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– ¿Qué? ¿Me acompañáis?

Dicho y hecho. Cogieron un vuelo a Louisville, Kentucky. En el aeropuerto los esperaba un helicóptero del FBI que los llevó hacia el este. A lo lejos se alzaba un alto macizo montañoso.

– Cumberland Plateau -indicó Larner señalando con el dedo.

El helicóptero aterrizó en las afueras de un campo de cultivo de tabaco. Junto con Larner y otros tres agentes del FBI, atravesaron corriendo el cultivo para alcanzar la carretera. Un pequeño bosquecillo de árboles de hoja caduca, no identificables, ofrecía un poco de sombra a una granja que había conocido tiempos mejores. Para llegar a ella había que recorrer un trecho de terreno desértico. No había ni un solo vecino en unos cuantos kilómetros a la redonda.

De cerca, la granja tenía un aspecto fantasmal. Esos quince años sin nadie que se ocupara de ella habían dejado su impronta. Una casa o se habita o acaba por deteriorarse. Esto último le había ocurrido a la granja de Wayne Jennings. Tampoco daba la impresión de haberse encontrado nunca en un estado particularmente bueno, pero ahora había alcanzado una fase de total abandono.

La puerta estaba torcida, y se requirió de toda la masa muscular del FBI presente para poder abrirla, lo que equivalía a arrancarla de cuajo. Entraron en el recibidor. Una fina capa de arena lo cubría todo. Con cada paso que daban se levantaba una pequeña nube de polvo. En la cocina se veían platos sin lavar, como si el tiempo se hubiese congelado, interrumpiendo sin más los quehaceres cotidianos. Pasaron la escalera que conducía al pequeño sótano; Hjelm echó un vistazo, pero no bajó. Encima de una mesa había tres latas de cerveza cubiertas de arena, como tres estatuas de sal en el desierto. Entraron en un dormitorio. Unos pósters a punto de desintegrarse aún resistían en las paredes: Batman y un equipo de béisbol. Encima de la mesa había un libro abierto, Mary Poppins, y en la almohada descansaba un desgastado osito de peluche rebozado en arena. Kerstin lo levantó, una pata se quedó en la cama. Sopló para limpiarlo un poco y se lo quedó mirando, con unos ojos tan tristes que era como si estuviese a punto de rompérsele el corazón.

Salieron del cuarto de Lamar y fueron hasta el de sus padres. Se encontraba al fondo, dando a las vastas llanuras que se extendían hasta Cumberland Plateau. Larner señaló la cama matrimoniaclass="underline" en el lugar donde debía haber estado una de las almohadas había un gran agujero. Aún volaban plumas por el aire cargado de polvo.

– Aquí Lamar encontró a su madre una calurosa mañana de verano -comentó con voz queda-. Escopeta de perdigones. Le arrancó casi toda la cabeza.

Volvieron al pasillo y entraron en la siguiente habitación: una para invitados con entrada propia desde el porche.

– Debe de estar aquí -dijo Larner.

Se acercó al armario ropero y lo abrió. Todos los agentes del FBI presentes se lanzaron de cabeza al ropero armados con diversos instrumentos de medición y otras herramientas más contundentes. Pasaron un micrófono a lo largo de la pared.

– Aquí -anunció uno de ellos-. Por aquí detrás hay un hueco.

– A ver si podéis dar con el mecanismo de apertura -pidió Larner, y se retiró unos pasos para sentarse en la cama, donde ya estaban los policías suecos.

– Creo que ya puedes dejar el osito -dijo.

Kerstin miró fijamente el peluche que tenía en las rodillas. Lo dejó en la cama. El relleno se había salido por el agujero de una de las patas, de modo que todo lo que quedaba del osito era un pequeño y vacío envoltorio de piel. Levantó el guiñapo.

– Lo que hacemos con nuestros hijos…

– Te lo advertí -replicó Larner.

Les llevó tiempo, casi quince minutos de una búsqueda intensa, científica, pero al final descubrieron un complejo mecanismo detrás de una placa de hierro atornillada a la pared. Al parecer, Wayne Jennings no quería que nadie entrara allí después de su supuesta muerte. Aunque el hijo, obviamente, lo había hecho y se había quedado con las tenazas.

Cuando activaron el mecanismo, al fondo del armario se abrió una gruesa puerta de hierro, que se deslizó despacio. Hjelm intentó imaginar la noche en la que esa manga de abrigo se había quedado enganchada impidiendo que la puerta se cerrara del todo. Se situó junto a la entrada de la habitación y se puso en cuclillas para simular el campo de visión de un niño de diez años. Allí había estado Lamar cuando vio que la sombra se metía en el ropero, una sombra a la que siguió.

Larner entró en el armario y empujó la puerta para abrirla más; como el mecanismo estaba algo oxidado, se oyó un chirrido que seguramente no se había producido hacía veinte años. Encendió una linterna y desapareció. Los demás lo siguieron.

La arena crujía bajo sus pies mientras bajaban. Se trataba de una escalera estrecha, de piedra, provista de una barandilla de hierro, y larga, asombrosamente larga. Cuando al final llegaron abajo de todo, se encontraron delante de una puerta metálica, maciza, oxidada. Larner la abrió y recorrió la estancia con la linterna.

El sótano era lúgubre, estrecho, pequeño hasta un punto absurdo. Un cubo de cemento en medio del desierto. En el centro, una recia silla de hierro que había sido soldada a unas piezas metálicas que salían del suelo. Unas cuerdas de cuero colgaban flácidas desde los reposabrazos y las patas. Al lado, una robusta mesa, parecida a un banco de carpintero. Nada más. Larner sacó unos cajones de debajo del banco. Estaban vacíos. Se sentó en la silla mientras el pequeño cubo de cemento se iba llenando de gente; el último agente en bajar ya no cabía y tuvo que quedarse en la escalera.

– Estas paredes han visto de todo -comentó Larner.

Durante unos instantes Hjelm tuvo una experiencia sobrecogedora, como si entrara en contacto con todo el sufrimiento conservado en ese sótano, y un viento a la vez abrasador y helado lo atravesó. Más allá de las palabras.

Larner se levantó de la silla.

– Bien, está claro que tendremos que realizar una investigación del lugar del crimen en toda regla, pero no cabe duda de que es aquí donde la mayoría de las víctimas del Asesino de Kentucky encontraron la muerte, que seguramente deseaban con intensa ansiedad.

Volvieron a subir. La claustrofobia acechaba de cerca.

¿Qué pasó cuando Lamar, con diez años, entró en la mismísima cámara de tortura? ¿Cómo había reaccionado su padre? ¿Le dio una paliza que lo dejó inconsciente? ¿Lo amenazó? ¿Intentó incluso consolarlo? El único al que se le podrían hacer esas preguntas era al propio Wayne Jennings; y Paul Hjelm se prometió a sí mismo y al mundo que se lo preguntaría.

Porque cada vez estaba más seguro de que si el padre y el hijo ya se hubieran enfrentado en Suecia, en ese caso el padre habría salido victorioso. Habría matado al hijo por segunda vez.

El helicóptero los llevó de vuelta a Louisville, justo a tiempo para poder subir de inmediato a un vuelo en dirección a Nueva York. Todo el viaje no les había supuesto más que unas pocas horas. Llegaron al JFK por la tarde y cogieron un taxi de vuelta al cuartel general del FBI. Jerry Schonbauer estaba sentado como antes de que se fueran, balanceando las piernas y sumergido en un taco de papeles. Como si no hubiese ocurrido nada.

Pero sí había pasado algo.

– Muy oportuna vuestra llegada -dijo Schonbauer-. Acabo de recibir un informe preliminar de la investigación criminalística del apartamento de Lamar. Más una reconstrucción de la carta quemada. Eso es lo único de interés, en el resto de la investigación no hay nada de nada. Resultado nulo. Aquí tengo una copia de la misiva para cada uno. Tomad.

Se había podido sacar la fecha: 6 de abril de 1983. Casi un año después de la fingida muerte de Wayne Jennings. Era una carta que no tenía necesidad de escribir, y que sin duda no debería haber escrito. El hecho de que aun así la redactara revelaba un rasgo de humanidad que Hjelm en realidad no deseaba ver.