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– Las huellas de Nyberg coinciden -anunció Chávez.

Nadie dijo nada. Aguardaron. Se les hizo eterno. Cada segundo era un paso hacia la desesperación.

Luego se oyó otro plin, y apareció de nuevo la palabra «Match».

– ¿No será otra vez Nyberg? -preguntó Hjelm.

– «Match» de Robert Mayer -anunció Chávez-. Wayne Jennings y Robert Mayer son la misma persona.

El Volvo gris metálico parado en un parking de una zona industrial a las afueras de Estocolmo vibró debido a un suspiro de alivio colectivo.

– No podemos irrumpir así como así en LinkCoop -dijo Hultin-. Nos descubriría como mínimo dos minutos antes de que llegáramos; y me imagino que le bastarían diez segundos para esfumarse.

Se hizo el silencio. Podría haberse definido como una sesión de lluvia de ideas, si no fuera porque llovía de todo menos ideas.

– Tendré que encargarme yo -asumió Nyberg-. Creo que he dado la impresión de ser lo bastante idiota como para haberme olvidado de algo.

– Acabas de sufrir una conmoción cerebral -advirtió Hultin.

– Es verdad -admitió Nyberg.

Acto seguido salió y se metió en su propio coche. Bajó la ventanilla.

– Estad preparados -añadió-. En cuanto pase algo me pongo en contacto.

– Ten cuidado -aconsejó Hultin-. Es uno de los asesinos profesionales más experimentados del mundo.

– Ya lo sé, ya -replicó Nyberg haciendo un irritado gesto con las manos. Arrancó el coche y se marchó.

En la garita dijo que se le había olvidado preguntar algo. Lo dejaron entrar. A esas alturas, llevaba quince segundos bajo el punto de mira de Mayer-Jennings, quien bien podía haberse esfumado ya. Nyberg esperaba de todo corazón haber causado una impresión pésima, la de un policía palurdo y corto. Las recepcionistas gemelas sonrieron y avisaron al jefe de seguridad. Consiguió deshacerse de la compañía de la minifalda danzante; así por lo menos ella no se jugaría la vida. ¿Cómo lo haría? A buen seguro que un arma podría aparecer en las manos de Mayer en décimas de segundo. Cualquier indicio de amenaza significaría la muerte inmediata de Gunnar Nyberg; no tendría nada que hacer. Y quería conocer a su nieto. Tomó una decisión.

Mayer estaba esperándolo en el pasillo delante del despacho. Se mostraba algo receloso, lo que sin duda significaba que por dentro era un hervidero de sospechas. Al verlo, a Nyberg se le iluminó la cara y se acercó a él.

– Lo siento -dijo jadeando un poco mientras ladeaba la cabeza-. Se me ha olvidado una cosa.

Mayer enarcó una ceja. Estaba preparado. La mano se acercó unos milímetros al borde de la americana, pero enseguida se retiró.

Entonces Gunnar Nyberg le pegó un puñetazo, un tremendo gancho que lo arrojó por el pasillo. La cabeza golpeó contra la pared con un sonoro crujido y el tipo se quedó tumbado en el suelo.

Asunto resuelto.

28

– Un plan brillante -gruñó Jan-Olov Hultin.

– Pues ha funcionado -replicó Gunnar Nyberg con una mueca de dolor en la cara.

Se había roto tres dedos de la mano derecha. La escayola todavía estaba húmeda.

Nyberg había arrastrado a Mayer a su despacho y desde allí llamó a Hultin. Decidieron que era esencial intentar mantener al margen a los medios de comunicación para no ver limitado su campo de actuación. Trazaron una estrategia. Bajo el pretexto de que necesitaba hablar con su compañero, Hjelm entró en LinkCoop y siguió a la mitad del danzarín dúo de gemelas a través de los pasillos. Juntos, aunque ligeramente renqueantes, Hjelm y Nyberg localizaron una puerta trasera idónea por la que sacar a Mayer, con el primero ejerciendo de vigilante. Luego Nyberg abandonó la empresa por donde había entrado -la sonrisa que les dedicó a las recepcionistas resultó algo forzada-, se subió al coche, rodeó el edificio y entre los dos consiguieron meter a Mayer en el maletero. Después Hjelm también salió de LinkCoop pasando por la recepción. No cabía duda de que las gemelas eran de una belleza deslumbrante.

Por un momento tuvieron miedo de que Nyberg hubiese matado a Mayer, lo cual quizá no fuera del todo justificable. Pero el hombre era un profesional hasta en eso: se despertó media hora más tarde, encerrado en una celda donde, en realidad, nadie sabía que estaba, pues Hultin optó por mantener un perfil extremadamente bajo, también en el ámbito interno. El médico de la policía constató que además de una conmoción cerebral tenía una fisura en el hueso maxilar y otra en el malar. No se había fracturado la mandíbula, así que podía hablar. Pero no lo hacía.

Primero lo intentó Hultin. Hjelm se había colocado en una silla al lado de su jefe, Viggo Norlander y Jorge Chávez estaban sentados junto a la puerta, y apoyados contra una de las paredes se encontraban Arto Söderstedt y Kerstin Holm. Excepto Gunnar Nyberg, que había preferido no presenciar el interrogatorio, se hallaban todos presentes en esa pequeña celda, estéril y casi secreta que había en el sótano del edificio de la policía. Nadie quería perdérselo.

– Soy el comisario Jan-Olov Hultin -empezó Hultin educado-. Tal vez ya ha visto mi nombre en la prensa. Es mi cabeza la que piden en una bandeja.

Robert Mayer estaba sentado, esposado y encadenado a una mesa soldada al suelo, mirándolo impasible. «Un hueso duro de roer», pensó Hultin.

– Wayne Jennings -continuó-. ¿O prefieres que te llame el Asesino de Kentucky? ¿O te gusta más K?

La misma mirada fría. Y el mismo silencio.

– Parece que todavía nadie te echa de menos en LinkCoop, y nos hemos asegurado de que no se haya filtrado nada a la prensa. En cuanto tu nombre salga en los periódicos las cosas cambiarán, como comprenderás. Ni siquiera tus jefes saben que estás aquí. Así que cuéntanos ya qué es lo que está pasando.

La mirada de Wayne Jennings resultaba escalofriante. Te taladraba. Te colocaba en el punto de mira, perfectamente alineado en el centro de la cruz filar.

– Venga. ¿Qué has estado haciendo? ¿Para quién trabajas?

– Tengo derecho a una llamada -respondió Jennings.

– En Suecia existen algunas leyes contra el terrorismo que son bastante controvertidas, y que personalmente no me gustan, pero que, de hecho, resultan muy útiles en este tipo de situaciones. En otras palabras, no hay llamada.

Jennings no dijo nada más.

– Benny Lundberg -siguió Hultin-. ¿Qué guardaba en su caja de seguridad?

Como no hubo respuesta, Hultin le mostró un retrato robot de Jennings con barba.

– ¿Por qué barba?

Nada, ni se inmutó.

– ¿Me permites que te refresque la memoria sobre lo que sucedió? -preguntó Hjelm desde su sitio-. Por cierto, soy Paul Hjelm. Tenemos un amigo común: Ray Larner.

La cabeza se giró unos milímetros y Paul Hjelm se enfrentó por primera vez con la mirada de Wayne Jennings. Comprendió enseguida cómo debían de haberse sentido los soldados de la FNL en las junglas vietnamitas. Y cómo debía de haberse sentido Eric Lindberger. Y Benny Lundberg. Y una veintena más de personas que murieron con esos ojos como último contacto humano en este mundo.

– La noche del once al doce de septiembre te resultó un fastidio -empezó Hjelm-. Ocurrieron varios hechos inesperados. Te habías llevado al diplomático Eric Lindberger al puerto, a tu pequeña cámara de tortura. Por cierto, se parece mucho a la de tu granja en Kentucky. ¿El arquitecto es el mismo?

Puede que los ojos de Jennings se entornaran un poco. Puede que adquirieran una nueva agudeza.

– Volvamos a Lindberger, ya que es el asunto principal en la continuación de este caso. Lo dejas inconsciente y lo atas a la silla. Tal vez te da tiempo a comenzar con el tratamiento. Introduces tus tenazas con una precisión quirúrgica en la garganta de Lindberger. Entonces, de repente, las cajas se caen. Detrás se oculta un joven. Lo eliminas enseguida. Pam, pam, pam, pam, cuatro tiros en el corazón. Pero ¿quién coño es ese tipo? ¿Te está pisando los talones la policía? ¿Tan pronto? ¿Cómo es posible? No lleva ningún tipo de identificación, nada de nada. Examinas su bolsa y ¿qué encuentras? Unas tenazas para las cuerdas vocales y otras para los nervios de la nuca. Quizá incluso las identificas como tus viejas herramientas. ¿Qué significaba todo esto? ¿Sabías de quién se trataba? ¿O pensabas que era un competidor? ¿Un admirador? ¿Un copycat? Ya volveremos a ese punto. Terminas con la tortura de Lindberger y luego tienes que cargar con dos cadáveres en vez de uno. Para más inri, una pandilla de juristas borrachos te pilla in fraganti, de modo que te ves obligado a abandonar al tipo desconocido. Estás convencido de que han llamado a la policía avisando de tu matrícula, así que el tiempo apremia. Vas a Lidingö y tiras el cuerpo al agua. Por otra parte, temes que alguna patrulla se presente, registre los locales de la empresa y que al final den con tu cámara de tortura. Por lo tanto, resulta imprescindible redirigir su atención. Tienes que hacer algo. Y ahí es donde aparece Benny Lundberg. En calidad de jefe de seguridad llamas a la garita de vigilancia y le ordenas que simule un robo en un almacén de la empresa alejado del que forma parte de tus dominios. A cambio le prometes dinero y vacaciones. La policía, efectivamente, acude al local donde se ha fingido el robo y se contenta con eso. Cuentas con que el cadáver se relacione con el robo. Todo debería haber salido perfecto. Si no fuera porque Benny Lundberg tiene otros planes. Intenta chantajearte para conseguir más dinero; y como seguro de vida esconde, en un lugar fuera de tu alcance, una carta en la que describe con gran detalle los acontecimientos de esa noche. Por desgracia, ignora que tu especialidad es hacer que la gente hable. Y eso es precisamente lo que logras que haga justo antes de que se presenten allí dos policías, a los que hieres pero sin llegar a matarles. Uno de ellos te guarda un poco de rencor y te pega un puñetazo que te deja inconsciente. Y ahora te encuentras aquí.