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Se inclinó un poco más, dejando que la mano se deslizara hasta llegar a la superficie del agua. La mano tropezó con algo, aunque la insistente lluvia hizo que no pudiera distinguir muy bien lo que era. Pringoso. Como unas algas.

¿Algas? Pero si había limpiado el estrave esa misma mañana.

Agarró bien esa especie de manojo de algas y lo levantó.

Se quedó mirando a unos ojos abiertos.

Y dejó caer el cuerpo al mismo tiempo que pegaba un grito.

Mientras el cadáver volvía al agua con un chapoteo se preguntó por qué tendría dos pequeños agujeros rojos en medio de la lívida garganta.

¿Vampiros en Lidingö?

17

Viggo Norlander se encontraba de nuevo en la morgue, pero esta vez se dio cuenta de que no era un castigo; todo lo contrario, se trataba de una misión importante, y le había sido asignada por su notable capacidad.

Se había apostado en su sitio incluso antes de que el cadáver llegara, algo que le pareció meritorio. Desgraciadamente no estaba solo.

No entendía muy bien cómo, pero varios de los visitantes de aquella desagradable mañana habían vuelto a aparecer. Norlander hizo lo que pudo para calmar los agitados ánimos.

Allí estaba la pareja Johnsson, que seguía soñando con encontrar al yerno prófugo en la morgue de Karolinska en lugar de en su harén de Bahrain. Allí se hallaba, acompañado por una nueva auxiliar, el viejo piragüista Egil Högberg, que no paraba de murmurar «mi hijo, mi hijo». Y también Justine Lindberger, la joven funcionaria del Ministerio de Asuntos Exteriores, muy angustiada por la ausencia de su marido.

Cuando el viejo búho Sigvard Qvardfordt se asomó por la puerta del abominable nido que era el depósito de cadáveres y le hizo un gesto con la cabeza a Norlander, éste ya había decidido dar prioridad a Justine Lindbergen Al parecer, se había recuperado de la crisis nerviosa de la mañana, pero Norlander, por si acaso, se había asegurado la presencia de personal médico.

La condujo con delicadeza al depósito. A diferencia del cuerpo sin identificar procedente del puerto franco, a este nuevo cadáver no les había dado tiempo a meterlo en una cámara frigorífica, así que estaba tendido encima de una camilla en mitad de la sala, cubierto por una sábana. Qvarfordt se quedó para vigilar que nadie causara daños a su futuro material de trabajo, y fue él quien alzó la tela ante los ojos de Justine Lindberger.

El recién llegado era casi igual de joven que el cadáver anterior. El cabello oscuro formaba un contraste espectral contra la lívida y azulada cara, algo hinchada por la estancia bajo el agua. En la garganta había dos pequeños agujeros.

Justine Lindberger dejó escapar un pequeño y agudo gemido, movió afirmativamente la cabeza y salió corriendo al pasillo. El personal médico estaba preparado y la atendió. Antes de que la inyección en el brazo de la joven diplomática surtiera efecto, Norlander pudo hacer la superflua pregunta:

– ¿Reconoce al muerto?

– Es mi marido -musitó sin fuerzas-. Eric Lindberger.

Y la niebla que poco a poco se fue apoderando de ella puso un final misericordioso al largo y terrible día de Justine Lindberger.

18

El cuartel general del alto mando perdió por fin sus comillas; la prueba decisiva la constituía la pizarra recién instalada detrás de la mesa de Hultin. Había llegado la hora de esquematizar y los rotuladores se rebullían inquietos e impacientes.

Uno de los clichés preferidos del periodismo deportivo, el de la botella de ketchup, venía como anillo al dedo: primero no sale nada, y luego, de repente, todo de golpe. Aunque cabía la posibilidad de que lo que había aderezado el pan sueco de cada día hasta el momento sólo fueran unas gotas del condimento favorito de los norteamericanos. Quizá pronto ese pan se empaparía del viscoso líquido rojo.

En cualquier caso, el Asesino de Kentucky había entrado en acción. En apenas unas horas habían aparecido dos víctimas que sin lugar a dudas debían atribuírsele. Las cosas estaban en marcha, posiblemente en escalada.

Eran casi las nueve de la noche. Estaban todos. A nadie se le ocurría quejarse de la hora.

Jan-Olov Hultin movía sus papeles sin cesar. Cuando al final las piezas parecieron encajar, se levantó, agarró un rotulador y empezó a dibujar cuadros y flechas en la pizarra mientras con su habitual tono desprovisto de emoción resumía la situación.

– Bien, como sabéis, a las ocho y diez del tres de septiembre llegó a Estocolmo el Asesino de Kentucky, bajo el nombre de Edwin Reynolds, después de haber asesinado esa misma noche, en el aeropuerto de Newark, en Nueva York, al crítico literario Lars-Erik Hassel. Lo más probable es que, nada más llegar, fuera directo a Riala, en Roslagen; el grado de descomposición del cuerpo de Andreas Gallano indica que llevaba más de una semana muerto, lo que cuadra bastante bien con la fecha de llegada del Asesino de Kentucky a Suecia. Gallano andaba fugado del centro penitenciario de Hall y, al parecer, se había refugiado en una casa de campo que, con varios testaferros de por medio, pertenece a un tal Robert Arkaius, fugitivo del fisco que vive en el extranjero y amante durante un tiempo de la madre del muerto. No sabemos lo que ocurrió en esa casa, aparte de que el Asesino de Kentucky, empleando sus métodos habituales, le quitó la vida a Gallano. Hay motivos para creer que luego se quedó allí más de una semana, con un cadáver cada vez más hediondo en el sótano. El hecho de que, desde el primer momento, se dirigiera a un escondite tan perfecto apunta a que había tenido un contacto previo con Gallano o con su red de narcotráfico. Esto debemos comprobarlo debidamente. ¿Qué pasa luego? Pues que a partir de ahí la historia se complica. Se descubre el Saab beige de Gallano cerca del lugar donde se ha cometido un doble asesinato. Es posible, claro está, que llevara allí mucho tiempo por razones ajenas a los homicidios, pero ahora mismo todo parece indicar que el Asesino de Kentucky, anoche, 12 de septiembre, condujo el coche de su víctima hasta el puerto franco y que allí mató a otras dos personas; por un lado, a un hombre sin identificar, al que llamaremos, siguiendo la costumbre norteamericana, John Doe, pegándole cuatro tiros en el corazón; por otro, al funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores Eric Lindberger, recurriendo a sus tenazas de siempre. A la vez que Hjelm y Chávez hallaban el cuerpo sin vida de Gallano, un ejecutivo retirado, un tal Johannes Hertzwall, descubría el cadáver de Lindberger en un club náutico de Lidingö. La garganta del diplomático muestra mordeduras de vampiro idénticas a las de Gallano y Hassel. El examen forense preliminar realizado por Qvarfordt revela que murió más o menos a la misma hora que nuestro amigo John Doe, o sea, hace apenas veinticuatro horas. El club náutico está situado relativamente cerca del puerto franco, así que hay muchas probabilidades de que Eric Lindberger fuera ese cadáver que, a las dos y media de la madrugada, unos testigos vieron introducir a un individuo con pasamontañas en un Volvo modelo ranchera, de unos diez años de antigüedad, con una matrícula que empieza por B.

Hultin hizo una pausa y miró a su alrededor. Los alumnos permanecieron sentados y rectos como velas, sin desviar en ningún instante la mirada del creciente esquema de la pizarra.

– ¿Puedo proponer un posible curso de los acontecimientos? -continuó-. El Asesino de Kentucky se dirige al puerto franco para perpetrar dos asesinatos, al parecer premeditados. Se desplaza hasta allí en el coche de Gallano, pero hay otro vehículo esperándolo. Comete sus crímenes en algún sótano dejado de la mano de Dios, envuelve a sus víctimas en mantas y empieza a cargarlas en el maletero del nuevo coche. En ese momento es sorprendido por una desorientada pandilla de juristas que van en un minibús armados hasta los dientes con palos de hockey y botellas de vodka, por lo que sólo le da tiempo a meter uno de los cadáveres en su automóviclass="underline" el de Eric Lindberger. El otro cuerpo sin vida, nuestro John Doe, queda tirado en la carretera. Convencido de que los testigos han informado a la policía sobre el coche, es consciente de que le conviene poner pies en polvorosa cuanto antes, así que se dirige al puerto deportivo de Lidingö, donde se deshace del cadáver como puede, para enseguida largarse de allí.