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– No -murmuró Oskarsson.

No había mucho más que añadir. Hultin podría haberle dado una buena charla sobre la gangrena que consume al mundo jurídico sueco, que se está vendiendo al mejor postor; sobre la gradual liquidación del Estado de derecho que están llevando a cabo las democracias occidentales; sobre la ley -que supuestamente debe proteger al ciudadano pero que lleva tiempo siendo una farsa, con forrados abogados estrella comiéndose vivos a los recién examinados fiscales de bajo presupuesto-; sobre un minibús lleno de juristas que ni por un instante consideran la opción de dejar de lado sus propios intereses para capturar a un doble asesino. Sin embargo, Mats Oskarsson había demostrado a pesar de todo un atisbo de valentía cívica y, además, aunque se hubiese librado del discurso de Hultin, parecía abatido. Se levantó y se dirigió a la puerta con pasos pesados. Acababa de abrirla cuando oyó la voz apagada del comisario:

– Gracias.

Por un instante, Hultin se cruzó con la clara mirada verde. Decía más que mil palabras.

Jan-Olov Hultin se quedó solo. Estiró las piernas bajo la mesa y dejó que sus ojos recorrieran las paredes del despacho mientras procedía al necesario vaciado de conciencia. Por primera vez en mucho tiempo le llamó la atención lo anónimo del lugar, la falta de impronta personal. Era un sitio para trabajar, nada más. Ni siquiera se había molestado en poner una foto de su mujer. Cuando estaba en el trabajo era cien por cien policía, posiblemente incluso un poco más. El resto se lo guardaba para sí mismo. Ni siquiera tras el éxito del grupo con el caso de los Asesinatos del Poder había permitido que nadie entrara en su vida. No sabía muy bien por qué. Y eso que ya no era ningún secreto que jugaba a fútbol en el equipo de veteranos de la policía de Estocolmo. Hjelm y Chávez habían aparecido en el campo de Stadshagen para verlo en acción una noche. Se enfrentaban a la Alianza de Rågsved, que tenía entre sus filas al peligroso delantero Carlos, al que Hultin le había propinado un sonoro cabezazo en toda la ceja izquierda, provocándole una abundante hemorragia. Por desgracia, Carlos se llamaba Chávez de apellido. No sabía si Jorge había informado a su padre de que era la cabeza de su jefe la que lo había enviado derecho al hospital de Sankt Göran.

La débil sonrisa que se estaba dibujando en sus labios fue interrumpida por los timbrazos del teléfono.

– Sí -dijo al auricular-. Sí. Sí. Ya. Sí.

Se quedó reflexionando unos instantes con el dedo en el aire encima del teclado del aparato. Luego marcó el número de Kerstin Holm.

– Kerstin, ¿estás ahí?

– Sí -sonó la voz de contralto de Kerstin Holm, a la que el teléfono no hizo justicia.

– ¿Estás ocupada?

– No mucho. Intento ponerme al día con todos los detalles del material del FBI. Es un taco de papeles impresionante.

– ¿Podrías averiguar todo lo que haya sobre un Volvo azul oscuro, modelo ranchera, del año, pongamos… del ochenta al noventa? La matrícula debe empezar por B. Tenemos un testimonio más detallado del puerto.

– ¡Qué bien! Ahora mismo me pongo con eso.

Ella colgó antes que él. El dedo volvió a quedarse en el aire. ¿Söderstedt? No. Norlander estaba de vuelta. Tampoco. ¿Había vuelto Nyberg de LinkCoop? No. ¿Chávez? Solo no.

Reconoció para sí mismo que sus dudas eran más bien de carácter democrático. Marcó el número de Hjelm.

– ¿Paul?

– Sí.

– Ven a mi despacho. Trae a Jorge.

Tardaron treinta segundos.

– ¿Habéis acabado con la historia de Laban Hassel?

Los dos estaban firmes como colegiales delante de su jefe. ¿Por qué todo el mundo se presentaba ante él como chavales de colegio?

– Sí -respondió Chávez-. Hemos intentado buscar algo para poder procesarlo, pero la verdad es que tampoco hemos puesto demasiado empeño. Esperemos que sea feliz con Ingela. Pese al asunto de la esterilidad.

– Bien. Acaba de aparecer una pista en el puerto franco. Han localizado un coche a un par de manzanas del almacén de LinkCoop. Un Saab 900 beige. Hay dos cosas que lo convierten en un vehículo interesante: primero, estaba limpio, ni una sola huella dactilar. Segundo, está registrado a nombre de un tal Andreas Gallano. ¿Os suena?

– Gallano -repitió Hjelm-. ¿El camello de Alby?

– Correcto.

– Bueno, bueno, así que Andreas Gallano… Tuve más de un encontronazo con él durante mi época en Huddinge. Bastante violento el tipo, creo recordar. Es un traficante que ha subido un par de peldaños en la cadena de distribución, pero no deja de ser el típico chorizo callejero. Sin escrúpulos. Lo enchironamos por un delito de lesiones en una ocasión y por tráfico de estupefacientes en otra.

– ¡Claro! -exclamó Chávez-. Ahora me acuerdo; el que se fugó de la cárcel de Hall.

– Exacto -dijo Hultin-. Estuvo entre rejas hasta hace poco más de un mes, otra vez por un delito de lesiones. Y se escapó por la cocina con otros dos tipos. -Hjelm y Chávez asintieron con la cabeza-. La fuga armó bastante revuelo en los medios de comunicación.

Hultin los contempló, intentando comprobar si su intuición era buena.

– Está relacionado con esto, ¿no? -preguntó.

La interrogación parecía más una exclamación que otra cosa.

Ellos asintieron de nuevo.

– El coche de Gallano, abandonado, sin huellas dactilares, un robo, dos cadáveres -resumió Hjelm, y concluyó-. Ya lo creo.

– Pero el cadáver no será él, ¿verdad? -preguntó Chávez.

– Si lo fuera, el ordenador de huellas dactilares habría pegado un grito -dijo Hjelm-, pero seguro que anda en el ajo.

– De quien no tenemos nada, sin embargo, es del Asesino de Kentucky -murmuró Hultin.

– Aparte de sospechas -apostilló Hjelm-. ¿La última dirección de Gallano?

– La misma que hace diez años.

– Venga, vamos para allá.

Cogieron el BMW de Chávez y se marcharon enseguida. El dúo atravesó la ciudad ahogada por las lluvias y salió a la carretera de Essingeleden. Debajo de ellos, el agua de la bahía de Riddarfjärden estaba a punto de alcanzar niveles diluviales. En cualquier momento se desbordaría e inundaría la ciudad, y ¿a quién, en estos tiempos, se habría avisado para que construyera un arca?

«A nadie», pensó Hjelm, misántropo, sentado al lado de un Chávez que pisaba a fondo. Ni uno solo de nosotros sería advertido por Dios. Nos ahogaríamos todos en el mismo lodo viscoso, devorados por la tierra enfurecida; y visto desde el cosmos, el planeta no habría cambiado su aspecto en lo más mínimo. Una insignificante alteración del equilibrio de lo infinito, nada más.

Levantó la mirada de la ciénaga en la que el pesimismo lo había hundido y volvió a concentrarse en su fútil cruzada contra el mal; tenía la sensación de que estaban luchando contra molinos de viento.

Nadie que pasara por la E 4 podría distinguir Alby de Fittja o Norsborg de Hallunda. Los barrios constituían una misma sucesión infinita de dementes construcciones que trepaban, inmensas y brutalmente uniformes, por las colinas y que, como no podía ser de otra manera, se habían llenado de delincuencia. Eran el resultado del mismo espíritu de construcción social que hizo que los especialistas en urbanismo de aquel entonces contaran con serios planes para demoler el casco viejo entero y dejar que Le Corbusier levantara una fila de enormes palacios de cristal y hormigón.

Pero nadie sabía mejor que Paul Hjelm que tras esos bloques también se escondía una cultura alternativa e inaccesible, un heroísmo a pequeña escala, una capacidad de invención infinita y una continua lucha contra todo tipo de adversidades. Aquí había estado destinado Hjelm toda su vida profesional hasta el curioso cambio de hacía más de un año, cuando, en vez de la música fúnebre que esperaba oír, se entonaron los acordes de una marcha triunfaclass="underline" no sólo no fue expulsado del cuerpo, sino que fue elegido para formar parte del Grupo A.

Se lo debía al comisario Erik Bruun, su viejo jefe de la policía criminal de Huddinge, cuyos contactos con Jan-Olov Hultin habían sido decisivos.