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Los gestos de la pareja Johnsson mudaron de la esperanza a la desesperación al contemplar al fallecido y verse obligados a responder negativamente. Al parecer, nada podría haberles dado mayor alegría que ver al yerno en ese macabro entorno.

Norlander observó el cadáver por primera vez. Tendido en la gélida y desnuda sala, las paredes cubiertas por hileras de puertas frigoríficas, irradiaba cierto brillo blanquecino que reflejaba la desoladora luz de los tubos fluorescentes. Le llamó la atención el aspecto corriente del joven. No tenía ni un solo rasgo distintivo. «Si hubiera que elegir a un prototipo de hombre para enviar su foto al espacio con la Voyager como representante masculino del Homo sapiens, este joven sería idóneo para el papel», pensó Norlander con asombro.

Después se presentó una pareja cuyos hijos habían desaparecido en los años setenta, cuando todavía eran unos niños; personas de ese tipo que nunca se rinden, que nunca pierden la esperanza. Norlander se compadeció de ellos y su caso le afectó profundamente: toda una vida marcada por la impotencia y por la negativa a aceptar la evidencia de los hechos.

Luego siguió una larga espera. Norlander aprovechó para leer el informe de la autopsia y vaciar la bolsa de plástico que contenía las pertenencias del muerto. Había tres objetos: un Rolex falso que, en efecto, seguía marcando la hora; un largo tubo con monedas de diez coronas, y una llave lisa que parecía recién hecha. Nada más. No le sugería nada. Y justo por esa razón encajaba tan bien con el aspecto general del cadáver.

Más tarde llegaron dos mujeres, una tras otra en rápida sucesión; su hijo y su marido, respectivamente, habían desaparecido la noche anterior. Ésa fue una experiencia muy distinta. La angustia provocada por los pocos segundos que se necesitaron para sacar el cadáver del frigorífico se vio reflejada en la inescrutable oscuridad de aquellos ojos femeninos. La primera fue Emma Nilsson; su hijo tenía que haber vuelto de la clínica de desintoxicación la noche anterior, pero no aparecía. Norlander sabía ya de antemano que la descripción no encajaba con el muerto, y sin embargo acompañó a la mujer, cuya espalda se había encorvado de forma prematura por culpa de la exagerada carga que se veía obligada a llevar. Su gesto negativo con la cabeza resultó liberador, casi feliz: aún había esperanza.

Con Justine Lindberger fue diferente. Se trataba de una mujer joven y bella, diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores, cuyo marido -también diplomático y joven- no había regresado a casa la noche anterior. Permaneció inmóvil esperando a que se sacara el cuerpo, irradiando una desesperación absoluta, una completa convicción de que iba a ver a su marido asesinado. Cuando no resultó así, se derrumbó. Los torpes intentos de consuelo por parte de Norlander no sirvieron de nada, por lo que acabó pidiendo ayuda al personal de psiquiatría, que le administró una buena dosis de tranquilizantes. Cuando Norlander se sentó de nuevo en su banco, notó que estaba temblando.

La última persona citada era Egil Högberg, un viejo piragüista de la provincia de Dalsland, especialista en descenso de rápidos, al que le habían amputado las dos piernas. Iba en silla de ruedas acompañado por una joven auxiliar de enfermería que le había bajado desde la planta de geriatría.

– Mi hijo -balbuceó con una voz trémula que salía de su desdentada boca-. Tiene que ser mi hijo.

Norlander hizo un esfuerzo para ignorar el repulsivo aliento de Högberg y se volvió hacia la joven auxiliar, quien, sin dejar de masticar chicle, puso los ojos en blanco en un gesto irónico. Dejó pasar a la extraña pareja y abrió la cámara frigorífica.

– Es él -constató Högberg tranquilo, y puso su mano reumática contra la mejilla gélida del muerto-. Mi único hijo.

La chica le dio unos ligeros golpecitos en el hombro a Norlander indicándole que salieran y dejaran a Högberg solo con el muerto. Una vez cerrada la puerta de la morgue la auxiliar dijo con indiferencia:

– No tiene hijos.

Norlander la observó escéptico para luego desplazar la mirada al otro lado del cristal, hacia el viejo, que estaba acercando su mejilla a la del muerto. La chica continuó:

– Se vuelve absolutamente ingobernable si no puede bajar a ver los nuevos cadáveres que entran. No sabemos por qué, pero es mejor dejarle.

Norlander no desvió la vista del anciano.

– O se está preparando para afrontar su propia muerte… -empezó la chica.

– ¿O?

– O es un viejo necrófilo -concluyó la joven auxiliar, y acto seguido hizo un gran globo con el chicle rosa.

Permanecieron callados unos segundos. Luego alguien añadió:

– O tal vez echa de menos un hijo.

Al cabo de unos instantes, Norlander se dio cuenta de que esas palabras habían salido de su propia boca.

Abrió la puerta. Egil Högberg levantó la vista del cadáver y lanzó una cristalina mirada azul a los ojos de Norlander antes de anunciar:

– El linaje se ha roto.

Viggo Norlander cerró los ojos durante un buen rato, con todas sus fuerzas.

14

Lo primero que le llamó la atención a Gunnar Nyberg fue el contraste entre la oficina principal de LinkCoop, en Täby, y los almacenes en el puerto franco. Lo único que tenían en común era el vulgar logo centelleante que desplegaba todos los colores del arco iris, como si anunciara el burdel más caro de Estocolmo.

El edificio que albergaba la empresa era de dos plantas y tenía un diseño muy de los ochenta. Mirándolo de cerca se veía que no era más que un rascacielos bien camuflado que, presagiando la crisis del final de la década, simplemente se había desplomado. El selecto ambiente que se respiraba al otro lado de la verja tenía más de club de golf que de edificio industrial. LinkCoop no fabricaba nada, sólo transportaba material informático de este a oeste y viceversa. A Nyberg no le quedaban muy claros los motivos por los que una actividad así podía resultar tan rentable como daba a entender la sede. Por otra parte, la economía no era su fuerte, y ya le empezaba a agobiar la jerga que sin duda pronto le caería encima.

Tras superar un control de seguridad maquillado de recepción de coches, el Renault pudo pasar y seguir hacia el edificio central. En un acto de rebeldía infantil, Nyberg aparcó el coche atravesando dos plazas reservadas para minusválidos, que brillaban con una artificial corrección política, en parte porque no creía que LinkCoop tuviera ningún empleado discapacitado y en parte porque eran los únicos sitios libres de todo el aparcamiento. Por lo demás, no vio ni un solo coche que costara menos de doscientas mil coronas, así que o los conserjes y recepcionistas se desplazaban en transporte público o existía algún parking oculto, de segunda clase, al estilo de las viejas entradas de servicio que había en los pisos señoriales.

En otras palabras, Gunnar Nyberg no tenía la mejor disposición hacia LinkCoop cuando, con sus voluminosos michelines bamboleándose, atravesó corriendo la intensa lluvia otoñal hasta la entrada principal de la empresa. En cuanto pasó las puertas automáticas, se sacudió la lluvia como una morsa atiborrada de anfetas. Al parecer, las bellezas gemelas de la recepción estaban advertidas de su llegada, pues su única reacción ante la entrada de ese anticuerpo en su sistema sanguíneo fue una encantadora sonrisa a dúo, de esas que actúan como un suave bálsamo en el alma más exaltada.

– Señor Nyberg, el señor Nilsson le está esperando -dijeron al unísono.

El señor Nyberg se las quedó mirando. ¿Señor Nilsson? ¿Dónde estaba, en Villa Villerkulla? ¿Pippi Calzaslargas y Pequeño Tío también estaban esperándolo en algún sitio?