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El padre estaba como paralizado. La madre temblaba pero contestó:

– En agosto fue a Creta con unos amigos de la mili. No había previsto coger más vacaciones. Pero es que habla tan poco con nosotros últimamente…

– ¿No les comentó por qué se quedaba en casa?

– Que le habían dado unos días extra. Eso fue todo lo que dijo. Una bonificación.

– ¿Una bonificación por qué?

– No nos lo explicó.

– ¿Cómo estaba de ánimo esos días?

– Contento. Más contento que en mucho tiempo. Como esperanzado. Como si le hubiese tocado la lotería o algo así.

– ¿Y sobre el motivo les contó algo?

– No. Nada. Tampoco le preguntamos. Supongo que a mí me preocupaba que estuviera metido en algún lío, ahora que por fin había conseguido un trabajo de verdad.

– ¿Se había metido en problemas antes?

– No.

– Oiga, yo estoy aquí para intentar detener a su -a punto estuvo de decir asesino- torturador, no para llevar a su hijo a la cárcel, así que haga el favor de decirme la verdad.

– Fue skinhead. Pero hace ya tiempo. Luego consiguió entrar en la escuela de la Infantería de Marina, en la mili, y de allí salió hecho una persona nueva. Intentó convertirse en militar profesional, y también hizo la solicitud para la Academia de Policía, pero sus notas del colegio eran demasiado bajas. Luego le dieron este puesto como vigilante. Fue maravilloso.

– ¿Tiene antecedentes penales?

Kerstin maldijo su dejadez; eso, lógicamente, tenía que haberlo averiguado antes, no era algo que debiera preguntarles a los padres. ¿No podría haberse encargado de esto alguien que estuviera un poco más al tanto del caso? Gunnar Nyberg, por ejemplo, que se moría de ganas de volver a trabajar en la calle… Ella acababa de volver de Estados Unidos, maldita sea. «Hultin, eres un cabrón», pensó.

– Algunas sentencias por delito de lesiones en la adolescencia -reconoció la madre avergonzada, y añadió rápidamente-. Aunque sólo contra negros de ésos.

«Dios mío», pensó Kerstin Holm.

– ¿Nada desde entonces?

– No.

– De acuerdo. ¿Qué me pueden contar del día de ayer?

– Estaba bastante tenso. Se pasó mucho tiempo encerrado en su cuarto hablando por teléfono.

– ¿No oiría por casualidad lo que dijo?

– ¿Cree que escucho a escondidas a mi propio hijo?

«Sí», contestó Kerstin para sus adentros.

– No, claro que no -respondió-. Pero uno puede oír cosas sin querer.

– No, eso no se puede.

Que no empiece ella también, pensó Kerstin suspirando. Quería imaginar que la mayor parte del suspiro no se había oído.

– Perdón -se disculpó fatigada-. Luego, ¿qué pasó?

– Salió a eso de las cinco. No comentó adonde iba, aunque parecía nervioso y animado a la vez. Como si fuera a recoger un premio de la lotería o algo así.

– ¿No mencionó nada que pudiera dar una idea de adónde se dirigía o qué pensaba hacer?

– Dijo una cosa: «Mamá, pronto vais a poder mudaros de aquí».

– ¿Ha tocado algo en su cuarto?

– No, no he tocado nada. Hemos pasado toda la noche en el hospital.

– ¿Puedo echar un vistazo?

La madre la llevó a una habitación que por fuera parecía la de un niño: viejas y descoloridas pegatinas de esas que van en los paquetes de chicles cubrían la puerta.

El interior del cuarto ya era otra historia. Le dio las gracias a la madre y le cerró la puerta en las narices. Detrás de la cama dos de las paredes estaban cubiertas por una enorme bandera sueca doblada por la mitad. Levantó un poco la tela para mirar si había algo debajo. Allí, metidas un poco hacia dentro, se ocultaban algunas banderolas. No alcanzó a identificarlas del todo, pero reconoció las rayas negras, doradas y rojas; probablemente se trataba de banderas nazis en miniatura. Echó una ojeada a la colección de CD: heavy metal, sobre todo, aunque también algunos discos de música de supremacía blanca. Mucho, lo que se dice mucho, no había cortado con su pasado, eso estaba claro.

Se acercó al teléfono de la mesilla para buscar un bloc de notas. Al final lo encontró en el suelo. Estaba en blanco, pero se adivinaban unas marcas en la parte superior; «algo donde rascar para los técnicos forenses», pensó, y le dio la sensación de que estaba citando a alguien. Levantó el auricular y pulsó el botón de rellamada. Una voz grabada le dijo la hora exacta. Hizo una mueca de decepción. Lo único que sacó en claro fue que Lundberg había llamado al servicio de información horaria porque tenía que ser puntual para hacer algo que no quería perderse por nada del mundo.

Marcó un número.

– ¿Servicio telefónico? Soy Kerstin Holm, policía criminal nacional. ¿Ve desde qué número estoy llamando? Bien. ¿Puede comprobar tanto las llamadas enviadas como las recibidas por este teléfono durante las últimas veinticuatro horas, por favor, y luego mandar la lista por correo al comisario Jan-Olov Hultin? Máxima prioridad. Gracias.

Repasó rápidamente el abarrotado escritorio: cómics, revistas porno tiradas encima de la mesa sin ningún pudor -¿qué diría la madre?-, bolígrafos de propaganda, revistas militares, trastos varios. En el cajón superior había dos cosas que despertaron su interés. Primero, una pequeña bolsa con pastillas, sin duda anabolizantes. Segundo, un pequeño bote con llaves, seguramente de reserva: las de casa, del coche, de una bici, de un candado, de una maleta, y luego, al final, una llave que le sonaba de algo. ¿No era la de una caja de seguridad de un banco? ¿Qué tendría alguien como Benny Lundberg en una caja de seguridad? ¿Un arma? No le extrañaría que hubiera escondido todo un arsenal debajo del parquet de la habitación, pero no le cuadraba que guardara nada en una caja de seguridad. No, no encajaba en absoluto con el perfil de Lundberg. Volvió a levantar el auricular.

– ¿Atención al cliente de Sparbanken? Buenos días, soy Kerstin Holm, policía criminal. ¿Tienen ustedes un registro central sobre los propietarios de las cajas de seguridad? O hay que… de acuerdo, espero. Buenos días, de la policía, Kerstin Holm, policía criminal. ¿Disponen ustedes de un registro central sobre los propietarios de las cajas de seguridad? ¿O hay que dirigirse a una sucursal determinada? Vale. Muy bien. Se trata de Lundberg, Benny. Sí, Lundberg, como suena ¿No? De acuerdo. Gracias.

Llamó a unos cuantos bancos más y al final hubo suerte. Handelsbanken, Götgatan, cerca de Slussen. ¡Bingo! Cogió el bloc de notas y la llave de la caja de seguridad; con eso le bastaba. La madre de Benny Lundberg, como era de esperar, se hallaba justo detrás de la puerta cuando Kerstin, sin previo aviso, la abrió de golpe. Estaba limpiando una mancha en el marco.

– ¿Me podría dejar una fotografía reciente de Benny? -preguntó Kerstin Holm con sequedad.

Tras pasar un rato yendo de un lado para otro, la madre dio al final con una en la que aparecía toda la familia. Benny salía en el centro rodeando con los brazos a sus padres, que a su lado parecían muy pequeños. Mostraba una sonrisa amplia, aunque algo artificial. No es que fuera una foto idónea, pero tendría que apañarse con ella.

Cuando abandonó la casa, dejándoles a solas con su distorsionado sufrimiento -¿y qué sufrimiento no lo es?-, el padre seguía sentado en el sofá, petrificado.

Kerstin Holm cogió el metro hasta Slussen. Llegó enseguida. Le costó lo suyo remontar la cuesta de Peter Mynde bajo la torrencial lluvia; luego enfiló Götgatan, continuó subiendo unos metros más para pasar los cajeros automáticos y entró en Handelsbanken. Era la hora de máxima afluencia de clientes. Se fue directa al mostrador, colándose -lo que derivó en sonoras protestas procedentes de las numerosas personas que esperaban su turno-, y mostró la placa.