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– Sano como una manzana yacía sobre la mesa de autopsias… -recitó Söderstedt contando con que nadie le hiciera caso. Así fue.

– Estamos buscando posibles vehículos que podría haber utilizado -continuó Hultin-. Gunnar, tú te vas a hablar con los de LinkCoop sobre el robo. Las huellas dactilares se han enviado a la Interpol para una comprobación, y hemos llamado a algunos familiares de personas desaparecidas para ver si pueden identificar el cadáver. Viggo, tú a la morgue para tomarles declaración. Por lo demás, seguimos como antes.

En la práctica, seguir como antes significaba seguir esperando. Teniendo en cuenta las circunstancias, resultaba raro que todos salieran de la reunión con esperanzas renovadas. Nadie podía dar otra explicación que no fuera el olfato, característica que en realidad era la única que tenían en común y que había sido, en su momento, el factor decisivo que Hultin tuvo en cuenta cuando los eligió a dedo para formar parte del Grupo A.

Incluso Viggo Norlander, cuyo cometido, una vez más, podría entenderse como un castigo, se sentía animado, y no sólo por la convicción de que sus genes estaban en proceso de transmitirse a una nueva generación. Iba a pasarse el resto del día con familiares más o menos desesperados, que con toda probabilidad no volverían a reunirse con sus seres queridos, pero aun así también él se vio arrastrado por esa difusa sensación de expectación que se había generado.

Pasó por el despacho para coger su cazadora de cuero, una prenda perfectamente acorde con la moda, pero quizá no del todo con su edad. Hasta el día en el que la mafia rusa lo clavó en el suelo en Tallin, Norlander había sido un modélico funcionario policial, correctamente trajeado en todo momento, que enarbolaba una imperturbable fe en el sistema, en la cadena de mando y en el orden social. Sin embargo, durante la investigación de los Asesinatos de Poder le resultó cada vez más evidente que se había criado en un mundo diferente al actual, con valores que ya habían pasado de moda. Fue cobrar conciencia de eso lo que al final provocó la desesperada medida de obviarlo todo y marcharse a Estonia para intentar resolver el caso por su cuenta. La estigmatización de la que fue objeto no se borraría jamás de sus extremidades. Los contundentes martillazos pusieron un drástico fin a la era de confianza de su existencia: ya nunca se fiaría de nadie más que de sí mismo, y ni siquiera eso lo haría totalmente. Se refugió en el género femenino, por el que hasta entonces no había sentido especial interés; la barriga cervecera desapareció y el mismo destino corrieron la calva y el traje de funcionario, que fue sustituido por los jerséis de cuello vuelto y esa cazadora de cuero que había ido a buscar.

Su compañero de despacho, Arto Söderstedt, ya se había sentado delante del ordenador, pero su mirada se dirigía mucho más allá, hacia el desapacible ambiente otoñal del exterior. Aunque empezaron como antagonistas, hacía ya bastante que se habían convertido en buenos amigos, quizá sobre todo porque no tenían absolutamente nada en común, lo cual les pareció un excelente punto de partida para la amistad. Tras despedirse con un gesto de cabeza apenas perceptible, Norlander cogió su chupa de cuero y se marchó hasta el garaje subterráneo donde estaba aparcado el Volvo que le habían asignado. Se puso al volante y salió a Bergsgatan, que más que una calle parecía el río Torne en plena crecida. Un torrente otoñal bajaba hacia Scheelegatan. Viggo Norlander condujo a contracorriente hasta la plaza de Fridhemsplan, para después continuar en dirección al hospital de Karolinska.

En un futuro no demasiado lejano cumpliría los cincuenta. Hacía casi treinta que se había casado, aunque el matrimonio duró poco, un par de miserables años. Desde entonces toda relación con el otro sexo se había mantenido en barbecho, para brotar ahora con fuerza, síntoma de una severa crisis de los cincuenta que se manifestaba en decenas de líos de una noche con escaso criterio de selección. Hasta la madrugada anterior lo había atribuido al renacer de un deseo sexual reprimido, aunque ahora empezaba a sospechar que se trataba del reloj biológico. Sentía que estaba en el extremo de una cadena infinita de antepasados humanos que se remontaba desde el propio Norlander hasta el mismísimo Adán. Cada uno llamaba al sucesor dándole golpecitos en el hombro, que se transformaban en un imperioso tictac biológico. Todos alzaban al unísono sus atronadoras voces: «No dejes que se acabe contigo. No rompas el linaje. No te conviertas en el último». Y aunque no se hubiese planteado nunca ser padre, ahora esa idea le obsesionaba: iba a ser padre, quería serlo, tenía que serlo. Y debía agradecérselo a esa extraña mujer que pasó como una brisa refrescante por su apartamento de soltero, se dejó fecundar y desapareció en la intemperie otoñal. Todo en apenas quince minutos. Ahora llevaba su simiente dentro de ella, de eso estaba seguro. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que lo había visto en su cara ya en ese momento.

Además, la situación era perfecta. Sus genes se perpetuarían, la llamada de sus antepasados se acallaría, y sucedería sin que él tuviera que participar en las fatigas de la paternidad. A lo sumo, su hijo, premio Nobel, lo hallaría en un geriátrico tras haberse dado cuenta, de repente, de dónde procedía su excepcional talento y de haber invertido toda su inteligencia, y una gran parte de su enorme fortuna, en encontrar a su padre antes de que éste falleciera para arrodillarse ante él y darle las gracias.

La bocina de un camión lo devolvió de forma brutal a la realidad, o sea, a su propio carril de la carretera, y eso le permitió coger en el último momento el desvío que le llevaría al hospital Karolinska, donde el desconocido cadáver esperaba su gloriosa llegada.

Viggo Norlander atravesó pasillos no muy diferentes a los del edificio de la policía, bajó al tristemente célebre sótano y allí lo recibió una enfermera no demasiado cordial, sin duda también enviada allí como castigo; acto seguido se encontró ante el legendario forense Sigvard Qvarfordt. Se trataba de un caballero de setenta y cinco años como poco, eminente y desastrado a partes iguales como sólo los investigadores y los forenses pueden permitirse ser dentro del cuerpo médico, pues el riesgo de que los pacientes se quejen es muy pequeño. El señor Qvarfordt llevaba mucho tiempo en su cargo y era conocido por sus macabros y trillados chistes. Soltó uno enseguida, nada más ver a su visitante.

– Norlander, qué sorpresa. ¿Y el volante con la cita?

– No, no traigo volante, y sabe muy bien por qué estoy aquí -respondió con sequedad Norlander.

Qvarfordt agitó en el aire una pequeña bolsa de plástico, haciendo sonar su contenido.

– Los efectos personales del finado -anunció, y se los entregó al policía-. A esto le llaman viajar ligero de equipaje. Por lo demás, no tengo nada nuevo que añadir. Un joven sanote, cuya última cena debe de haber consistido en unas hamburguesas no especialmente ligeras. Con miel, por raro que pueda parecer. La defunción se produjo entre las doce de la noche y las tres de la madrugada; imposible ser más exacto. Cuatro tiros que le atravesaron el corazón. Muerte instantánea. Su reloj de pulsera no se paró en ese mismo momento, desgraciadamente -añadió mientras señalaba la bolsa con el dedo.

Por indicación del forense, Norlander se sentó en un banco junto a la entrada de la sala y, provisto con el informe de la autopsia, esperó la llegada de los posibles familiares.

En total pudo hablar con seis de los visitantes antes de marcharse. Los primeros fueron los Johnsson, una pareja mayor cuyo yerno llevaba un par de semanas desaparecido. La visita no era más que una formalidad, puesto que en los papeles de Norlander se informaba de que el yerno, con toda probabilidad, se había largado con la cuantiosa fortuna de su esposa a Bahrain, donde había montado un harén cuyo mantenimiento le estaba costando un ojo de la cara.