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– Se trata de una caja de seguridad -le anunció a la cajera.

– Por allí, por favor -respondió la empleada al tiempo que señalaba a un hombre encorbatado que se dedicaba tranquilamente a limpiarse las uñas.

Éste se levantó enseguida al ver la placa.

– Caja de seguridad. Benny Lundberg -pidió.

– ¿Otra vez? -preguntó él.

Kerstin Holm dio un respingo.

– ¿Cómo que otra vez?

– Su padre pasó por aquí esta mañana, a primera hora. Llevaba consigo una autorización firmada, así como su tarjeta de identidad y la de su hijo. Todo en perfecto orden.

– Mierda -soltó ella-. ¿Qué aspecto tenía? ¿Éste?

Enseñó la fotografía de la familia Lundberg. El empleado la cogió, sólo para devolvérsela de inmediato y decir:

– En absoluto. Pero si este es un obrer… un tipo de hombre muy diferente.

– Es el padre de Benny Lundberg -replicó ella.

Al empleado le cambió el semblante.

– ¿Cómo era? -continuó Kerstin Holm.

– Un caballero mayor, distinguido, con barba.

– Vaya. Con barba y todo. Tendrá que acompañarme a comisaría para hacer un retrato robot.

– Pero si estoy trabajando.

– Ya no. Aunque antes vamos a echar un vistazo a la caja de seguridad, que sin duda estará vacía. ¿Número?

– 254 -indicó el hombre, que le mostró el camino.

Efectivamente, la caja de seguridad de Benny Lundberg estaba vacía. Del todo.

Salió con el empleado y se metieron en un taxi. Hora de otro retrato robot. Ya se empezaba a cansar de los robots.

Norlander había cogido sus bártulos y se había mudado al despacho de Nyberg, ocupando el sitio de Kerstin Holm. Le dolía la cabeza. A Gunnar Nyberg también. Pero allí estaban los dos sentados, aguantando como podían, intentando evitar que les estallara.

Entre ellos había un buen taco de papeles: los inmigrantes de 1983, todos reunidos en el mismo lugar, como si se tratara de un gueto comprimido al máximo a la vez que perfectamente igualitario. La lista seguía el orden alfabético, pero Chávez, responsable de la impresión de todas esas hojas, quién si no, había marcado los nombres de todos los estadounidenses con una estrellita.

Eran miles de personas, aunque apenas superaban el centenar las que procedían de Estados Unidos. A pesar de eso, llevaba su tiempo comprobarlo todo. Había mucha información que procesar: edad, sexo, esto, lo otro y lo de más allá.

Norlander se encontraba mal. Había salido del hospital demasiado pronto. Las líneas microscópicas bailaban ante sus ojos. Seguro que el capullo de Chávez, ese diligente cabrón, había buscado el tipo de letra perfecto para provocar dolores de cabeza y mareos. Fue al baño a vomitar. Nyberg lo oyó a través de las puertas abiertas: una primorosa cascada cuyas ondas sonoras retumbaron por los pasillos.

– Mucho mejor -dijo al volver.

– Vete a casa a descansar -le ordenó Nyberg mientras se toqueteaba la venda de la nariz.

– Cuando lo hagas tú.

– Venga, vale. Seguimos. Pero ya está bien de descansos.

Norlander lo fulminó con la mirada y continuó con el trabajo.

Al final la lista se vio reducida a veintiocho varones estadounidenses que afirmaban haber nacido en torno a 1950. Dieciséis de ellos se habían encontrado en el área de Estocolmo en 1983. Procedieron a cotejar la relación con el padrón, para comprobar cuántos permanecían hoy en día en el país y concretamente en la región de Estocolmo. Quedaron catorce nombres.

– ¿Están incluidos los diplomáticos? -quiso saber Nyberg.

– No lo sé. No creo. No son inmigrantes.

– No puede haber acabado en la embajada estadounidense, ¿verdad?

– ¿El Asesino de Kentucky en la embajada estadounidense? Eso ya sería el colmo, ¿no?

– Pues sí, la verdad. Nada, sólo era una idea.

– Olvídala.

– ¿Y los investigadores visitantes? Este listado no está completo.

– Necesito salir un rato -anunció Norlander, quien, al igual que un camaleón, había vuelto a adoptar el color de la venda-. Yo me encargo de la primera parte, hasta… ¿qué pone?… Harold Mallory. Desde la A hasta M.

Norlander desapareció antes de que Nyberg pudiera desaconsejarle el uso del coche. No quería que su compañero acabara detenido por la policía de tráfico como ese delincuente de poca monta al que buscaba Chávez, en un estado de «influencia extrema de sustancias estupefacientes».

Nyberg se quedó sentado, mirando de hito en hito los garabatos de Norlander plasmados en una hoja que recogía el nombre de siete inmigrantes estadounidenses del año 1983: Morcher, Orton-Brown, Rochinsky, Stevens, Trast, Wilkinson, Williams.

Gunnar Nyberg no estaba realmente por la labor. Le pareció una tarea tediosa, sinsentido. Lo único que quería era salir a partirle la cara a ese asesino. Una vez superado el shock que sufrió al ver a Benny Lundberg, no era capaz de asimilar que Wayne Jennings lo hubiera noqueado.

Nadie mandaba a la lona a Gunnar Nyberg. Ésa era la regla número uno.

Se quedó en el despacho un poco más de lo que debía. Se acercó al espejo que colgaba de la pared para examinar su cara. La enorme venda que le había cubierto casi toda la cabeza se había quedado en un protector de la nariz que se parecía a un cucurucho, una tablilla de plástico como la que los futbolistas heroicos suelen llevar después de que el médico pare el flujo de sangre. La sujetaban unas peculiares gomas que llevaba en la nuca. Poco a poco empezaban a extenderse moratones en torno al cucurucho narizudo. Prefirió no imaginarse cómo estaría la cosa por ahí abajo. Joder, ¿por qué su cara siempre tenía que quedar hecha un Cristo cuando un caso estaba a punto de resolverse?

Porque el caso estaba a punto de resolverse, ¿no?

Volvió a la mesa y se dejó caer en la silla. Chirrió de forma inquietante. Había oído historias aterradoras sobre sillas de oficina que al romperse se volvían locas y se convertían en espeluznantes instrumentos de tortura de donde salían barras que se metían medio metro por el ano. Pensó en su destrozada cama mientras se mecía en la silla con mucho cuidado. La verdad es que sonaba un poco asesina. La venganza de las sillas de oficina IV. El último taquillazo de Hollywood. Las desgastadas butacas de los cines gritaban con alborozo, lanzando por los aires muelles que penetraban la pantalla. Ni una sola pantalla de ordenador con los ojos secos. Las cortinas se sonaban la nariz en sí mismas. Una oficina tras otra se amotinaba, propagándose la revuelta por todo Estados Unidos…

Pues sí que andaba ido. ¿Por qué? Siempre solía haber una razón para sus ataques de distracción. Algo en alguna parte le incomodaba, le irritaba. Había algo que le impedía sentirse del todo satisfecho con esa lista.

Se puso a organizar los nombres para establecer un orden de turnos adecuado. Tres residían en el centro, dos en la zona norte y dos en el sur. Aunque, claro, lo más probable era que todos estuvieran trabajando en ese momento. Así que empezó por los lugares de trabajo: Huddinge, dos en Kista, dos en la universidad politécnica, Nynäshamn, Danderyd. El orden: Danderyd, politécnica, Kista, Huddinge, Nynäshamn. O: Kista, Danderyd, politécnica, Huddinge, Nynäshamn. Esto último quizá fuera mejor.

Dejó la lista y se quedó mirando la pared. Entonó una escala para probar la voz. Un espantoso tono nasal. Otra lesión más que afectaría a la voz. Había algo inquietante en eso. ¿Un castigo? ¿Una advertencia? Una advertencia, quizá. Un recordatorio.

De repente, las imágenes se presentaron de nuevo: Gunilla. Las cejas rotas. Los ojos como platos de Tommy y Tanja. ¿Por qué tenéis que aparecer justo ahora?

Había un único rasgo conciliador en su pasado: nunca había tocado a los niños, ni una sola vez les levantó la mano a Tommy y Tanja.