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Hjelm odiaba cada instante de la vigilancia, no sólo por el infinito despliegue de humillaciones, sino también porque el tiempo avanzaba a paso de tortuga y Gurra aún no había hecho acto de presencia. En breve, el horario de consulta de Yilmaz llegaría a su fin y sería un día perdido. Llevaban tres horas esperando. La humedad penetraba a fondo en los podridos locales y la afluencia de clientela empezaba a disminuir.

Apareció otro chaval más de clase media para llevarse unas cuantas de esas pequeñas pastillas con graciosos dibujos grabados encima. El chico, que tendría unos dieciséis o diecisiete años, se acercó confiado al pachá de la nevera. Detrás lo esperaba un amigo con las manos hundidas en los bolsillos y los hombros subidos; se movía inquieto, de espaldas a la cámara, mientras su colega tendía la mano hacia Yilmaz. De pronto, volvió la cabeza y echó un rápido y nervioso vistazo.

Fue más que suficiente para Hjelm. Su cuerpo se contrajo en una enorme convulsión y apenas pudo hacerse a un lado antes de vomitar sin control. Se asombró de su propia reacción: vergüenza y culpa a partes iguales le recorrían el cuerpo. Como si fuera a morir y viese desfilar toda la vida ante sus ojos, revivió su actuación como padre: cada paso en falso, cada daño que había infligido a su hijo a través de los años.

Cuando al cabo de unos treinta segundos alzó la vista hacia el monitor, eludiendo las caras de sus perplejos colegas, Danne seguía allí, de espaldas a la cámara. La transacción del amigo se había interrumpido durante unos instantes, pues un yonqui en un estado lamentable entró y empezó a discutir con Yilmaz.

– Es Gurra -dijo Svante Ernstsson.

Hjelm lo mandó todo a la mierda y salió disparado tirando una silla que tenía al lado. En la planta de abajo, todas las miradas se dirigieron hacia la cámara. Antes de que Yilmaz tuviera tiempo de echar el cierre a la tienda, Ernstsson y Chávez vieron cómo Hjelm irrumpía en la habitación empuñando el arma. No fue hasta ese preciso instante cuando se les ocurrió seguirlo.

Hjelm se ocupó de que nadie se moviera. El musculoso guardaespaldas, que había estado apostado unos metros detrás de Yilmaz, se hallaba ahora tumbado boca abajo en el suelo; de la cinturilla de sus pantalones Hjelm sacó un imponente revólver del Oeste, que puso contra la frente del camello. Gurra intentó escabullirse, pero Ernstsson lo tiró al suelo. Mientras Chávez se encargaba de Yilmaz y del guardaespaldas, Hjelm se aproximó al adolescente, que estaba pisando las coloreadas pastillas en un intento de hacerlas desaparecer entre las tablas del podrido suelo de madera. Lo agarró por el cuello y acercó su lívida cara hacia él, hasta que sólo un par de abrasadores centímetros la separaron de la suya.

– ¡Tengo tu jeta grabada en mi retina, hijo de puta!

Advirtió cómo el chico se meaba en los pantalones. Al soltarlo, el chaval se desplomó sollozando.

Acto seguido Hjelm se volvió hacia su hijo, que se había quedado paralizado en el quicio de la puerta con los ojos como platos. Las mandíbulas se movían, pero las palabras no acudían.

– Vete a casa -ordenó Hjelm con tono neutro-. Y quédate allí.

Danne desapareció. El amiguete miraba la escena con ojos aterrorizados.

– ¡Lárgate! -le espetó Hjelm.

El chico se marchó arrastrándose. Hjelm se volvió hacia Gurra, tumbado boca arriba en medio de la mierda con Ernstsson encima. Detrás de su eterna sonrisa burlona se divisaba una auténtica lividez.

– Andreas Gallano -dijo Hjelm pronunciando con énfasis cada sílaba.

– ¿De qué coño estás hablando?

Hjelm se inclinó. Tenía una de esas caras con las que es mejor no jugar, y Gurra se dio cuenta.

– Venga, inténtalo otra vez -propuso Hjelm con suavidad.

– No lo he visto desde que lo enchironaron…

– ¿Pero?

– Pero…, bueno…

– Es muy sencillo. Habla y vivirás. Calla y morirás.

– Vale, joder. Bueno, al fin y al cabo, el tío se ha vuelto un puto señorito… Tiene una casa de campo. Por el norte. En Riala, creo que se llama. La dirección está en mi agenda.

– Me sorprendes -ironizó Hjelm, que consiguió sacar unas hojas dobladas, medio podridas por la humedad, que Gurra guardaba en el bolsillo interior de la cazadora-. Si hasta llevas agenda. Y ahí guardas la dirección de un delincuente fugado.

– Codificada -reconoció Gurra no sin cierto orgullo-. Aparece como Eva Svensson.

Hjelm la encontró. Arrancó la página con la dirección de Eva Svensson en Riala y volvió a meter la agenda en el bolsillo de Gurra.

Escuchó las sirenas a lo lejos; Ernstsson había pedido refuerzos. Metieron a Gurra en el rincón de la nevera, al lado de Yilmaz y su gorila.

– ¿Te encargas de esto, Svante? -preguntó Hjelm a punto de marcharse.

– No los pierdas de vista -le pidió Ernstsson a Chávez antes de hacer un aparte con Hjelm-. Pålle, tío, te has cargado nuestro mejor punto de vigilancia -dijo con un toque de decepción en la voz.

Hjelm cerró los ojos. No había pensado en eso ni por un momento.

– Lo siento -pronunció con voz queda-. Las circunstancias eran un poco especiales.

Svante Ernstsson dio un paso atrás y se lo quedó mirando.

– La verdad es que han conseguido cambiarte -afirmó. Y mirando para otro lado añadió-: Espero que se solucione lo de Danne.

Hjelm asintió apesadumbrado.

– Venga, lárgate -zanjó Ernstsson-. Yo me encargo. A Lagnmyr le va a encantar esto.

Ya en el coche, Hjelm se acordó de que tenía que llamar a Hultin. El comisario, a pesar de no recibir más que un somero informe del curso de los acontecimientos, prometió ponerse en contacto con Sten Lagnmyr para intentar arreglar el desaguisado. Por lo demás, Hjelm estaba ausente.

Chávez seguía como petrificado. Todo había ocurrido muy rápido. Había visto facetas de Paul Hjelm que desconocía, y la verdad era que no le acababan de desagradar. Decidió no mencionar a su hijo; de hecho, estaban ya en Skärholmen cuando se dio cuenta de que el chico debía de ser Danne.

– Claro -exclamó al comprenderlo.

Hjelm lo miró con rostro inexpresivo para a continuación volver a encerrarse en su mutismo.

Evitaron pasar por Estocolmo. Ahora uno podía desplazarse desde los extrarradios del sur hasta los del norte sin pasar por el centro, si bien la obra había costado un ojo de la cara.

Más o menos a la altura de Norrtull, el límite norte de la ciudad, Chávez empezó a poner en orden sus ideas. Sin que hubiesen intercambiado ni una sola palabra, le quedó claro que iban de camino a Riala, que estaba situado por la zona de Roslagen, entre Äkersberga y Norrtälje. La dirección daba a entender que se trataba de una casa aislada en el bosque. ¿Qué les esperaría allí?

– ¿Nos vamos a ocupar de esto solos? -preguntó Chávez.

No hubo respuesta. La mirada de Hjelm se perdía en la lejanía.

– ¿Estás preparado para esto? -insistió Chávez con voz algo más fuerte.

Hjelm lo miró. La cara seguía sin expresión. ¿O tal vez se trataba de un gesto decidido?

– Lo estoy -respondió-. Y vamos solos.

– Pensándolo bien, lo del puerto podría haber sido perfectamente un ajuste de cuentas entre traficantes. Y en tal caso, no sabemos qué coño nos espera en esa casa aislada del bosque. Podría ser el centro de la nueva red de narcotráfico de Gallano.

– Entonces, ¿por qué está su coche abandonado en el puerto y sin una sola huella?

– Quizá ese otro cadáver, el que el asesino logró meter en el maletero, era Gallano. Y nuestro muerto sin identificar, un compinche extranjero. Dos tipos a los que había que quitar de en medio. Pero a ver quién nos asegura que la casa no esté fuertemente custodiada.

– Desde un punto de vista racional podría ser -dijo Hjelm-. Pero seamos irracionales. Ten, papel y boli. Vamos a poner cada uno en un papel lo que creemos que nos espera allí arriba, lo doblamos y lo guardamos en el bolsillo. Luego comparamos.