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Durante unos interminables segundos reinó el silencio. Luego se oyó a Hultin.

– De acuerdo. Cerrad el control de pasaportes. No dejéis salir a nadie más. Pedid identificación a todo el que veáis en el maldito aeropuerto. De forma discreta, por supuesto. Oficialmente buscamos a unos narcotraficantes. Se activan todos los dispositivos. Rápido. Yo organizo los controles de carretera. Kerstin, ¿dispones de alguna foto de él? ¿Qué aspecto tiene?

– La que hay es muy mala. Posiblemente rubio. Lo siento, es una foto pésima.

– ¿Y ni tú ni el agente de control os acordáis de nada?

– No, me temo que no… Y ha podido llegar bastante lejos en once minutos.

– Ya. En marcha.

De alguna manera, Norlander se sentía aliviado, a pesar de todo. Su metedura de pata no había sido decisiva. A Hjelm el suspiro de alivio de Norlander se le antojó casi criminal.

Salieron del cubículo al mismo tiempo que Holm, cuya intensa mirada se unió a las de sus colegas; la búsqueda había comenzado.

Había hombres de raza blanca de mediana edad por todas partes. Los agentes armados con metralletas manaron de las cavidades del aeropuerto como gusanos de un cadáver.

Hjelm pasó las aduanas a toda velocidad. Por el rabillo del ojo vio a Gunnar Nyberg con su holgada cazadora desabrochada comprobando los pasaportes de un grupo de pasajeros.

Hjelm salió a la calle. Recorrió con la mirada las aceras repletas de gente. Un autobús de tránsito que se dirigía al centro de Estocolmo enfilaba la curva encima de la colina. Los taxis pululaban por doquier. Cualquier intento de controlar visualmente la zona era inútil.

Corrió por la acera. Una decena de potenciales asesinos en serie observaban sus pasos de corredor mediocre. Mostraron su documentación sin rechistar y, mientras comprobaba los pasaportes, el presentimiento que tenía se fue convirtiendo en una idea presta a formularse.

Se detuvo para hacer otro fútil intento de adquirir una visión global. De repente, Hultin apareció a su lado. Ambos leyeron su propio pensamiento en la mirada del otro. Fue Hjelm quien la expresó. Resultaba inevitable.

– Se nos ha escapado.

Hultin sostuvo la mirada durante un instante más; asintió con la cabeza en un gesto de entendimiento tácito que, sin embargo, contradijo con un severo tono de voz:

– Entremos y sigamos. No te quedes aquí tocándote las narices.

Hultin desapareció. Hjelm se quedó un rato tocándoselas.

Se rozó los labios con la punta de los dedos y se sorprendió al ver que había sangre. Alzó la cabeza hacia el cielo nublado y recibió las primeras y frías gotas de lluvia.

El otoño había llegado a Suecia.

5

Ya era por la tarde cuando todo el equipo se reunió en aquella sala que, en su momento, fue bautizada como «cuartel general del alto mando», con unas comillas que a medida que había avanzado la investigación de los Asesinatos del Poder habían ido perdiendo la ironía. Alguna que otra esperanza secreta de que ocurriera lo mismo con este caso recorría el aire ligeramente viciado de la sala. Por lo demás, reinaba una especie de controlado ambiente de terror: todos eran conscientes de la gravedad de la situación.

Jan-Olov Hultin salió del cuarto de baño con la mirada sumergida en unos papeles cuyo aspecto sugería que quizá deberían haberse quedado allí dentro.

Se acomodó en su vieja silla de siempre y dejó que una suerte de preparación estructural interior precediera a su presentación, la cual, por tanto, se retrasó unos diez segundos.

– El resultado de la debacle de Arlanda es decepcionante. Lo único que hemos conseguido son tres denuncias contra la policía. Dos de ellas se refieren a Viggo.

El semblante de Viggo Norlander logró aunar en la misma expresión la vergüenza con el orgullo.

– La primera es de la agente de control de pasaportes -continuó Hultin sin levantar la vista-. Encontró el cortejo al que la sometiste de una intensidad exagerada, pero afirma contentarse con una reprimenda. Si no tuviéramos otras cosas más importantes entre manos yo no me conformaría con eso. ¡Imbécil! La segunda denuncia concierne a una niña pequeña a la que atropellaste mientras perseguías al peligrosísimo narcotraficante Robert E. Norton. Lo tuyo sí que es tener tacto con el sexo débil. ¡Reimbécil! La tercera resulta un poco difícil de interpretar: un agente de la policía de Märsta ha sido denunciado por estar, cito textualmente, «borracho como una cuba» en el bar de la sala de tránsito.

Arto Söderstedt soltó una carcajada.

– Perdón -dijo al momento-. Se llama Adolfsson.

A falta de una explicación más precisa, Hultin siguió con el mismo tono neutro.

– Pasemos a lo fundamental. Edwin Andrew Reynolds no existe. El pasaporte, claro, era falso. Y pese a todos los esfuerzos por parte de nuestros técnicos de informática no se ha podido mejorar la calidad de la fotografía.

Giró la pantalla del ordenador que había sobre la mesa para mostrarles la ampliación de una cara muy oscura. Se adivinaban ciertos contornos, puede que la forma del rostro. Quizá fuera rubio. Por lo demás, la foto resultaba de lo más anónima.

– Ni siquiera sabemos si empleaba su propia fotografía; se aceptan fotos de hasta diez años de antigüedad, así que, en realidad, no supone ningún problema poner una de otra persona con un parecido razonable. En cualquier caso, el invento del escáner de las aduanas no sirvió para nada. Todas las fotos tienen más o menos el mismo aspecto. Por lo visto, la tecnología es nueva y no les dio tiempo a prepararla como es debido y un largo etcétera. Hemos enviado información a hoteles, estaciones de trenes, aeropuertos, compañías de ferries; en fin, a todo Cristo. Sinceramente, no creo que debamos esperar nada por ese lado, pero, por supuesto, seguiremos buscando. Es una suerte que los medios de comunicación no sepan nada todavía, aunque las cámaras de televisión se presentaron enseguida en el aeropuerto; el resultado se emitirá esta noche. Nuestro excelentísimo jefe Mörner se personó para hacer una declaración, algo que sin duda augura un gran momento televisivo, al menos de cierto género. ¿Preguntas?

– ¿Han dado algún resultado los controles de carretera? -quiso saber Gunnar Nyberg.

– Sólo un par de horas de auténtico caos en el tráfico de la E 4. La circulación en torno al aeropuerto es muy densa y, además, les llevó una eternidad montarlos; sólo habrían pillado a un verdadero aficionado. También estamos intentando identificar a todos los conductores de taxi y de autobús que estaban trabajando en Arlanda a la hora en cuestión pero, como ya sabéis, la desregulación ha convertido la actividad del taxi en un lío incontrolable, así que me temo que en ese punto no nos queda otra que darnos por vencidos. ¿Algo más?

– No es una pregunta -intervino Kerstin Holm-. Sólo quería haceros saber que, según los datos registrados en el ordenador, nuestro hombre fue la decimoctava persona que pasó por mi control de pasaportes. He intentado hacer memoria y he hablado con el agente que estaba conmigo, pero nada. No recordamos nada en absoluto de ese individuo. Tal vez caigamos en la cuenta de algo dentro de un tiempo…

Hultin asintió con la cabeza para luego proseguir, enfatizando algunas palabras de una forma muy extraña.

– Por si acaso, me he asegurado de que, a partir de ahora, se nos informe directamente de todos los fallecimientos denunciados a la policía, y de todas las sospechas que se dirijan hacia ciudadanos estadounidenses en Suecia. Allí donde exista la menor sospecha de un comportamiento fuera de lo normal debemos plantearnos todos: ¿Esto puede estar relacionado con nuestro objetivo? Ahora, de manera oficial, el caso es nuestro. De dedicación exclusiva por parte de todo el grupo. Es top secret: no podéis dejar que nadie de vuestro entorno, bajo ningún concepto, os oiga decir que un brutal asesino en serie estadounidense anda suelto en Suecia. Estéis donde estéis, debéis preguntaros: ¿Existirá alguna conexión entre el asesino y este accidente de bicicletas? ¿Y con el retraso de este autobús? ¿Y con los temblores espásticos de ese señor? ¿O con los intensos ronquidos de vuestras parejas? En otras palabras, ¡concentración absoluta!