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Ahora Hjelm se encontraba precisamente delante del despacho de su ex jefe, tras haber logrado la proeza de pasar desapercibido por toda la comisaría. Al llamar con los nudillos, se encendió el piloto amarillo en los indicadores luminosos de la puerta, advirtiendo al visitante que esperase. Hjelm fue preso de malos presentimientos; Bruun nunca activaba ese piloto.

Esperó durante tres interminables minutos en el pasillo, bajo la constante amenaza de ser descubierto por algún ex compañero, hasta que no pudo aguantar más y entró.

El despacho, en su día cubierto por los nocivos sedimentos originados por el humo de los puros negros que fumaba el comisario Erik Bruun, tenía ahora las paredes cubiertas con un papel de color amarillo canario. El pegamento no se había secado todavía.

Sentado detrás de la mesa de Bruun había un hombre de unos cuarenta años con traje y corbata, el pelo castaño peinado hacia atrás sobre una incipiente calva. Su mano buscó instintivamente el arma reglamentaria.

– ¿Dónde está Bruun? -preguntó Hjelm.

El hombre renunció a desenfundar la pistola, aunque la mano estaba preparada.

– Ahí fuera pone «espera», si es que sabe leer -replicó.

– Cierto, pone espera, pero también pone Bruun. ¿Dónde está?

– ¿Y usted es…?

– Hjelm. Trabajaba aquí. Bajo las órdenes de Bruun. ¿Dónde está?

– Hjelm. Ya. El hombre que en vez de despedido fue ascendido.

– Exacto. ¿Dónde está Bruun?

– Hjelm, vaya, vaya. Hace poco estuve repasando su expediente. Espero que no tenga la pretensión de recuperar su viejo puesto, ahora que el Grupo A toca a su fin. Aquí ya no hay sitio para usted.

– ¿Dónde está Bruun?

– Aquí no queremos ni héroes ni pistoleros que van por libre. Ha llegado la hora de hacer limpieza, de corregir imperfecciones. En fin, de poner orden en las filas.

– ¿Dónde está Bruun?

– Me temo que tendrá que adecentar el viejo uniforme y prepararse para volver a la calle, a patrullar, como Dios manda; vamos, a trabajar de verdad.

Hjelm había tenido bastante. Dio media vuelta y a punto estuvo de chocar con Chávez, que aguardaba en la puerta. A sus espaldas oyó:

– A Bruun le dio un infarto hace una semana. No me extraña; sólo pensar en cómo estaba el despacho es para que te dé uno.

Hjelm dio otra media vuelta.

– ¿Está muerto?

El hombre se encogió de hombros.

– No tengo ni idea.

Hjelm abandonó el despacho enseguida, para no hacer que incluso el servicio de patrulla acabara siendo una utopía para él. Bajó por las escaleras y entró en la sala de descanso del personal.

Era como si no hubiese pasado el tiempo. Cada taza, cada terrón de azúcar parecían hallarse exactamente en el mismo sitio que hacía un año y medio. Y también cada madero. Allí estaban todos: Anders Lindblad, Kenneth Eriksson, Anna Vass y Johan Bringman. Y Svante Ernstsson, su compañero de fatigas durante más de una década. Habían sido amigos íntimos, aunque llevaban meses sin hablar.

– ¡Hombre! -exclamó Ernstsson asombrado-. Qué honor recibir una visita tan ilustre.

El apretón de manos entre los dos amigos fue tan firme y masculino que resultó casi ridículo.

– Antes de nada: ¿se ha muerto Bruun?

Svante Ernstsson le observó con cara de circunstancias, para acto seguido mostrar una amplia sonrisa.

– Sólo un rasguño, como dijo él mismo.

– ¿Y quién es el payaso que ha ocupado su despacho?

– El recién nombrado comisario Sten Lagnmyr. Un coñazo de tío. Se va Bruun y nos meten a un lameculos al que además le encanta el color mierda de canario.

– Por cierto, éste es Jorge Chávez. Mi nuevo compañero.

Chávez y Ernstsson se dieron la mano. A Hjelm le asaltó una extraña visión: durante un instante vio a Cilla y a Kerstin estrechándose la mano. Se repuso y dijo:

– Bueno, la verdad es que no estamos aquí para hacer vida social, sino para buscar un poco de ayuda. ¿Tenéis en marcha alguna operación de búsqueda de nuestro viejo amigo Andreas Gallano?

Ernstsson se encogió de hombros y alzó una ceja con curiosidad.

– Como con cualquier fugado, ni más ni menos.

– ¿Sabéis si anda por aquí?

– ¿De qué se trata?

– El asesinato del puerto franco.

Ernstsson movió la cabeza en un gesto pensativo y dejó de insistir con más preguntas.

– No tenemos ningún indicio de que haya vuelto por el barrio; sería bastante estúpido tras escaparse de Hall. Su apartamento estaba vacío y sin tocar. En la nevera encontramos cartones de leche que llevaban más de seis meses allí. En fin, estamos hasta arriba de trabajo, como siempre, y ese tipo no es una prioridad precisamente. La idea era empezar a buscarlo la semana que viene.

– Me aseguraré de que Hultin se encargue de Lagnmyr, para que podáis echarnos una mano de forma oficial. ¿Sigue siendo la mejor opción contactar con…? ¿Cómo se llamaba…? ¿Stavros?

– Stavropoulis. No, la ha palmado. Sobredosis. Gallano tuvo que buscarse otros contactos y se metió en una banda con mayores recursos. Drogas sintéticas. Lo cogimos gracias a un camello, Yilmaz. Es un tipo al que tenemos bastante controlado, así que si no sois quisquillosos con nuestros procedimientos podemos hacerle una visita.

– No te preocupes. ¿Qué nos podría aportar Yilmaz?

– Gurra pilla las anfetas allí. ¿Te acuerdas de Gurra?

– ¡Coño! -exclamó Hjelm-. ¡Gurra el loco! Amigo de Gallano desde la infancia.

– Si hay alguien que sepa por dónde se mueve Andreas, ése es Gurra. Por los viejos tiempos -añadió Ernstsson de forma ambigua.

– ¿Cómo lo hacemos?

– Yilmaz distribuye en un sitio bastante oportuno para nosotros, así que lo hemos dejado en paz. Está en el viejo almacén de ICA, y nos limitamos a vigilarlo desde la planta de arriba. Mejor imposible.

– ¿No se puede dar con Gurra de otra forma?

– Es un tipo muy escurridizo. Es la mejor manera.

– ¿Vamos ahora mismo?

Ernstsson se encogió de hombros.

– Venga -respondió.

Jorge Chávez intentaba imaginarse la colaboración entre Hjelm y Ernstsson. ¿Había sido parecida a la relación que tenían Hjelm y él? ¿Se habían sentido más cercanos? ¿Se entendían igual de bien? Los observó mientras esperaban en la mugrienta planta de arriba del antiguo almacén de ICA. ¿No se advertía cierta reserva, un sentimiento de culpa quizá, en el modo en que Hjelm se relacionaba con su ex compañero? ¿No había algo forzado en sus gestos? Aunque por otra parte, ¿hasta qué punto estaba siendo objetivo?

La posición de vigilancia resultaba poco habitual. Bien es cierto que se podía seguir la actividad ilegal de Yilmaz mirando a través de un agujero en el suelo, pero eso implicaría permanecer tumbado con la mejilla apoyada en excrementos de ratas y viejas cánulas. Habían optado por una solución más cómoda: instalar una minicámara en el agujero y observar el espectáculo en un pequeño monitor.

Los tres policías estaban en cuclillas delante del monitor, viendo pasar un constante flujo de clientes por la no muy discreta farmacia de Yilmaz. Una muestra bastante representativa de la sociedad desfiló ante sus ojos: desde extrañas reliquias de los años sesenta, que de alguna misteriosa forma continuaban esquivando el fantasma de la sobredosis, hasta elegantes jóvenes de clase media de camino a alguna fiesta rave; desde prostitutas con sida en estado avanzado hasta secretarias de dirección en misión secreta. Si en alguna ocasión Hjelm había sentido una punzada de nostalgia por su viejo lugar de trabajo, acababa de superarlo.

El propio Yilmaz estaba sentado como un pachá encima de una vieja nevera, y de otra sacaba los pedidos. Ejercía un control absoluto. Era un dios. Su arbitrio representaba la diferencia entre el cielo y el infierno. Disfrutaba viendo sufrir a sus clientes cuando tardaba unos segundos más de lo necesario en abrir con sus llaves la puerta del cielo.