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– Estaba muerto de miedo.

Por paradójico que pudiera parecer, sintió una pizca de orgullo mientras se abría camino a tientas por el oscuro dormitorio. Se metió entre las sábanas al lado de Cilla sin ni siquiera molestarse en pasar por el baño. Necesitaba su calor.

– ¿Qué pasa con Danne? -musitó ella.

– Nada -respondió Paul Hjelm; y lo decía en serio.

– Estás helado -constató Cilla sin hacer ademán de alejarse del hombre.

– Caliéntame -repuso él.

Ella permaneció quieta, calentándolo. Él pensó en el inminente viaje a Estados Unidos y en las posibles complicaciones que conllevaba. En realidad, lo único que quería era que la vida fuese así de sencilla: hijos de los que alegrarse y una mujer en la que hallar calor.

– Mañana me voy a Estados Unidos -anunció para ver la reacción.

– Sí -respondió ella durmiendo.

Él sonrió. El paraguas estaba plegado y él seco. De momento.

20

Arto Söderstedt no solía echar de menos el sol. Le encantaban los matices y había alcanzado la conclusión de que la manera en que un recién llegado a Estocolmo disfrutaba de la ciudad se situaba en una zona gris entre la fascinación superficial de los turistas y la perezosa mirada de los habitantes de toda la vida. El sol favorecía tanto una actitud como la otra; sin embargo, el disfrute más intenso de los recién llegados exigía cierto grado de nubosidad, lo justo para que los colores pudieran apreciarse bien sin que la monótona luz del sol los apagara. No se le había pasado por la cabeza que su teoría pudiera tener algo que ver con su propia hipersensibilidad al sol.

Pero ya estaba bien de nubosidad. Se encontraba en medio de una de sus plazas favoritas de la ciudad y apenas conseguía ver su propia mano, y mucho menos la Ópera a un lado y el palacio del Ministerio de Asuntos Exteriores al otro. Dirigió sus pasos hacia el ministerio bajo un ridículo paraguas de Bamse -el osito más fuerte del mundo- que había confundido con el suyo al salir de casa; podía imaginarse la cara que pondría su hija, la penúltima, cuando abriera su paraguas y alzara los ojos a un firmamento de logos policiales. Al subir las reverendísimas escaleras del ministerio tuvo que admitir que realmente echaba de menos el sol.

No era envidioso, aunque en su fuero interno se sentía un poco molesto porque no le hubieran tenido en cuenta para el viaje a Estados Unidos. En realidad, el experto en asesinos en serie era él. Y en vez de eso, estaba pisando las monótonas aceras del trabajo de campo, en concreto la que conducía hasta la recepción del Ministerio de Asuntos Exteriores.

La recepcionista le hizo saber, altiva, que Justine Lindberger estaba de baja por enfermedad, que Eric Lindberger había fallecido y que habían declarado un día de luto en todo el ministerio. Söderstedt no vio necesario hacerle saber a la recepcionista que esa información resultaba superflua, no sólo porque trabajaba en el caso sino también porque no iba por la vida con los ojos cerrados, pues el suceso había dominado por completo tanto los periódicos como los informativos de esa mañana. Ni siquiera a un sonámbulo le habría pasado desapercibido que el terrible Asesino de Kentucky estaba en Suecia y que la policía, al tanto de esa circunstancia desde hacía más de dos semanas, no había dicho ni una palabra a los ciudadanos, negándoles así la oportunidad de protegerse. Söderstedt había contado hasta ocho tertulianos matutinos que exigían que rodaran las cabezas de los responsables policiales.

– ¿Trabajaban los Lindberger en el mismo departamento?

La recepcionista, una señora desconfiada que rondaba los cincuenta años, estaba sentada detrás de un cristal enmarcado. Parecía la obra de un Velázquez moderno, la representación de una clase social en extinción, perfectamente realista a la vez que enormemente malvada. Söderstedt concluyó que, a pesar de todo, prefería ese agonizante modelo de recepcionista, áspera y poco complaciente, a la versión actual, en la que todas parecían cortadas por el mismo patrón de amabilidad artificial. La señora echó un vistazo, con manifiesta desgana, a una carpeta. Tras no poco esfuerzo, y a punto de resoplar, contestó:

– Sí.

Una respuesta exquisita, pensó Söderstedt antes de seguir.

– ¿Quién es su jefe inmediato?

Más resoplidos, molestias y fatigas. Después:

– Anders Wahlberg

– ¿Está aquí?

– ¿Ahora?

«No, el primer martes después del penúltimo día de la Ascensión», pensó Söderstedt, pero contestó con una zalamera sonrisa.

– Sí.

Se inició de nuevo el habitual procedimiento de extremo fastidio, que en este caso consistía en pulsar dos teclas de un ordenador. Tras esta labor casi sobrehumana, la señora no fue capaz de pronunciar más que un jadeante:

– Sí.

– ¿Podría hablar con él, por favor?

La mirada que recibió Söderstedt le hizo sentirse como el cruel terrateniente de una plantación de algodón látigo en ristre. La esclava negra, una vez más, tuvo que humillarse. Pulsó por lo menos tres botones en un interfono y, reuniendo los últimos restos de su torturada voz, logró pronunciar:

– La policía.

– Ya. ¿Y? -preguntó la voz masculina del interfono sin entender muy bien de qué iba aquello.

– ¿Puede recibirlo?

– ¿Ahora?

– Sí.

– Sí.

El resultado de este inspirador diálogo fue que Söderstedt, mientras recorría los incontables pasillos del palacio, todos iluminados con elegantes arañas de cristal, acabó perdiéndose en nada menos que doce ocasiones. Al final dio con esa venerable puerta que daba paso a la morada del consejero Anders Wahlberg. Dio unos golpes con los nudillos.

– Adelante -atronó una voz estentórea desde las profundidades de la misma.

Arto Söderstedt entró, primero en una elegante antesala en la que había una secretaria muda y luego en un despacho aún más elegante con vistas a las aguas de Strömmen. Anders Wahlberg tenía unos cincuenta y tantos años y llevaba su corpulencia con el mismo orgullo que su corbata verde menta, que a Söderstedt le recordó el babero de su hija pequeña una vez finalizada la batalla con la comida.

– Arto Söderstedt. Policía criminal nacional.

– Wahlberg. Entiendo que se trata de Lindberger. Menuda historia. Es imposible que Eric haya tenido un solo enemigo en todo el mundo.

Söderstedt, sin más preámbulos, se sentó en una silla enfrente del escritorio de caoba, sobre el que descansaba un candelabro.

– ¿En qué consistía el trabajo de Lindberger?

– Los dos cónyuges están especializados en el mundo árabe. Se han dedicado ante todo al comercio con Arabia Saudí y han estado destinados en nuestra embajada allí. Jóvenes y prometedores. Futuros diplomáticos estrella, los dos. Bueno, eso pensábamos. ¿Es cierto que se trata de un asesino en serie americano?

– Eso parece -repuso Söderstedt-. ¿Cuántos años tienen? ¿O tenían?

– Justine tiene veintiocho, Eric tenía treinta y tres. Morir a la edad de treinta y tres años…

– Era la esperanza de vida en la Edad Media.

– Es cierto -admitió Wahlberg asombrado.

– ¿Trabajaban siempre juntos?

– En general, sí. A pesar de que se ocupaban de áreas algo distintas, las tareas eran las mismas: fomentar el comercio entre Suecia y, en especial, Arabia Saudí, mediante una estrecha colaboración con representantes de la industria de los dos países.

– ¿Áreas algo distintas?

– En líneas generales, podríamos decir que Eric, sobre todo, se encargaba de las grandes compañías suecas de exportación y Justine de las empresas un poco más pequeñas.

– ¿Viajaban siempre juntos?

– No, no siempre. Viajaban mucho, pero no siempre coincidían las fechas.

– ¿Y no tenían enemigos?

– No. Imposible. Expedientes inmaculados. Hacían un trabajo sólido e impecable, en general. Tenían un brillante futuro por delante. Justine había programado un viaje a la zona un día de éstos, pero doy por descontado que no va a poder ir. Y Eric iba a permanecer en su puesto aquí durante unos cuantos meses más. Ahora se quedará para siempre, amén.