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– ¿Ya has reflexionado sobre el tema de Lindberger?

– Sí -afirmó cortante-. Voy a ser breve y conciso, así que escuchad. LinkCoop es una empresa que se dedica a negocios turbios. Viven de la importación y exportación ilegal de equipamiento informático militar. El resto es una tapadera. El director general, Henrik Nilsson, es un canalla. LinkCoop ha conseguido echar mano a unos dispositivos de control de cabezas nucleares, exactamente como tú decías, Hjelm. Eric Lindberger era el intermediario entre LinkCoop y el movimiento fundamentalista saudí. Pensaba que había conseguido detenerlo todo al eliminar a Lindberger, que por cierto es el único que no ha hablado bajo presión; me ha impresionado. Pero hoy mismo se han transferido grandes sumas a las cuentas secretas de LinkCoop. Eso quiere decir que el equipamiento ya ha sido entregado al intermediario sueco, en un lugar desconocido, y que pronto estará de camino a un puerto sueco, no se sabe a cuál, para ser transportado hasta el movimiento fundamentalista.

– ¿Entonces, Eric Lindberger no habló durante la tortura simplemente porque no sabía nada? ¿Porque era inocente? ¿El intermediario sueco era otro?

– Recibí información fidedigna de… mis fuentes. No se han equivocado nunca.

– ¿Cómo rezaba esa información? -preguntó de repente Arto Söderstedt desde la pared.

La cabeza giró los milímetros necesarios, ni uno más. Ahora le tocó a Söderstedt cruzarse con la mirada. «Joder», pensó.

– Era un mensaje codificado -contestó Jennings- y decía «E Lindberger Ministerio de Asuntos Exteriores». Sin equivocación posible.

– Elisabeth Justine Lindberger -nombró Söderstedt con frialdad.

Los ojos volvieron a entornarse un poco. Un pequeño movimiento en el rabillo del ojo.

– Ah -dijo Jennings.

– No A, sino E -replicó Söderstedt-. La letra que expuso a una persona inocente a un viaje infernal hasta la muerte.

– ¿La estáis vigilando? -quiso saber Jennings.

Arto Söderstedt redujo todo lo que tenía en la lengua a un simple:

– Sí.

– Intensificad la vigilancia enseguida.

– A ver si lo entiendo -intervino Hultin-. ¿Ahora nos das órdenes? ¿Uno de los más viles asesinos en serie de la historia por fin es detenido y se pone a dar órdenes a la policía?

– Yo no -respondió Jennings-. Yo no soy quién para dar órdenes, mi nombre es Nadie. En cambio, os puedo decir que todo se reduce a dos cuestiones: una, ¿queréis una guerra nuclear o no? Dos, ¿quién preferís que domine el mundo, el capitalismo americano o el fundamentalismo islamista? El mundo está globalizado, eso es algo irreversible. Es más importante que nunca que exista una supremacía mundial. Y vosotros la podéis elegir, precisamente vosotros siete.

– Dudo que sea tan sencillo -dijo Hjelm.

– Ahora mismo, dentro de las próximas horas, la verdad es que sí es así de fácil. Luego podéis hacer lo que queráis conmigo.

– ¿Cuál era esa organización con la que estabas sopesando pedirnos que contactáramos? -preguntó Hultin.

– Ya no puede ser. Llevaría demasiado tiempo. Sólo existe una posibilidad, y es que vosotros os aseguréis de que el barco no abandone el puerto.

– ¿Y Henrik Nilsson en LinkCoop sabe algo?

– No, él se desentiende del asunto en cuanto tiene el dinero. El intermediario mueve el material a un lugar neutral. Desde allí se transporta al puerto. Los dos sitios son desconocidos. El barco abandona el puerto hoy o mañana. Eso es todo lo que sé.

– ¿El destino del barco?

– Falso. Puede ser cualquiera.

– De acuerdo -dijo Hultin-. Reunión fuera.

Se levantaron uno tras otro y salieron. Hjelm tardó un poco más. Se levantó y se quedó mirando a Wayne Jennings.

– Todo esto -empezó-, la historia y la confesión, no ha sido más que una manera de ganar tiempo, ¿verdad? Tiempo para evaluar la situación, para que nos pongamos de tu lado… ¿Hay algo de verdad en todo lo que nos has dicho?

– Es el resultado lo que cuenta -afirmó Jennings con tono neutral.

– ¿Y Nyberg? -inquirió Hjelm-. ¿Cómo evaluaste la situación cuando él se te iba acercando por el pasillo de LinkCoop? ¿Habías previsto todo esto? No te sorprendió en absoluto ese gancho, ¿a que no?

Cuando Jennings alzó sus ojos hacia él, Hjelm creyó ver en ellos una oscuridad que venía del principio de los tiempos. Era como perderse en el ojo de un tiburón.

– Eso no lo sabrás nunca.

Hjelm se acercó un paso y se inclinó encima de él. A sabiendas, se colocó en una posición donde Jennings podría haberle matado en una décima de segundo. No sabía muy bien por qué metía la cabeza en las fauces del león. ¿Una repentina llamada desde el más allá? ¿El canto de las sirenas? ¿Una mueca burlona en las mismas narices de la muerte?

– Por primera vez en mi vida siento cierta simpatía por la pena de muerte -le espetó.

Jennings mostró su fugaz sonrisa. No tenía nada que ver con la alegría.

– Naturalmente, como individuo merezco la pena capital. Pero no soy un individuo, soy una… instancia jurídica.

Hjelm se marchó. Los demás estaban reunidos en el pasillo. Söderstedt hablaba por el móvil.

– ¿Está diciendo la verdad? -preguntó Kerstin Holm-. ¿Se trata de dispositivos de control de cabezas nucleares? ¿O se ha inventado un puto cuento para librarse de nosotros?

– Los siervos del diablo -constató Hjelm con acritud-. Sus caminos son inescrutables. ¿Qué coño quiere de nosotros? ¿A qué está jugando?

– ¿Esto no le correspondería a la Säpo? -quiso saber Chávez.

– ¿No deberíamos llevarlo a nivel de gobierno? -añadió Holm.

Hultin permanecía inmóvil. ¿Estaba reflexionando o estaba paralizado?

– Entramos y lo matamos -bromeó Norlander.

Söderstedt colgó y lanzó un hondo suspiro.

– Justine ha conseguido burlar la vigilancia.

El rostro de Hultin se torció en una mueca, la primera señal de vida que mostraba en mucho tiempo.

– De esto nos encargamos nosotros solos -declaró-. Sea lo que sea a lo que se dedique Justine, sin duda es algo ilegal. Buscadla. Y comprobad todas las salidas previstas desde todos los puertos suecos de los próximos días.

– ¿Y Jennings? -preguntó Hjelm.

– Vigilancia intensificada. Yo me encargo. Arto, ¿guardas todas las anotaciones de Justine?

– En el despacho.

Se dirigieron al despacho de Söderstedt. Allí estaba Gunnar Nyberg contemplando su mano derecha escayolada. Los observó escéptico:

– Habéis hecho un pacto con el diablo -exclamó-. ¡Joder! Ya os podéis andar con ojo. Yo no pienso participar en eso.

– Formas parte del equipo, Gunnar -le recordó Hultin-. Debemos encontrar a Justine Lindberger. Ahora es política al más alto nivel.

– ¡Vete a la mierda!

Hultin se lo quedó mirando sin inmutarse.

– Os está engañando -continuó Nyberg alzando la voz-. ¿No veis que os está tomando el pelo? Se burló de mí. Dejó que yo le pegara. Lo vi en su cara. Todo esto no es más que un juego. Me he dado cuenta ahora.

– Es posible -concedió Hultin-. Pero que Justine Lindberger se ha zafado de su vigilancia es una realidad. Te necesitamos.

Nyberg negó con la cabeza.

– Ni hablar -replicó.

– Entonces, estás de baja a partir de este momento. Vete a casa.

Nyberg le lanzó una mirada salvaje y acto seguido abandonó el despacho. Se detuvo en el pasillo resoplando de rabia, para dirigirse casi de inmediato a los calabozos del sótano. Dos corpulentos policías, vestidos de paisano, acababan de apostarse delante de la puerta. Estaban sentados cada uno en una silla en el oscuro pasillo; los separaba una mesa, sobre la que había una baraja. Miraron con ligera inseguridad a Nyberg, quien se instaló en una tercera silla colocada junto a la pared.

– Seguid jugando -dijo-. Haced como si no estuviera.