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– ¿Y no podemos simplemente detenerlo? En cuanto tengamos las huellas dactilares y lo comprobemos, ya está.

– Pero puede que no lleguemos ni a eso. Hay fuerzas muy importantes implicadas. Un abogado podría sacarle antes de que ni siquiera hayamos podido tomarle las huellas. Y no podemos pedirle que venga. Entonces se largará. Voy a hablarlo con Hultin.

Llamó. Hultin se presentó enseguida, como si hubiese estado acechando al otro lado de la puerta. La situación le quedó clara al instante. Miró a Hjelm. Luego asintió con la cabeza.

– De acuerdo, lo haremos así. Le debe parecer una pura casualidad -como así fue- que Gunnar y Viggo se presentaran en el puerto franco; habrá supuesto que se trataba de una rutinaria comprobación de todos los almacenes como parte de la investigación del robo. No creo que tenga ni idea de todo lo que hemos averiguado hasta ahora. Eso si no se han producido filtraciones desde el FBI, claro.

»Acabo de hablar con Kerstin, está de camino. Resulta que Benny Lundberg guardaba algún secreto en una caja de seguridad en un banco y alguien pasó por allí esta mañana y se lo llevó. Lo más probable es que fuera ese Robert Mayer con barba postiza. Están con el retrato robot.

– ¿Qué hacemos con la comprobación de las huellas? -preguntó Hjelm-. Contamos con los nuevos aparatos portátiles…

– ¿Los sabes usar?

– Yo no, pero Jorge sí.

– Búscalo. Iremos todos, por si intenta largarse cuando Gunnar hable con él.

Hjelm se fue corriendo a su despacho. Chávez estaba allí, todavía sumido en una profunda reflexión sobre las frases: «La hermana Salo tiene una pata de palo» y «La teta del hermano Lina es fina». ¿Se trataba de rimas infantiles en realidad?

– Busca un ordenador portátil con el dispositivo para huellas dactilares -dijo Hjelm-. Vamos a por K.

Las enigmáticas rimas cayeron de golpe al suelo y Chávez se puso en marcha. Fue el último en llegar al coche de Hultin, se metió al lado de Hjelm en el asiento trasero y se colocó el pequeño ordenador en las rodillas. Hultin condujo como un loco en dirección a Täby. Gunnar Nyberg iba en el asiento del copiloto; había llamado a LinkCoop intentando fingir la dosis justa de pereza y hastío. Robert Mayer estaba y no se marcharía hasta dentro de un par de horas. Nyberg le preguntó si podía ir a verlo para hablar de los acontecimientos de la noche. Necesitaba enseñarle una foto.

No había problema.

Abandonaron la carretera de Norrtälje, pasaron el centro comercial de Täby, que se asomaba desdibujado entre la niebla y la lluvia, y entraron en la zona industrial.

– Esto así no va a salir bien -dijo Nyberg de pronto-. Tienen unos equipos de vigilancia impresionantes. Y una garita de vigilantes en la entrada. Un sistema de monitores. Va a verlo todo.

Hultin se metió en una parada de autobús y detuvo el vehículo. Reflexionó, dio la vuelta y regresó por donde habían venido. Resultaba enormemente frustrante. En el garaje de la policía, Nyberg se bajó del coche y se subió a su viejo Renault. Luego los siguió hasta Täby.

El Volvo de Hultin entró en un aparcamiento que había junto a una nave industrial, a unos centenares de metros enfrente de las verjas de LinkCoop. Allí se quedaron aguardando, en medio de la tormenta.

Nyberg pasó la garita del vigilante; todo era igual que en su anterior visita. En apariencia.

También las dos bellezas de la recepción. A pesar de que Nyberg insistió en que conocía el camino, una de ellas se levantó y lo guió por los pasillos del estiloso edificio. Cada vez estaba más convencido de que formaban parte de una estudiada estrategia de marketing. Sin embargo, en esta ocasión su interés por la minifalda y lo que ocultaba era mínimo. En un estado de máxima tensión, entró en el despacho del jefe de seguridad, Robert Mayer, cuyas paredes estaban cubiertas de monitores centelleantes.

Mayer le clavó sus gélidos ojos azules. La mirada de Wayne Jennings. Nyberg hizo un esfuerzo monumental para aparentar que no se estaba esforzando en absoluto. Robert Mayer, por su parte, parecía de lo más relajado; sólo la mirada mostraba una gran concentración, como si le estuviera penetrando con ella. La noche anterior, Mayer había torturado a Benny Lundberg, dejado inconsciente a Viggo Norlander y partido el hueso de la nariz al propio Nyberg por tres sitios. A pesar de ello parecía fresco como una rosa.

– Eso no tiene buena pinta -comentó a la vez que se golpeteaba levemente la nariz.

– Gajes del oficio -contestó Nyberg estrechando la mano que Mayer le tendía.

Renunció al apretón de Mister Suecia esta vez.

– He mirado con más detenimiento el uso que se le ha dado a ese local durante los últimos tiempos -explicó Mayer mientras se acomodaba en su silla poniendo las manos tras la nuca-. Ha estado vacío, allí no se han almacenado más que viejas cajas. Por lo tanto, cualquiera ha podido acceder a él y, al parecer, para cualquier uso.

Nyberg no pudo evitar dejarse deslumbrar por la profesionalidad de Mayer.

– Una terrible historia -opinó.

– Desde luego -convino Mayer de forma compasiva.

Nyberg estaba a punto de vomitar.

– Esto, naturalmente, arroja otra luz sobre el robo.

Mayer asintió reflexivo con la cabeza.

– Sí, claro -dijo-. Benny da parte de un robo en uno de los almacenes mientras el Asesino de Kentucky está operando en otro. Y luego él mismo es casi asesinado precisamente en ese otro local. ¿Qué conclusiones han sacado de todo eso?

– De momento ninguna -respondió Nyberg con indolencia -. Pero, claro, uno se pregunta en qué andaba metido Benny Lundberg.

– Todo resulta muy extraño, sin duda -comentó Mayer-. Sabíamos que tenía un pasado como cabeza rapada, pero nos pareció que merecía una oportunidad para rehacer su vida. Ahora me temo que todo indica que estaba implicado en el robo…

– Creo que no le sigo -intervino Nyberg con un calculado aire de tonto.

– Bueno, no pretendo entrometerme en su trabajo -dijo Mayer-. No creo que sea necesario. Tengo entendido que por poco cogen al asesino.

– Sería fantástico si pudiéramos atribuirnos el mérito, pero la verdad es que sólo estábamos allí para realizar una comprobación rutinaria de los almacenes.

Nyberg sacó la foto del pastor fallecido de Kerstin Holm y se la tendió a Mayer. Al revés. El otro se vio obligado a cogerla y girarla.

Tras contemplarla unos instantes, negó con la cabeza y se la devolvió a Nyberg, quien la recibió y la metió en la cartera.

– Lo siento -dijo Mayer-. ¿Debería conocerlo?

– Lo detuvimos en un coche que salía a toda velocidad de la zona portuaria. Uno de los trabajadores de los almacenes creyó reconocerlo como alguien que había trabajado en LinkCoop.

– No, no sé quién es.

Nyberg afirmó con la cabeza y se levantó perezosamente. Le tendió la mano a Mayer. El apretón de manos fue civilizado.

Tuvo que controlarse para no echar a correr por los pasillos. Les sonrió a las recepcionistas gemelas y fue recompensado por partida doble. El coche pasó las verjas rodando despacio y dobló la esquina con la misma lentitud.

Durante los últimos veinte metros pisó a fondo; pensó que bien podía permitirse ese lujo. Agachado bajo la lluvia, se pasó al Volvo de Hultin, en el que entró chorreando.

– ¿Todo bien? -preguntó Hultin.

– Creo que sí.

Le entregó la foto a Chávez, que seguía en el asiento de atrás. Hjelm la vio pasar volando ante sus ojos. Había algo profundamente macabro en las huellas dactilares del Asesino de Kentucky sobre el rostro del tímido pastor luterano marcado por el cáncer. Con las manos cubiertas por unos guantes de plástico, Chávez introdujo la foto en un pequeño escáner, sujeto a uno de los laterales del portátil. Todo estaba preparado. Tanto las huellas de Nyberg como las de Wayne Jennings se encontraban registradas. Tras una espera que se les antojó casi insoportable, el ordenador emitió un pitido. En la pantalla centelleaba la palabra «Match».