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– He sacado el teléfono ese que hay en el reposabrazos más de una vez sin querer, pero ésta ha sido la primera que lo he usado -comentó Hjelm soñoliento.

– Bueno, ¿os ha dado tiempo? -repitió Hultin.

Todos asintieron, aunque más de uno lo hizo con gesto algo perezoso.

– Entonces, ya estáis al tanto de nuestra principal tarea: averiguar el nombre sueco de Wayne Jennings. Las preguntas son: uno, ¿por qué ha utilizado un almacén de la empresa LinkCoop para sus actividades? Al parecer era algo habitual; de lo contrario, el hijo no habría copiado la llave. Dos, ¿por qué torturó al vigilante Benny Lundberg? Tres, ¿qué relación hay entre el frustrado robo en LinkCoop y los asesinatos de Eric Lindberger y Lamar Jennings, que se cometieron al mismo tiempo y sólo a una decena de puertas de distancia? Cuatro, ¿por qué mató a Eric Lindberger? Cinco, ¿guarda alguna relación con sus actividades en los países árabes? Seis, ¿peligra también la vida de su esposa, Justine Lindberger? Por si acaso voy a ponerla bajo vigilancia. Siete, ¿podemos encontrar a Wayne Jennings en el registro de inmigración de 1983? Ocho, la difícil y delicada cuestión: ¿es Jennings agente de la CIA?

– Bueno, siempre podemos optar por el camino oficial -intervino Arto Söderstedt- y preguntárselo a la CIA sin rodeos.

– En tal caso, me temo que nos aseguraríamos su inmediata desaparición.

– Por lo que yo puedo deducir de todo esto -dijo Chávez sosteniendo en el aire los papeles con el resumen de Hultin-, igual podría pertenecer al servicio de seguridad militar que haber sido fichado por otra organización: la del enemigo, por ejemplo, o la mafia, o alguna red de narcotráfico, o cualquier otra agrupación de esas que van por libre.

– Estoy de acuerdo -admitió Hultin de forma inesperada-. Es demasiado pronto para centrarnos en la CIA. ¿Más comentarios? ¿No? Entonces vayamos a los detalles: Arto sigue con Lindberger; Jorge con el Volvo; Viggo y Gunnar, tenéis que quedaros en casa hoy y poneros con las listas de inmigración; Paul, tú bajas al puerto franco a husmear por allí; y tú, Kerstin, te encargas de Benny Lundberg. ¿Cómo va el tema de Eric Lindberger, Arto?

– Dejó bastantes notas, que he repasado sin encontrar nada raro. Sin embargo, en su agenda hay una anotación interesante: la noche de su muerte tenía acordada una reunión. Sabemos que su cadáver fue arrastrado hasta un Volvo por Wayne Jennings, en el puerto franco, a las dos y media de la madrugada del doce de septiembre. La noche del once, a las diez, figura una reunión en su agenda; por desgracia, lo único que pone es «El bar de Riche». Ayer por la tarde me pasé por allí. Hay mucho personal y no era fácil encontrar a alguien que hubiera estado trabajando esa noche a las diez, aunque al final di con un camarero, un tal Luigi Engbrandt. Hizo un auténtico esfuerzo para intentar recordar, pero es un bar muy concurrido. Se acordaba de una persona que estuvo un rato esperando a alguien, podría tratarse de Lindberger. Lamentablemente, Luigi no recordaba que nadie se presentara. También he comprobado sus cuentas bancarias. Deja una respetable aunque no excepcional herencia: en total unas seiscientas mil coronas. Hoy me encargaré de su mujer, Justine.

– ¿Por qué? -objetó Norlander -. Déjala en paz.

– Porque hay muchas cosas que no cuadran -comentó Söderstedt-. Tenemos el enorme piso, la colaboración profesional de los esposos, algunos comentarios raros que hizo la última vez que hablamos. Además de unos cuantos puntos interesantes en su agenda que me gustaría que me explicara.

– De acuerdo -asintió Hultin-. ¿Has avanzado algo con los coches, Jorge?

– Los coches -repitió Chávez mientras su cara se torcía en una mueca-. Pues he puesto en marcha un auténtico ejército de agentes que dentro de poco los habrá comprobado todos. Por suerte, parece ser que el Volvo es un automóvil cuyos propietarios, por regla general, son gente de ley. Ninguno de los vehículos que hemos verificado hasta el momento fue robado ni prestado durante la noche en cuestión. Stefan Helge Larsson, ese delincuente de poca monta que había desaparecido junto con su coche, ha vuelto tras pasar un mes en Ámsterdam. La policía de tráfico de Dalshammar, donde quiera que esté ese sitio, lo detuvo en la E 4 «bajo influencia extrema de sustancias estupefacientes», tal y como recoge el informe. Al parecer, iba conduciendo en dirección contraria en plena autopista. Por tanto, mi atención se centra cada vez más en el vehículo que está registrado bajo una empresa fantasma. Hoy voy a dedicarme a eso.

– Imagino que lo demás ya está claro -concluyó Hultin-. Venga, vamos. Tenemos que cogerlo, pero ya. Es para ayer, como dirían en algunas empresas.

– ¿Qué está pasando en los medios de comunicación? -preguntó la sueco-americana Kerstin Holm.

– La caza de brujas sigue -respondió Hultin-. Las ventas de cerraduras, armas y pastores alemanes han subido de forma drástica. Se pide la cabeza de los responsables en una bandeja. En especial la mía. Pero también la de Mörner, quien sufre de un pánico constante. ¿Queréis que lo llame para que venga a darnos una pequeña charla de las suyas y nos anime un poco?

«Mejor que ponerles un soplete en el culo», constató Hultin al quedarse solo en cuestión de segundos.

Arto Söderstedt llamó enseguida a Justine Lindberger. La viuda estaba en casa y sonaba asombrosamente espabilada.

– Justine.

– Soy Söderstedt, de la policía.

– Ah, ya.

– ¿Crees que podría echarle un vistazo a tu agenda?

– ¿A mi qué?

– A tu agenda.

– ¿A mi filofax, quieres decir? Me temo que lo he dejado en el despacho del ministerio. Y no entiendo qué relación puede tener con el caso.

– Si supone una molestia, puedo pasarme por tu oficina a buscarlo.

– ¡No! No, gracias, no quiero tener a la policía husmeando en mi mesa. Pediré que me lo manden por mensajero y puedes venir aquí a fisgonear en él.

– ¿Ahora mismo?

– Me acabo de despertar. Son las nueve y diez. ¿Qué te parece a las once?

– Muy bien. Hasta ahora.

«Así le dará tiempo a hacer algunas modificaciones», pensó malévolo.

El próximo paso: el banco. El mismo que el de su marido. El mismo empleado. Llamó.

– Hola, soy Söderstedt -dijo con su melódico acento de finés suecoparlante.

– ¿Quién?

– El policía. Ayer tuvo usted la amabilidad de permitirme el acceso a las cuentas del difunto Eric Lindberger. Hoy necesito echar un vistazo a las de su mujer, Justine.

– Bueno, eso es diferente. Lo siento, pero no puede ser.

– Yo creo que sí -siguió Söderstedt con su acento cantarín-. Puedo ir por la vía oficial, pero no dispongo de tiempo; le advierto que si sale a la luz que usted ha puesto trabas a la investigación homicida más importante de Suecia de los últimos tiempos no creo que a su jefe le haga mucha gracia.

Hubo unos instantes de silencio.

– Se lo mando por fax -anunció el empleado del banco.

– Como ayer -constató alegremente Söderstedt-. Qué bien. Muchas gracias.

Colgó y dio unos golpecitos en la máquina, que al poco tiempo empezó a escupir unas hojas ornamentadas con números. Mientras tanto, contactó con la asociación de vecinos para averiguar las condiciones de la propiedad del piso. Llamó asimismo a Hacienda, al registro de tráfico, al de barcos, al de la propiedad y al Ministerio de Exteriores. Y finalmente habló con los agentes que tenía en mente para vigilar a Justine Lindberger.

– A las once quiero que me acompañéis a la casa de Lindberger. Y desde ese momento no la podéis perder de vista.

Luego, medio bailando, abandonó el despacho y salió al pasillo.

A las once en punto se hallaba delante del telefonillo del portal en Riddargatan. Un minuto más tarde ya estaba sentado en el sofá de la casa de Justine Lindberger.