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Luego, por fin, consiguió sacar el móvil del bolsillo y concentrarse lo suficiente como para marcar el número. No reconoció su propia voz cuando llamó a la ambulancia.

– Que venga un médico también. Un especialista de garganta.

Después se inclinó hacia Lundberg. Le acarició la temblorosa mejilla. Procuró tranquilizarlo. Lo abrazó. Intentó ser todo lo humano que pudo.

– Tranquilo, Benny, ya ha pasado. La ayuda está en camino. Tú puedes con esto. Aguanta, Benny. Así, muy bien. No pasa nada. Tranquilo.

Los espasmos y temblores fueron cesando poco a poco. Benny Lundberg se fue calmando. ¿O se estaba muriendo en sus brazos? Gunnar Nyberg notó sus propias lágrimas.

Norlander se había lanzado a la persecución del individuo vestido de negro. Estaba en buena forma, así que poco a poco la distancia se fue acortando. Pero el hombre no sólo era rápido, sino también ágil. Bajó del muelle de un salto y siguió corriendo dejando atrás la garita del vigilante, que asomó la cabeza justo cuando Norlander venía como una flecha.

– ¡Llama a la policía! -aulló al pasar.

La figura de negro se lanzó a un camino perpendicular y por un momento se le perdió de vista. Norlander llegó hasta el cruce. Vio al hombre desaparecer detrás de una casa que había a una decena de metros. Sin pensar, se dirigió corriendo hacia allí empuñando el arma. El hombre del pasamontañas se asomó y disparó.

Norlander se arrojó al suelo lleno de lodo. Esperó un segundo para comprobar si había resultado herido y se puso en pie de nuevo. La pistola estaba cubierta de barro. Intentó limpiarla mientras corría. Llegó hasta la esquina y asomó la cabeza con mucho cuidado. No había nadie. Un callejón vacío. Agachado, se acercó deprisa hasta la siguiente esquina y asomó la cabeza. Tampoco había nadie. Siguió hasta la siguiente. Y repitió el movimiento con sumo cuidado.

De repente un paso, un ligero chapoteo detrás de él. Eso fue lo único que percibió. Acto seguido, un enorme dolor en la nuca. Cayó como un cerdo en un lodazal. Estaba casi inconsciente. Levantó la vista a través de la lluvia. Todo le daba vueltas. La figura vestida de negro le clavaba la mirada a través del pasamontañas. No podía verle los ojos. Lo único que vislumbró fue el cañón de una pistola con silenciador apuntándole a la cara con firmeza.

– Lárgate -le espetó el individuo-. Vete de aquí.

Y se esfumó. Norlander escuchó cómo arrancaba un motor. Se levantó y se asomó a la esquina. Estaba mareado. El mundo giraba. De forma muy vaga percibió los contornos de un coche en el centro de la centrifugadora. Posiblemente marrón, posiblemente un jeep.

Luego se desplomó y quedó tendido en medio del fango.

26

El sol en Nueva York parecía haberse vuelto igual de loco que la lluvia en Estocolmo. La naturaleza estaba en desorden. Lo único que faltaba era que nacieran caballos con dos cabezas y cuervos con el pico saliéndoles por el culo.

Hacía un calor desmedido. Ni siquiera el ultramoderno aire acondicionado del FBI era capaz de conjurar el calor. Tampoco un abracadabra ni ninguna otra palabra mágica servían de nada, constató Hjelm. Se aburría, se sentía frustrado, como si al dar un paso se hubiera quedado a medias.

Les tocaba aguardar, y la espera nunca ha ayudado a controlar la irritación. Todo les molestaba. Incluso Jerry Schonbauer ya no pudo más, explotó y se arrancó la camisa empapada de sudor haciendo saltar los botones. Uno de ellos le dio en el ojo izquierdo a Kerstin Holm, sacándole una lente de contacto; Schonbauer se deshizo en disculpas y volvió a ser el tímido gigante de siempre.

– No sabía que llevabas lentillas -comentó Hjelm al cabo de un rato.

– Llevaba, tú lo has dicho -repuso ella mientras contemplaba las dos mitades de la lentilla, una pegada en el pulgar y la otra en el índice-. Y ahora me vas a ver con gafas.

Se quitó la del ojo derecho y la tiró. Luego sacó las típicas gafas redondas de progre y se las colocó sobre la bellísima nariz. Para evitar que le diera la risa, algo sin duda contraproducente para el clima de confianza que se había establecido entre ellos, Paul Hjelm se concentró en la irritación que le causaba el calor.

Pero no lo consiguió y estalló en carcajadas.

– Mira qué pájaro más divertido -comentó de manera poco convincente señalando por la ventana.

– Me alegro de poder contribuir a animar el ambiente -soltó ella mosqueada subiéndose las gafas hasta la frente.

Habían estado en el despacho de Bernhard Andrews, el joven experto en informática que se dedicaba a meter las narices en todos los recovecos posibles de la red en busca de Lamar Jennings. Quizá existiera una foto en algún sitio. Pero como ya se imaginaban no dio resultado alguno. En ningún registro figuraba la más mínima información sobre él; al parecer, llevaba más de veinticinco años eludiendo cualquier sistema de control social. Lo único que hallaron fue su certificado de nacimiento. A partir de ahí, era como si no hubiese existido.

La señora Wilma Stewart, por su parte, fracasó estrepitosamente en su intento de proporcionarles un retrato robot de Lamar Jennings. El rostro parecía tomar forma en la pantalla y todos, de pie e inclinados sobre el ordenador, estaban pendientes de sus palabras, pero la señora Stewart negaba con la cabeza una y otra vez. Los labios más gruesos. Oiga joven, le he dicho que los labios más finos. Escúcheme, le he dicho que más gruesos.

Al final el calor cosechó otra víctima más: la señora Stewart se quedó dormida delante del ordenador. Al despertarse, prometió volver en otra ocasión para intentarlo de nuevo.

De criminalística les llegó el primer informe del material procedente del piso de Lamar Jennings. Se trataba de la reconstrucción de los fragmentos de las hojas del diario. De inmediato, cada uno se abalanzó sobre su copia. Schonbauer, que como resultado del incidente con la camisa iba vestido con una ridícula camiseta interior de rejilla, se acomodó encima de la mesa de Larner y empezó a balancear las piernas. Larner estaba sentado en su silla, con las piernas encima de la mesa, al lado de Schonbauer. Jalm & Halm se habían instalado a una prudente distancia el uno del otro en dos de las sillas destinadas a los visitantes.

Se trataba de fragmentos inconexos, como anotaciones sueltas para una biografía. Sin duda, Larner tenía razón al afirmar que Jennings sólo había dejado lo justo como para dar una idea de la magnitud de su dolor. Cada fragmento llevaba su propia carga de información:

«no sé por qué escribo, ¿como conjuro?, intento detenerme antes de que me dé tiempo»

«una tumba en la perfección del gran vacío»

«la vieja me quería invitar a tomar té, le dije que no, que muchas gracias, le habría vomitado encima, habría tenido que»

«son tan pequeños, no quieren entender cómo» «cada vez más fuertes. ¿Por qué se vuelven cada vez más fuer»

«en mitad de la noche, sombra en el armario, se ha enganchado, bisagras invisibles»

«reducido a nadie, menos que cero, existe una vida por debajo del cero»

«de paso, la brasa del cigarro, ya puedo oír el chisporroteo, sentir la peste, pero el dolor no lo puedo prever nunca, sólo»

«19 de abril. Qué fuerza tienen ahora, ya no puedo resistir más»

«la abuela ha muerto. Vaya. Llegó un paquete. Sólo mierda, aparte de una carta. Pronto la leeré. La letra me inquieta»

«el planeta Tierra, una tumba, los seres humanos, gusanos, ¿dónde está el cadáver? ¿Es al dios muerto a quien nos estamos comiendo?»

«una escalera de la nada a la nada, como un sueño. Ahora llega en relámpagos, como si viajara dentro de mí, como si me empujara hacia un destino» «ir allí simplemente, decirles que estoy enfermo, intentar que me ayuden»

«si las imágenes pueden convertirse en una historia»