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– El dispositivo está clarísimo -dijo Hjelm-. La cuestión es si resistirá al enfrentarse a centenares de pasajeros resacosos y con jet lag.

Hultin dejó pasar las palabras de Hjelm sin inmutarse y continuó.

– Todo depende de nuestra capacidad de cambiar rápidamente del plan A al plan B. Si nos comunican el nombre que usa el asesino antes de que los viajeros lleguen al control de pasaportes, toda nuestra atención se dirigirá hacia ese punto. Habrá que detenerlo allí mismo, si es que no ha cambiado de identidad durante el vuelo, claro. ¿Entendido? En tal caso, el trabajo de Viggo y Kerstin será clave. Eso sería el plan B, pero de momento sigue vigente el A, es decir, no tenemos la más mínima idea de quién es. Ahora son, veamos… las 7.34, y en cualquier momento me va a llamar el agente especial Larner -sonó su móvil, con un ridículo tono de Mickey Mouse que Hultin, con una ágil manipulación del teléfono, se apresuró a apagar-. Y aquí está.

Les dio la espalda para atender la llamada. La E 4 avanzaba ahora entre campos de cultivo abonados con los gases contaminantes de los coches y decorados con algún que otro tractor que luchaba valeroso contra los nuevos tiempos. Era un claro día de finales de verano, aunque recorrido por difusos estremecimientos que presagiaban el otoño. «El verano se ha acabado», pensó Hjelm fatídico, y acto seguido su voz interior añadió con un temblor patético: «El otoño se ha apoderado de Suecia».

A lo lejos, más allá de los campos, se alzaba un complejo urbanístico sumamente deforme.

– La ciudad de Arlanda, ¿no? -gritó Kerstin Holm.

– Inconfundible -replicó Arto Söderstedt.

– Nos quedan unos cinco minutos para llegar -comentó Gunnar Nyberg.

-But why? [2] -vociferó Hultin de repente. Se quedó callado un momento, escuchando, y luego colgó.

– No -dijo-. No han conseguido averiguar el nombre. Parece ser que el asesino, haciéndose pasar por la víctima, canceló su billete, y que poco después reservó una plaza en el mismo vuelo con otro nombre, falso por supuesto. Aun así, necesitamos ese nombre. No entiendo por qué coño tardan tanto en averiguarlo si saben que es la última reserva. Así que de momento sigue vigente el plan A.

El helicóptero se desvió de la E 4, entrando por encima de los bosques en las inmediaciones del aeropuerto. Llegó a Arlanda International veinticuatro minutos antes que el vuelo SK 904 procedente de Nueva York; y cinco minutos más tarde todos los integrantes del Grupo A estaban en sus puestos.

Chávez se abrió camino entre la muchedumbre de futuros y antiguos turistas del vestíbulo principal, aún no demasiado intimidatoria, y se sentó en un banco al lado de una máquina de Coca-Cola desde donde disfrutaba de una vista completa de su área de vigilancia. Activó su mirada de halcón. Como siempre, su nivel de motivación se hallaba un poco por encima del punto máximo.

Medio minuto más tarde llegó Gunnar Nyberg, algo más tocado por el viaje en helicóptero. Se sentó a una mesa de la cafetería, con el rostro empapado en sudor frío y caliente y la mirada dirigiéndose alternativamente a Chávez y a la salida de las aduanas. En manifiesta necesidad de una inyección de energía, pidió una bebida isotónica de una marca que conocía de sus tiempos como culturista. Se la tomó de un trago. Acto seguido le quedó claro que esa bebida en la actualidad se preparaba con líquidos exprimidos de vieja ropa deportiva recogida en todos los gimnasios del mundo, y aunque consiguió hidratar el organismo, también de paso alimentó el mareo.

Mientras tanto, un quinteto fácil de identificar se dirigió a las aduanas. Hultin intercambió unas palabras con los aduaneros, manifiestamente nerviosos, antes de unirse a los otros cuatro en la sala de llegadas. Se colocó al final de una cola que serpenteaba delante de una ventanilla de cambio de divisas, desde donde tenía una buena panorámica de todo el recinto. El resto del grupo se encaminó hacia el control de pasaportes, hasta que Hjelm se separó de los demás para acercarse a la zona de recogida de equipajes, donde se quedó mirando embobado una cinta de maletas vacía. Pocas veces se ha visto a un policía parecer tanto un policía, y cuanto más se esforzaba en pasar desapercibido más se le notaba. Cuando ya sentía cómo la luz de la sirena giraba encima de su cabeza dejó de intentarlo, y así logró disimular mejor. Se sentó en un banco y se puso a ojear un folleto cuyo contenido siempre sería una incógnita para él.

En el control de pasaportes, Norlander y Holm fueron recibidos por un funcionario que los condujo a sus respectivos cubículos, donde acabaron sentados en incómodos taburetes detrás del agente de control. Desde fuera su presencia apenas se percibía, y aun en ese caso tampoco debía parecer tan rara. Se instalaron con tranquilidad en sus puestos aguardando la afluencia de viajeros.

Ya sólo quedaba Arto Söderstedt. Tras atravesar el control de pasaportes, subió hasta la sala de tránsito por la escalera mecánica, zigzagueando entre dispersos viajeros rezagados. No le hacía falta consultar los monitores para identificar la puerta; un grupo de caballeros fácilmente reconocibles permanecía sentado delante de la puerta 10 de una manera tan despreocupada que se veía a la legua que eran policías. Söderstedt reunió a los agentes y los fue distribuyendo por la zona. Un somero vistazo puso de manifiesto que los lavabos eran los únicos espacios realmente apartados. Colocó a un policía fuera de cada aseo y se aseguró de que todas las zonas dedicadas al personal del aeropuerto permaneciesen cerradas a cal y canto. Sólo quedaban los duty free, los bares y las cafeterías. Echó mano de un tal Adolfsson, uno de los agentes encargados de velar por la seguridad pública del municipio de Märsta, que aun apoyado en la barra del bar consiguió la verdadera proeza de estar fuera de lugar.

La sala de tránsito seguía estando relativamente vacía. Söderstedt se sentó delante de la puerta 10 a esperar. Por la zona deambulaban unos cuantos pasajeros remolones de anteriores vuelos.

Un ligero cambio en el estado de las cosas -tras la denominación «SK 904, New York», en el monitor de llegadas centelleaba ahora la breve y fatídica expresión «En tierra»- hizo que Arto Söderstedt se introdujera el abominable pinganillo en el oído; siempre le daba la sensación de que desaparecía en lo más profundo de las circunvoluciones cerebrales. Dirigió la mirada a la derecha, a la ventana panorámica, desde donde vio pasar el avión; pulsó un botón en el interior del cinturón, carraspeó y dijo:

– El buitre ha aterrizado.

Se levantó, se ajustó la corbata y, tras echarse la bolsa al hombro, se quedó esperando con los ojos cerrados. Unos niños correteaban de un lado para otro entre sus piernas, mientras los padres les lanzaban gritos desgarradores y penetrantes. Unos caballeros enfundados en elegantes trajes, con sonrisas bien ensayadas, se mantenían a una prudente distancia de los pasajeros de segunda clase.

Permaneció quieto. Apenas dejaba notar su presencia. No cruzó la mirada con nadie. Nunca lo hacía.

La cola se puso en movimiento bastante rápido, a pesar de todo, y el atasco se disolvió. Atravesó con tranquilidad el pasillo del avión y cruzó la ruidosa plancha metálica para adentrarse en la oscilante pasarela que le llevaría a la terminal.

Salió a tierra firme. Había llegado.

Ahora el círculo se iba a cerrar.

Ahora iba a poder empezar en serio.

Resultaba interesante ver cuántas caras era capaz de archivar el cerebro antes de empezar a entremezclarlas. Söderstedt se dio cuenta de que el límite se hallaba en torno a la cincuentena. Al final, la afluencia de pasajeros procedentes de Nueva York no era más que una anónima masa gris, en su mayoría formada por hombres blancos de mediana edad que viajaban solos.

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[2] «Pero ¿por qué?»