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«Respuestas claras», pensó Nyberg. Cambió de táctica.

– ¿Conoce bien a Benny Lundberg?

– No puedo decir que lo conozca bien en el terreno personal, pero sería difícil encontrar a otro guarda más concienzudo.

– El señor Nilsson me ha comentado que últimamente ha habido un buen número de robos en esas naves. ¿Cómo se han producido?

– Han sido ocho durante los últimos dos años, lo cual no creo que pueda considerarse un desastre pero tampoco del todo aceptable. Nuestros guardas, Lundberg entre otros, frustraron tres de ellos; dos fracasaron por otras razones y tres fueron devastadores, trabajos de auténticos profesionales. Fue después del último de esos tres robos cuando decidimos contratar a guardas propios en vez de confiar en empresas de seguridad. Desde entonces no nos ha ido del todo mal.

– ¿Así que Lundberg sólo lleva un año trabajando en la empresa?

– Sí, un año y pico. Desde que reorganizamos la seguridad. Y ésa es la razón por la que hay que descartar cualquier sospecha de un trabajo desde dentro, si es eso lo que está insinuando, pues desde que empleamos a nuestros propios guardas no se ha consumado ningún robo. Los chicos hacen una excelente labor.

– ¿Y qué se llevaron en los robos que podríamos llamar «exitosos»?

– He recopilado la información en una carpeta -dijo Mayer.

Con una fuerte sensación de déjà vu, Nyberg recibió una carpeta con el logo dorado de LinkCoop.

– Son copias de los informes que hemos enviado a la policía y a la compañía de seguros -prosiguió el jefe de seguridad-. Toda la información está ahí. Estoy convencido de que si algo no se entiende bien, sus expertos se lo podrán aclarar.

Gunnar Nyberg contempló al hombre que tenía delante: Robert Mayer era, sin duda alguna, el jefe de seguridad perfecto. Firme como una roca, profesional, lúcido, curtido en mil batallas, duro como una piedra y frío como el hielo. La mirada del policía se cruzó con la azul acero de Mayer y Nyberg advirtió que aún recordaba su apretón de manos de culturista. Por un momento se preguntó a qué se habría dedicado en Nueva Zelanda en realidad.

Luego se relajó. No había nada más que añadir.

Se preguntó cuánto ganaría un jefe de seguridad.

«La seducción del capital», pensó antes de despedirse.

15

De vuelta de una sus frecuentes visitas al baño, Jan-Olov Hultin vio que un individuo de unos cuarenta años rondaba con nerviosismo la puerta de su despacho. Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba del Asesino de Kentucky, que había decidido pasar se por su oficina para meterle las tenazas en la garganta. La mirada del visitante, de una curiosa claridad verde, lo calmó: más bien parecía un alumno de instituto aguardando cabizbajo delante de la puerta del despacho del director. Aun así, Hultin maldijo las rutinas de seguridad de la entrada.

– ¿Puedo ayudarle en algo? -preguntó con tono sosegado.

El hombre de los ojos verdes dio un respingo. Los dedos toquetearon el nudo de la corbata como si tuviesen vida propia.

– Busco a alguien encargado del asesinato del puerto franco -dijo inseguro-; no sé si es aquí.

– Sí, aquí es -respondió Hultin, y lo dejó pasar al despacho.

El hombre de los ojos verdes tomó asiento en el apenas usado sofá de las visitas. Hultin decidió esperar a que su visitante empezara a hablar.

– Mi nombre es Mats Oskarsson -informó el otro instantes después-. De Nynäshamn. Llamé durante la noche del asesinato.

– A las tres y siete minutos, desde una cabina en Stureplan -constató Hultin de modo neutro.

Mats Oskarsson de Nynäshamn se lo quedó mirando unos segundos, parpadeando intensamente, como una luz de banda de estribor a la que se le está acabando la batería.

– Bueno, no me acuerdo muy bien de la hora, pero es verdad que llamé desde Stureplan…

– Al grano -le interrumpió Hultin-. Ya ha obstaculizado bastante la investigación.

A estas alturas Oskarsson ya se había convertido en un alumno de primaria.

– Los demás no querían que llamara…

– ¿Los demás?

– Del equipo de hockey sala. El Club deportivo de los juristas de Estocolmo. Habíamos jugado un partido fuera, en Knivsta, y estábamos volviendo a casa.

– A ver si lo entiendo bien -intervino Hultin con voz suave, el pobre Mats Oskarsson no podía sospechar hasta qué punto ese tono era una mala señal-: un grupo de guardianes de la justicia regresaba de un partido de hockey sala a las tres de la madrugada, fue a parar al puerto franco, presenció un asesinato y decidió no informar a las fuerzas del orden de lo que habían visto. ¿Es eso correcto?

– Era muy tarde -fue lo único que contestó Oskarsson.

– Tarde en la tierra [6] -dijo Hultin con un tono aún más suave.

– ¿Cómo? -exclamó Oskarsson.

– ¿Es usted abogado?

– Sí, abogado fiscal en el bufete de Hagman, Grafström y Krantz.

– ¿Y era usted quien conducía el coche?

– Sí. Una furgoneta Volkswagen.

– ¿Quiere que reconstruya el curso de los acontecimientos? -preguntó Hultin de forma retórica-. Jugaron un partido, les dieron una paliza, se emborracharon, y de entre todos los barrios de la ciudad se fueron a perder en el puerto franco, donde pillaron in fraganti a un asesino que dejó tras de sí un cadáver. Iban bebidos, así que decidieron que era mejor pasar absolutamente de todo. Luego a usted le entraron remordimientos de conciencia y nos llamó, sin duda después de haber dejado al resto de la pandilla en casa, para ahorrarse las pullas, y lo hizo desde una cabina en Stureplan, a pesar de que todos tenían los bolsillos a reventar de móviles. Pero mejor no dejar rastros en los registros… ¿Conducía ebrio?

– No -respondió Oskarsson, taladrando la mesa con sus ojos verdes.

– Yo creo que sí -continuó Hultin todavía con voz sosegada-. Bueno, a pesar de todo ha llamado, y ahora está aquí. En el fondo puede que sea una persona con escrúpulos, a diferencia de sus colegas juristas del club deportivo, y la única razón que podría haber tenido para llamar de forma anónima es que conducía ebrio. Pero, claro, eso es algo que ya no se puede demostrar.

– No -convino Oskarsson con una ambigüedad no intencionada.

Hora de cambiar de tono. Hultin, sin dar lugar a equívocos, gritó:

– ¡Venga, joder! ¡Suéltelo todo de una puta vez! ¡Y ya veremos si le llevamos a juicio o no!

Mats Oskarsson suspiró y declaró con precisión jurídica:

– Eran las dos y media pasadas. El hombre era de estatura algo por encima de la media, corpulento, y llevaba ropa negra y un pasamontañas negro tapándole la cara. Conducía un viejo Volvo azul oscuro, quizá de hace diez o doce años, modelo ranchera, con una matrícula que empezaba por B. Acababa de poner un bulto envuelto en una manta en el maletero del coche y estaba a punto de meter el otro cuando le interrumpimos.

– ¿De modo que tardó media hora en llamar?

– Sí, por desgracia. Lo siento.

– Yo también. Si nos hubiera informado de esto sin dilación no tendríamos a un loco asesino en serie suelto por las calles de Estocolmo. Espero que sus hijas sean sus próximas víctimas.

Hultin no solía irse de la lengua de esa manera, ni siquiera en los momentos de máxima tensión, pero su sólida desconfianza hacia los guardianes del Estado de derecho lo llevó a rozar el límite. «Un loco asesino en serie.» Vaya, ahora tendría que quitarle hierro a ese comentario.

– ¿No recuerda ninguna otra letra o número de la matrícula?

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[6] Título del primer libro del poeta sueco Gunnar Ekelöf (1907-1968).