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Durante toda la intervención, Jennings no desvió la mirada de Hjelm. Por detrás de los fríos ojos azules tenía lugar un intenso procesamiento de la información. Su cara empezaba a hincharse y colorearse del golpe, pero aun así parecía que todo aquello no fuera con él.

– O sea, hay dos preguntas fundamentales -continuó Hjelm-. Primero, ¿qué era lo que Eric Lindberger debía desvelar? Segundo, ¿sabes a quién mataste?

Silencio. Nada. Nada de nada.

– La segunda pregunta tiene trampa -siguió Hjelm-. Era el Asesino de Kentucky.

Los ojos de hielo se entornaron. Al menos eso le pareció a Hjelm, aunque quizá se tratara de una ilusión óptica.

– Me imagino que ya sabes que, desde hace un año, opera un copycat en Nueva York. Alguien se hizo con tus tenazas y se lanzó a la calle a buscar víctimas. También habrás leído en la prensa sueca que ese individuo está en Suecia; no creo que ese dato se le haya escapado a nadie. Pues sí, fue a él a quien disparaste. Tenía veinticinco años e iba a por ti. Lo mataste a sangre fría. ¿Sabes quién era?

Jennings seguía observándole. ¿Había un rastro de curiosidad allí dentro? ¿Realmente no había adivinado de quién se trataba?

– No te va a gustar -anunció Hjelm-. Se llamaba Lamar Jennings.

Wayne Jennings se echó hacia atrás unos diez centímetros. Una reacción notable para ser él. La fría mirada, a punto de desbocarse, subió disparada al techo. Luego la bajó para dirigirla de nuevo, dura como el acero, hacia Hjelm.

– No -dijo-. Mientes.

– Piénsalo. ¿Qué pasó con tus tenazas después de que engañaras a Larner y desaparecieras? Se quedaron allí. Craso error. Si la idea era seguir matando para despistar a Larner, las necesitabas, ya que tenían que ser idénticas para dejar las mismas marcas y demostrar así que el Asesino de Kentucky era otro y que estaba con vida. Te viste obligado a encargar unas nuevas y asegurarte de que tuviesen exactamente las mismas características, hasta la más mínima raya. Me imagino que no fue fácil.

Jennings contemplaba la pared.

– Tu hijo te sorprendió una noche en la cámara de tortura en Kentucky. Supuso el punto culminante a un maltrato de muchos años. ¿Por qué coño no dejaste en paz a tu propio hijo? ¡Un niño! ¿No entiendes lo que creaste? Un monstruo. Te copió. Vino aquí para aplicarte tu propio tratamiento, y lo matas como a un perro. Quien siembra sangre…

– Se dice quien siembra vientos… -corrigió Jennings.

– Ya no; ahora es quien siembra sangre… Has cambiado el dicho.

– ¿Realmente era Lamar?

– Sí. He leído su diario. Infernal. Verdaderamente infernal. Lo has asesinado dos veces. ¿Qué le hiciste cuando te sorprendió en el sótano en la granja? Sólo tenía diez años, joder. ¿Qué hiciste con él?

– Lo castigué, claro -reconoció Wayne Jennings con voz monótona.

Cerró los ojos. Se percibía una intensa actividad detrás de los párpados. Cuando volvieron a abrirse la mirada era otra, no sólo más decidida sino también más resignada.

– Sufrí fatiga de guerra -continuó-. Nunca podrás entender lo que es eso. En este país lleváis más de doscientos años sin estar en guerra. Lamar me recordaba lo que había sido: una persona normal con todas sus debilidades. Me ponía de los nervios. Sólo le quemaba un poco con cigarrillos. Se convirtió en mi desahogo. Yo no era muy diferente a mi propio padre.

– Venga, ahora cuéntalo todo -le conminó Hjelm.

Jennings se inclinó hacia adelante. Había tomado una decisión.

– Hicisteis bien en no dejar que esto saliera en los medios de comunicación. Habría sido devastador. I'm the good guy. No me creéis, pero la verdad es que soy de los buenos. La parte fea del lado bueno. La parte oscura, aunque imprescindible. Se trataba de hacer hablar al enemigo.

– ¿De qué manera era enemigo Eric Lindberger?

Jennings fijó sus ojos en los de Hjelm. Ahora se le antojó una mirada algo diferente.

– Luego hablaremos de eso. Tengo que sopesar las posibles consecuencias.

– De acuerdo. ¿Cómo comenzó todo?

Jennings tomó impulso, se echó de nuevo hacia adelante y empezó:

– No sé si podéis entender lo que es el patriotismo. Me lancé a la guerra para huir de mi padre. Tenía diecisiete años. Un blanco pobre del sur, lo que en mi tierra llamamos basura blanca. Un niño que se dedicaba a matar a otros niños. Me di cuenta de que se me daba bien. Otros también lo vieron, así que ascendí muy rápido. Y, de pronto, un día me convocan a una reunión en Washington y, con sólo veinte años, me encuentro cara a cara con el Presidente. A partir de ese momento debo encargarme de un comando ultrasecreto en Vietnam que, en principio, actuará bajo las órdenes directas del Presidente. Unos civiles me entrenan en el uso de una nueva arma secreta. Me convierto en un experto y preparo al resto de los integrantes de mi comando. Soy el único que tiene algún tipo de contacto con los civiles. No hablan con nadie más. No sé quiénes son. Y después de la guerra sólo dicen: «Mantente disponible», y me siguen pagando un sueldo. Todo resulta muy extraño. Cuando regreso estoy completamente destrozado. Soy incapaz de acercarme a mi mujer. He aniquilado todos los sentimientos que había dentro de mí y le hago la vida imposible a mi hijo. Y de repente vuelven a contactar conmigo. Salen de las sombras.

– ¿ La CIA? -intervino Hultin.

Hjelm lo miró asombrado.

Jennings negó con la cabeza.

– No hablemos de eso de momento -dijo-. De todos modos, enseguida comprendí qué se esperaba de mí. En esa época, a finales de los setenta, la guerra fría entró en una nueva fase; no puedo ahondar en los detalles pero se trataba realmente de una guerra. Existía una amenaza inmediata, y había necesidad de información, de mucha información. Lo mismo pasaba en el otro lado. Empecé, poco a poco, a buscar a los agentes que se hallaban bajo vigilancia, tanto espías profesionales como simples traidores. Investigadores y profesores universitarios que vendían secretos del Estado. Agentes soviéticos. La KGB. Conseguí extraerles una enorme cantidad de información vital. A alguien -no sé a quién- se le ocurrió la brillante idea de que sería oportuno que todo pareciese la actuación de un loco, así que tendría que actuar como si fuera un asesino en serie, incluso si me cogían. Y entonces Larner se convierte en mi sombra. No podéis entender hasta qué punto ese hombre luchó para sacar a la luz la historia del Commando Cool. Supuso una amenaza para la seguridad nacional. En el frente político, las cosas empezaban a calmarse. Brezhnev murió y la Unión Soviética se acercaba a su disolución. Otros enemigos iban perfilándose. Yo sería más útil en algún Estado fronterizo entre el Este y el Oeste: un enlace estratégico donde el futuro intercambio comercial tendría lugar. Y al trasladarme, de paso, hundiría a Larner, ridiculizándolo.