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– ¿Qué tenemos aquí? -preguntó.

Hultin lo miró, impasible, por encima de sus gafas de búho.

– Echa un vistazo tú mismo.

– ¿Agujeros en el cuello?

Hultin no dijo nada. Luego negó con la cabeza, provocando un profundo suspiro en Nyberg.

Se acercó al bulto envuelto en una manta que había en medio del estrecho camino. Un rostro blanco contemplaba los negros cielos nocturnos con ojos muertos. La lluvia golpeaba los iris sin interrupción.

Nyberg se inclinó y se apiadó del muerto. Le cerró los párpados y se quedó agachado observando el cadáver.

Se trataba de un varón de unos veinticinco años. Un chaval joven.

«Podría haber sido Tommy», pensó.

Y una repentina idea le hizo estremecerse. ¿Y si fuera su hijo? No lo habría podido reconocer.

Nyberg se sacudió el malestar, como un enorme bulldog bajo la intensa lluvia.

Miró el cuello desnudo. No tenía marcas. Pero distribuidos a la perfección en torno al corazón se veían cuatro agujeros de bala. Había perdido muy poca sangre. La muerte, sin duda, fue instantánea.

Incorporó su pesado cuerpo con un gemido y volvió junto a Hultin, que había conseguido que los papeles permanecieran completamente secos bajo la protección del paraguas.

– ¿Esto tiene algo que ver con nuestro caso? -quiso saber Nyberg.

Hultin se encogió de hombros.

– Es lo más prometedor hasta la fecha. Hay ciertos detalles…

Nyberg aguardó tranquilo a que Hultin continuara; ya no tenía sentido parapetarse bajo el paraguas de su jefe, estaba empapado.

– A las 3.12 llamó a la policía un guarda jurado de la empresa LinkCoop denunciando un robo en los locales de la firma. Para entonces, unos agentes ya estaban de camino porque poco antes, a las 3.07, la centralita había recibido una llamada anónima desde una cabina de la plaza de Stureplan. ¿Quieres escucharla?

Nyberg cabeceó afirmativamente. Hultin se inclinó hacia el interior de uno de los coches patrulla y metió una cinta en el reproductor.

Al principio sólo se oía ruido de fondo, después una acelerada voz masculina.

– La policía, por favor.

Silencio y ruido de fondo de nuevo, y luego una voz femenina.

– Policía. ¿Dígame?

– Hay un cadáver en el puerto franco -espetó la estresada voz.

– ¿Dónde? ¿Puede ser más concreto?

– No sé cómo se llama el camino. Es estrecho, casi al final, cerca del agua. Está tirado en medio de la calzada. No tiene pérdida.

– ¿Me puede indicar su nombre, por favor, y el lugar desde donde realiza la llamada?

– Eso ahora da igual. Un tipo con un pasamontañas estaba a punto de meter otro bulto igual en el maletero de su coche. Lo sorprendimos. Se marchó de allí a toda leche.

– ¿Marca del coche? ¿Matrícula?

Acto seguido sólo ruido de fondo y, de pronto, silencio total. Hultin sacó la cinta y la devolvió al bolsillo interior de la chaqueta.

– ¿Y eso es todo? -preguntó Nyberg.

Hultin asintió con la cabeza.

– Puede que se trate de un doble homicidio. Y el pasamontañas sugiere cierto grado de profesionalidad.

– Aun así no veo la relación con nuestro hombre -dijo Nyberg antes de cambiar de tema-. ¿Está el guarda por aquí?

Hultin hizo un gesto con la mano invitándolo a acompañarle. Se abrieron paso entre el enjambre de policías. El personal de la ambulancia se disponía a colocar el cadáver en una camilla; por el rabillo del ojo, Nyberg vio que estaba rígido como un palo.

Tras dar la vuelta a un par de hileras de naves llegaron a una garita de vigilante que había delante de unos almacenes pertenecientes a la empresa LinkCoop. Un logo poco menos que estrafalario, de alegres colores, titilaba encima de la entrada, ofreciendo un llamativo contraste con la tenue luz que se filtraba desde la garita.

Entraron. Un guarda uniformado estaba sentado tomando café con nada menos que tres agentes de la policía, también de uniforme.

– Qué bien vigiláis al vigilante -exclamó Nyberg.

– Salgan -ordenó Hultin con su habitual tono neutro.

Mientras los tres agentes se marchaban en fila india con el rabo entre las piernas, el guarda se apresuró a levantarse y se puso firme. Se trataba de un hombre joven que parecía rondar los veinte años, con la cabeza casi rapada y una masa muscular bien inflada. El olor a esteroides embistió el hipersensible olfato de Nyberg. Conocía el tipo a la perfección: comando especial en la mili, Brigada Paracaidista o Infantería de Marina, un profundo respeto por el orden jerárquico, abundante consumo de sustancias prohibidas, posiblemente unas cuantas solicitudes denegadas para entrar en la academia militar o policial, y una actitud no del todo tolerante para con inmigrantes, homosexuales, personas que cobran prestaciones sociales, fumadores, civiles, mujeres, niños, seres humanos…

Gunnar Nyberg se detuvo. Tuvo que esforzarse para no dejarse llevar por los tópicos y caer así en el mismo error del que seguramente sería culpable el estereotipo que tenía delante.

Al entrar salpicaron de agua la microscópica garita. Sin duda, el guarda se pasaba las noches ahí metido en compañía de una abundante selección de revistas de dudoso contenido, reflexionó Nyberg hundiéndose aún más en la ciénaga de los estereotipos. Ojalá, pensó, fuera un CD con el Réquiem, de Schnittke, o la revista Modern Art Forum lo que hubiera en el cajón que el guarda había cerrado con tanta rapidez. Por desgracia, lo que vislumbró bajo las diligentes manos del guarda fue el logo de una conocida revista porno.

Hultin hojeó sus secos papeles hasta encontrar lo que buscaba:

– ¿Benny Lundberg?

– Presente -respondió Benny Lundberg con una dicción ejemplar.

– Siéntese.

El guarda obedeció la orden y tomó asiento junto a su desgastada mesa, frente a la cual había ocho monitores de televisión que mostraban los interiores de unos almacenes sumidos en la más absoluta oscuridad. Los inspectores se acercaron cada uno un taburete, previamente calentado por un culo policial, y se sentaron. La intensa lluvia caía incansable sobre la pequeña garita.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Hultin.

– Cuando hice mi ronda habitual a las tres, advertí que habían forzado la puerta de uno de nuestros almacenes. Entré y descubrí que el local estaba en desorden, por lo que llamé enseguida a la policía.

-End of story? [5] -preguntó Nyberg.

– Yes -respondió Benny Lundberg con cara seria.

– ¿Han robado algo? -inquirió Hultin.

– Eso no lo sé. Pero las cajas estaban tiradas por el suelo.

– ¿Qué tipo de cajas? -preguntó Nyberg sin demasiado interés.

– Equipos informáticos. LinkCoop es una empresa de exportación e importación en el sector de la informática -contestó Benny Lundberg como si recitara la lección.

– ¿Echamos un vistazo al almacén? -propuso Hultin con la misma falta de interés que mostraba Nyberg.

El guarda lideró el camino a través de la lluvia hacia la fila de naves pertenecientes a LinkCoop. Al llegar a la entrada provista del absurdo logo, que no paraba de centellear, giraron a la izquierda y se acercaron a una puerta que formaba parte de una hilera de puertas idénticas situadas encima de un alargado muelle de carga y descarga. La zona ya se había acordonado con la cinta blanquiazul de la policía.

Como no había ninguna escalera cerca, subieron ayudándose con los brazos, lo que les supuso un considerable esfuerzo. Tras la puerta forzada, se encontraron con los mismos tres agentes que acababan de tomarse un café con el guarda en la garita. Quizá deberían haber previsto que sus superiores aparecerían por allí.

– Veo que la lluvia no os gusta mucho, chicos -constató Nyberg mientras recorría la estancia con la mirada.

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[5] «¿Fin de la historia?»