sótano. Nada ha cambiado. El montón de trastos en uno de los rincones, las provisiones de cajas meticulosamente apiladas en el otro, y un poco más allá la superficie vacía, el suelo de cemento siempre tan limpio, con el sumidero y la sólida, pesada, silla de hierro. Se cuela detrás de la última pila de cajas, se sienta con la espalda apoyada en la fría pared de piedra, apaga la linterna y aguarda.

Está delante de la puerta. Al otro lado algo llamea. Permanece allí. Aguarda.

Pierde la noción del tiempo. Pasan minutos, o segundos, quizá horas. Los ojos se acostumbran a la oscuridad y el húmedo sótano se le va revelando poco a poco. La puerta emerge, perfilándose con nitidez en la parte de arriba de la escalera, a una decena de metros. No desvía la mirada de ella.

El tiempo pasa. Todo está en silencio. Aguarda.

Una llave se introduce en la cerradura. Entran dos hombres, uno mayor y otro más joven. No es capaz de distinguir sus facciones. Mientras bajan por la escalera, hablan en voz baja pero enérgicamente en la lengua extranjera.

De repente algo ocurre. Sucede muy rápido. El hombre mayor presiona algo contra el cuello del más joven. Éste se desploma al instante. El individuo mayor lo arrastra hasta la pesada silla de hierro fundido; de una bolsa saca unas cuantas cuerdas de cuero y ata las piernas, los brazos y el tronco del joven. Luego vuelve a inclinarse para buscar en la bolsa.

En ese preciso instante abre la puerta y todo se le revela. La luz brota a raudales. Entra en el reino milenario.

El hombre mayor saca una enorme jeringa de caballo de la bolsa y con mano experimentada la introduce en el cuello del inconsciente individuo. Ajusta unos pequeños dispositivos situados en la parte superior del mecanismo.

Se estremece detrás de las cajas; casi las vuelca.

El hombre va colocando una serie de instrumentos quirúrgicos encima del suelo de cemento, todo en cuidadoso orden. Al final de la fila hay otro objeto grande que se parece a una jeringa.

Después empieza a abofetear al hombre, cada vez más fuerte, hasta que éste da un respingo. La cabeza se endereza. El cuerpo amarrado es presa de unas intensas sacudidas, pero la silla no se mueve. No se percibe ni un solo ruido.

El hombre mayor pronuncia algunas palabras sordas y se inclina para recoger la segunda jeringa. Cuando se pone de lado para inyectarla en el sitio exacto, una apagada luz procedente de un lugar desconocido cae sobre su rostro. Durante un instante todo se vuelve de una claridad absoluta.

Es entonces cuando se estremece de verdad. Una caja cae al suelo.

El hombre mayor se queda inmóvil. Acto seguido deja la jeringa en el suelo y se pone en movimiento. Se acerca rápido.

Ha llegado la hora, piensa, y sale de su escondite.

11

El minibús imitaba el planeo de un murciélago a través de la lluviosa noche. La visión nocturna activada, la noción espacial perfecta.

Aunque tal vez los murciélagos no planeaban.

¿Y era realmente visión nocturna lo que tenían?

Ojalá no se hubiera tomado ese último whisky.

– ¿Dónde coño estamos?

– Hostia, Matte, ¿por dónde cojones nos estás metiendo?

– ¡Joder, tío! Aquello se parece a la puta torre de Pisa. ¿Nos has llevado a España, capullo?

– ¡Italia, tío! ¡Italia! Qué ganas tengo de irme a Italia, Italia, Italia…

– ¡Cállate!

– Es la torre del gasómetro, gilipollas. Lo único que se inclina es tu cerebro.

– El cerebro inclinado de Skarpnäck.

– Más bien el minibús inclinado del puerto franco. ¡Menuda técnica en las curvas!

– ¿Adónde coño nos llevas? ¡Matte!

Matte volvió la cabeza.

Allí detrás había un follón impresionante. Mañana le tocaría pasarse todo el santo día recogiendo y limpiando. Las botellas se mezclaban con los palos de hockey y las difusas figuras tiradas en los asientos parecían apilarse unas encima de otras en una especie de orgía homoerótica.

– A Gärdet -respondió-. Es donde vives, Steffe. Por si se te había olvidado.

– ¡Pero si has dado la vuelta a todo el jodido barrio! No deberíamos haberte dejado conducir.

– Mira quién fue a hablar, el que suspendió seis veces el puto carnet.

– Venga, intenta no perderte ahora. Sé que eres de pueblo, pero alguna vez habrás pasado por Estocolmo, ¿no?

– ¿Qué? ¿Te suena?

– Es donde vive el rey. Para que te sitúes.

– ¿Vive en el Palacio Real? ¿O en el de Drottningholm? Ojo, que es una pregunta con trampa.

– ¿Y a ti qué coño te importa? ¿Le vas a mandar una carta de admirador?

– «Querido majestad el rey, por favor, ¿podría enviar una muestra del vello púbico de la princesa Victoria a un joven soltero enamorado, con raíces en la clase obrera del humilde pueblo de Säffle?»

– A la derecha. ¡Ahora, gilipollas!

– ¡Capullo!

Se hartó y giró a la izquierda sólo para fastidiar. Un generalizado murmullo de queja se extendió por el minibús.

– Pero ¿tú estás bien de la cabeza?

– ¡Cabronazo!

– ¡Mamón!

El minibús avanzaba a lo largo de un estrecho y oscuro camino que se dividía en cuatro; el conductor eligió uno de ellos al azar. Tenía la impresión de que en cualquier momento iban a darse de bruces con una valla metálica vigilada por un guardia fronterizo con pinta de macho guerrillero, cara de pocos amigos y un enorme puro en la comisura de los labios.

Pero no fue así. En su lugar, a unos cincuenta metros, divisó un viejo Volvo modelo familiar. Del tubo de escape salía humo. El coche impedía el paso.

Fue frenando hasta casi detener el vehículo. A unos treinta metros, descubrió a un individuo que se movía al lado del Volvo. Un pasamontañas le cubría la cabeza. El tipo metió algo en el maletero, rodeó el automóvil corriendo y arrancó derrapando. Tras disiparse el humo, Matte vio que algo yacía en el suelo. Un fardo muy grande con una forma inquietante.

Tres de los chicos medianamente sobrios se inclinaron hacia adelante, sobre los asientos.

– ¿Qué coño ha sido eso?

– ¿Un robo?

– ¡Mierda! ¿En qué puto lío nos has metido, Matte? Venga, nos largamos.

Dejó que el minibús se deslizara hacia adelante despacio, acercándose al bulto que había en el suelo. Los faros dieron vida a la lluvia que azotaba sin piedad la manta que envolvía el fardo.

Detuvo el minibús y salió a la intemperie. Los demás lo siguieron. Se inclinó y empezó a desenrollar la manta.