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Se recuperó y devolvió la sonrisa, consciente de los derroteros que seguirían sus sueños esa noche. En eso consistía seguramente la misión del dúo de recepcionistas: suministrar al subconsciente de los clientes una imagen positiva para que, incluso durante los momentos de mayor intimidad, LinkCoop estuviera presente.

No obstante, el bello dúo se dividió cuando una de las deslumbrantes mujeres lo acompañó a través de las estancias de la empresa, cuya elegancia, por desgracia, él no fue capaz de apreciar por culpa del sugerente baile de la minifalda que tenía delante. En cuestión de segundos, Nyberg había pasado de enardecido agitador radical a babeante viejo verde, sin duda víctima de una estudiada estrategia de relaciones públicas.

«La seducción del capital», pensó Nyberg indefenso.

Llegaron a una puerta que se abrió en cuanto la alcanzaron. El sistema de videovigilancia debía de ser perfecto. Apareció una sofisticada señora de mediana edad que despidió a la recepcionista con un breve gesto de cabeza y que, tras conseguir que Nyberg fijara su errática mirada le estrechó la mano con gran firmeza.

– Betty Rogèr-Gullbrandsen. Soy la secretaria del señor Nilsson. Acompáñeme, por favor.

«Pippi Calzaslargas en persona degradada a secretaria del señor Nilsson», pensó Nyberg. Siguió a Betty Rogèr-Gullbrandsen hasta una sala gigantesca cuyo único mobiliario consistía en una enorme mesa de trabajo presidida por un ordenador ultramoderno y un equipo telefónico de diseño.

– El inspector Gunnar Nyberg, de la policía criminal nacional, está aquí -anunció la secretaria tras pulsar un botón del teléfono.

– Que pase -replicó una voz clara y llena de autoridad.

Betty Rogèr-Gullbrandsen hizo un discreto gesto en dirección a una puerta al fondo de la estancia y se sentó delante del ordenador sin dedicarle al policía ni una sola mirada más.

Nyberg entró en el despacho del director, que era el doble de grande que la antesala de la secretaria. En toda la estancia -llamarla despacho sería un sacrilegio- la decoración era de una pureza cristalina, sofisticada y equilibrada; un estilo muy ostentoso a la vez que sobrio. Al fondo, a lo lejos, un hombre impecablemente trajeado, de unos cuarenta años, se levantó de detrás de un brillante escritorio de roble y le tendió la mano. Nyberg se la estrechó. El apretón de manos resultó de una gran firmeza.

– Henrik Nilsson, director ejecutivo -dijo el hombre vocalizando con nitidez.

– Nyberg.

Henrik Nilsson lo invitó a sentarse en una silla delante del escritorio.

– No recuerdo haber mencionado la palabra «inspector» ni «policía criminal nacional» cuando fijamos la cita -continuó Nyberg.

Henrik Nilsson sonrió, seguro de sí mismo.

– Disponer de toda la información accesible forma parte del trabajo de Betty -explicó.

– Y demostrarlo -repuso el policía.

Su comentario fue ignorado. Solía pasarle.

– La policía criminal nacional -repitió Nilsson-. Eso significa que ustedes piensan que existe una relación entre el banal robo que hubo en uno de nuestros almacenes y el cadáver hallado por la zona.

– Es algo que estamos barajando, sí.

– Eso implica que no es un cadáver cualquiera, sino una persona de interés nacional. Y también que LinkCoop, de alguna manera, se ha visto implicada en la investigación del caso, algo que preferiríamos evitar. Pero naturalmente estamos a su entera disposición.

– Se lo agradecemos -dijo Nyberg en lugar de ese otro comentario que reprimió mordiéndose la lengua-. ¿Les han robado algo?

– Causaron muchos desperfectos, pero no se llevaron nada. Hay que cambiar la puerta. Por lo demás, hemos salido asombrosamente indemnes en esta ocasión.

– ¿En esta ocasión?

– Nuestros productos resultan tan atractivos para los ladrones que nos cuesta encontrar una compañía que quiera asegurarlos. Hemos sufrido varios robos últimamente. La mercancía se vende luego en los países del Este.

Nyberg reflexionó unos instantes.

– O sea que el guarda debería haber estado ojo avizor, ¿no?

– Sin duda.

– Entonces, ¿por qué no vio el robo en sus monitores? Su Betty ahí fuera ha podido seguir en su ordenador todo mi paseo desde la recepción.

– Esos detalles los tendrá que tratar con nuestro jefe de seguridad. Ésa es su responsabilidad.

– Lo haré. Pero primero me gustaría que me diera un poco de información acerca de la empresa. Tengo entendido que compran equipamiento informático del Oeste y del Este y que luego lo venden al Este y al Oeste. ¿En eso consiste el negocio?

– Es el mejor que hay hoy en día -respondió Henrik Nilsson no sin cierta dosis de orgullo-. Mientras las vías comerciales entre el Este y el Oeste permanezcan tan bloqueadas como lo están ahora, el enlace que nosotros ofrecemos resulta decisivo.

– ¿Y cuando el bloqueo se levante?

Nilsson se inclinó hacia adelante y lo miró fijamente a los ojos.

– Eso no pasará. Es un negocio con grandes fluctuaciones. Quiebran viejas empresas y nacen nuevas todo el tiempo. Lo único constante somos nosotros.

– ¿De qué tipo de equipamiento informático se trata?

– De todo tipo.

– ¿Militar también?

– Dentro del marco legal, sí.

– ¿Era equipamiento militar lo que había en el almacén objeto del robo?

– No, allí sólo teníamos ordenadores normales. WriteCom de Taiwán. Encontrará toda la información en esta carpeta; una lista completa de lo que se guardaba en el almacén en cuestión, así como una pequeña presentación de la empresa. Estoy convencido de que si algo no se entiende bien, sus expertos se lo podrán aclarar.

Nyberg ignoró el sarcasmo mientras recibía una elegante carpeta de piel en tono Burdeos con el logo de la empresa discretamente reducido a un solo color, eso sí, dorado.

– Gracias. Entonces ya no le molesto más. Ahora me gustaría hablar con el jefe de seguridad.

– Robert Mayer -precisó Henrik Nilsson al levantarse para tenderle de nuevo la mano a Nyberg-. Le está esperando. Betty lo acompañará.

La secretaria apareció en ese mismo instante para guiar a Nyberg. Salieron de la monumental habitación ejecutiva y recorrieron el pasillo hasta detenerse delante de la última puerta. Tras un par de segundos de molesto desfase, abrió un hombre fornido de unos cincuenta años que encajaba a la perfección con la imagen del típico jefe de seguridad de una empresa de alto riesgo: ex policía o militar, cara curtida por el sol, pelo rapado, mirada fija y apretón de manos firme como una roca. Nyberg empezaba a hartarse de los apretones firmes, así que no pudo resistir la tentación y replicó con un apretón aún más fuerte, como el antiguo Mister Suecia que era.

– Robert Mayer -dijo con un leve acento y una ceja ligeramente alzada.

Por el acento no parecía alemán, como Nyberg había sospechado, sino más bien anglosajón.

– Nyberg -respondió, y añadió sin rodeos-. ¿Es usted inglés?

La ceja subió algún milímetro más.

– Soy originario de Nueva Zelanda, si es que tiene algún interés.

Mayer hizo un discreto gesto con la mano y entraron en lo que sin duda era sólo la primera de las habitaciones del jefe de seguridad: un rinconcito de tamaño relativamente modesto con las paredes cubiertas de monitores. Se sentaron uno a cada lado de la mesa de trabajo.

Nyberg decidió ir al grano.

– ¿Por qué no vio el guarda Benny Lundberg el robo en sus monitores?

Robert Mayer ni se inmutó.

– Es muy sencillo -comenzó-. Nuestro almacén del puerto franco comprende treinta y cuatro locales de diferente tamaño. Sólo hemos instalado vigilancia con monitores en ocho de ellos, los más importantes. Vigilar treinta y cuatro pantallas requeriría otros dos guardas, lo que implicaría, teniendo en cuenta que estamos hablando de una vigilancia de veinticuatro horas, por lo menos otros seis empleos a jornada completa, y muchas horas de trabajo nocturno y fines de semana. Si a eso sumamos los costes de material e instalación, queda claro que el gasto superaría con creces el posible beneficio. Resumiendo, el local donde se produjo el robo no está vigilado con cámaras.