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¿Era ésa la razón por la que le propinaban una paliza tras otra, haciendo que su voz se deformara? ¿Era para que nunca se olvidara del motivo por el que cantaba? A pesar de lo inoportuno del momento, o quizá precisamente por eso, tomó una decisión.

Había dos Tommy Nyberg en Uddevalla. Llamó al primero. Tenía setenta y cuatro años y estaba más sordo que una tapia. Llamó al segundo. Se puso una mujer al teléfono. De fondo se oía llorar a un bebé. «¿Un nieto?», pensó.

– ¿Tommy Nyberg? -preguntó en un tono sorprendentemente firme.

– No está -dijo la mujer.

Tenía una bonita voz. Una mezzosoprano, estimó Gunnar Nyberg.

– ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Cuántos años tiene Tommy?

– Veintiséis -respondió-. ¿Quién es usted?

– Su padre -soltó sin más.

– Sí, hombre, ¿y qué más? Su padre está muerto.

– ¿Seguro?

– Muerto y bien muerto. Lo encontré yo. Ahora deja de jodernos, viejo cabrón -le espetó la mujer, que colgó bruscamente.

Estaba claro que no tenía por qué seguir viviendo en Uddevalla. Además, Tommy debía de tener veinticuatro, calculó con rapidez. «¿Viejo cabrón?», pensó riéndose. Una risa macabra. Todavía le quedaba una oportunidad.

Había una Tanja Nyberg-Nilsson. ¿Nilsson? Así que se ha casado… Y a él ni una palabra.

Llamó. Contestó una voz femenina. Dulce. Suave.

– Tanja.

¿Quién era él para romper la paz? Cuelga, cuelga, cuelga, repetía una voz en su interior. Las naves ya están quemadas. Es demasiado tarde.

– Hola -dijo, y tragó saliva con mucho esfuerzo.

– Hola, ¿quién es?

Sí, ¿quién era? Le había soltado la palabra «padre» a la mujer desconocida sin pensárselo. ¿Realmente merecía ese título?

– Gunnar -contestó a falta de algo mejor.

– ¿Gunnar qué? -replicó la mujer y calló.

Hablaba con un acento de la costa del oeste; sonaba como gotemburgués pero al mismo tiempo no.

– ¿Gunnar Trolle? -añadió ella al cabo de un rato, con suspicacia-. ¿Por qué me llamas? Lo nuestro acabó hace tiempo y lo sabes.

– Gunnar Trolle, no -respondió-. Gunnar Nyberg.

Se instaló un silencio absoluto. ¿Había colgado?

– ¿Papá? -preguntó con voz casi inaudible.

Los ojos como platos. ¿Le habría colgado?

– ¿Estás bien? -quiso saber él.

– Sí, ¿por qué…? -empezó ella. Pero calló.

– He pensado mucho en vosotros últimamente -explicó él.

– ¿Estás enfermo?

Sí, ya lo creo.

– No. No, yo… no sé. Sólo que tenía que comprobar… que no os había arruinado la vida por completo. Nada más.

– Mamá nos dijo que habías prometido que nunca te pondrías en contacto con nosotros.

– Lo sé, lo sé. Y mantuve esa promesa. Ahora ya sois adultos.

– Bueno, más o menos -repuso ella-. Nunca hablábamos de ti. Era como si nunca hubieses existido. Bengt se convirtió en nuestro padre. Nuestro verdadero padre.

– Bengt es vuestro verdadero padre -concedió mientras pensaba: «¿Quién coño es Bengt?»-. Yo soy otra cosa -continuó-. Me gustaría verte.

– Sólo recuerdo gritos y violencia. No entiendo de qué serviría.

– Yo tampoco. ¿Me prohibirías que te hiciera una visita?

Ella permaneció en silencio.

– No -dijo al final-. No, no lo haría.

– Estás casada -comentó él para ocultar el júbilo que sentía por dentro.

– Sí -respondió ella-. Aunque de momento no tengo niños, así que no hay nietos.

– No es por eso por lo que te llamo.

– Ya. Seguro que sí.

– ¿Cómo está Tommy?

– Bien. Vive en las afueras de Estocolmo. En Östhammar. Él sí tiene un hijo. Ahí tienes a tu nieto.

Él encajó los pequeños golpes con los brazos abiertos. En todo el cucurucho de la nariz, con una sonrisa.

– ¿Y Gunilla? -preguntó con cautela.

– Sigue en el chalet con nuestro padre. Están pensando en mudarse a un piso y comprar una casa de campo.

– Excelente idea. Bueno, pues nos vemos. Ya te llamaré.

– Hasta luego -se despidió ella-. Cuídate.

Lo haría. Más que nunca. Ese suave acento de la zona de Uddevalla. Justo ella, que había tenido un acento tan marcado de Estocolmo. Aún se acordaba perfectamente de esa voz: «Mira, papá, la foca se come a los peces».

Era posible convertirse en otro. Cambiar de dialecto y ser otro.

Entonces se le ocurrió. En ese preciso instante se le ocurrió.

En ese momento y en ese lugar, Gunnar Nyberg atrapó al Asesino de Kentucky.

No tenía por qué ser americano. Incluso habría sido mucho mejor proporcionarle otra nacionalidad. Quizá no noruego, ni keniano, pero sí algo creíble.

Se lanzó sobre las listas y empezó a hojearlas como un poseso. Las repasó nombre por nombre, aunque esta vez ignorando las estrellitas.

Entró Hjelm. Se quedó mirando asombrado al lector gigante tan enfrascado en sus papeles. Una enorme aureola de energía, como una nube de tormenta, se elevaba sobre su cabeza.

– Eh, tú, hola -dijo Hjelm.

– Cállate -soltó Nyberg.

Hjelm se sentó y se calló. Nyberg continuó con lo suyo. Transcurrieron unos quince, veinte minutos.

Abril, mayo. 3 de mayo: Steiner, Wilhelm, Austria, nacido en el 42; Hün, Gaz, Mongolia, nacido en el 64; Berntsen, Kaj, Dinamarca, fecha de nacimiento en el 56; Mayer, Robert, Nueva Zelanda, nacido en el 47; Harkiselassie, Winston, Etiopía, nacido en el 60; Stankovskij, B…

Gunnar Nyberg se detuvo.

– ¡Bang, bang, bang! ¡Te cacé! -aulló-. ¡The Famous Kentucky Killer! ¡Tráeme una foto de Wayne Jennings! ¡Vamos!

Hjelm lo contempló boquiabierto y se marchó, sintiéndose de pronto como un auténtico subalterno. Nyberg se levantó y se puso a moverse por el despacho de un lado a otro; no, más bien lo que hacía era correr por la habitación como un hámster sobrealimentado en una rueda demasiado pequeña.

Hjelm regresó y tiró encima de la mesa el retrato de Wayne Jennings de cuando era joven.

– ¿No lo habías visto antes? -preguntó.

Nyberg clavó la mirada en el retrato. El joven de la amplia sonrisa y los ojos azul acero. Con las manos, tapó todo menos los ojos. No era la primera vez que se había cruzado con esa mirada. Le imaginó con canas y unas entradas. Le añadió unas arrugas.

– Te presento a Robert Mayer -dijo-, jefe de seguridad de la empresa LinkCoop en Täby.

Hjelm miró a Jennings y luego a Nyberg.

– ¿Estás seguro?

– Había algo en él que me resultaba familiar, pero no caía en qué. Debe de haberse hecho algo de cirugía plástica, pero cambiar los ojos y la mirada no resulta tan fácil. Es él.

– De acuerdo -convino Hjelm intentando serenarse-. Necesitamos confirmarlo. Sería lógico que tú contactaras con él tras lo de Benny Lundberg.

– ¿Yo? -gritó Nyberg asombrado-. Ni hablar, lo machacaría.

– Si aparece otra persona empezará a sospechar. Tienes que ir tú. Y hay que dar la impresión de que es una visita rutinaria. Hazte el tonto, no debería resultarte demasiado difícil. Y llévate alguna foto, la que sea, una que no tenga nada que ver con el caso.

Buscó frenéticamente una, cualquiera. Arrancó el cajón de la mesa de trabajo y dio con la de un hombre que rondaba los sesenta años y mostraba una tranquila y amable sonrisa.

– Ésta servirá. ¿Quién es?

Nyberg echó una distraída mirada a la foto.

– Es el pastor de Kerstin.

Hjelm se detuvo y observó al hombre. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que estaban en el sitio de Kerstin.

– ¿Estás al tanto de lo que pasó? -preguntó.

– Sí -dijo Nyberg-. Me lo ha contado.

Hjelm sintió una leve punzada en el estómago mientras sostenía la fotografía en el aire como si no supiera qué hacer con ella.

– De acuerdo. Tendrá que servir. La limpiamos y luego te aseguras de que Mayer deje allí sus huellas dactilares.