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– El pueblo de Bro -empezó Kerstin mientras le señalaba con el dedo-. Te quería comentar algo, lo tengo en la punta de la lengua, algo relacionado con Bro.

– Bro, Bro, bollo, menudo embrollo… -canturreó sin sentido y con cara de resignación Norlander, para acto seguido lanzar una amarga mirada a la sala donde se encontraba Fawzi Ulaywi-. Allí está, con el destino del mundo en sus manos, y no va a decir nada.

– ¿Quién es? -preguntó Hjelm.

– ¿No es Bro un nombre bastante común? -comentó Holm.

– El que ayudó a Justine a esfumarse -explicó Norlander-. Iraquí. Uno de los que se ocultan tras la supuesta organización humanitaria Orpheus Life Line. Sin duda, espías del fundamentalismo islamista. Es nuestro único vínculo con las ojivas nucleares.

– Se trata de dispositivos de control -puntualizó Hjelm- para cabezas nucleares.

– ¿Me estáis escuchando? -insistió Holm.

– Deberíamos meterle una de esas ojivas por el culo -dijo Norlander-. ¿No estaría moralmente justificado entrar en esa sala y presionarlo al máximo?

– ¿Igual que Wayne Jennings? -preguntó Kerstin Holm-. ¿Nos ha hecho a su imagen y semejanza? ¿Tan rápido?

– ¿Qué has dicho? -preguntó Paul Hjelm.

– Que somos marionetas del Asesino de Kentucky.

– No. Antes. Sobre Bro.

– Que si no era Bro un nombre bastante común. ¿Te refieres a eso?

– ¿Quieres decir que me he confundido de sitio? ¿Y dónde están los otros pueblos con ese nombre?

– Y yo qué sé. Sólo era una idea.

– Si Herman es un amante y se ven todos los martes, entonces no puede estar muy lejos.

– Pero tal vez Herman no sea un amante. Arto la estaba presionando; la sorprendió con su truco de la agenda, así que tuvo que inventarse algo en ese mismo momento, rápido. Quizá Herman era un nombre auténtico que le salió sin querer, y luego pretendió despistar con la mentira de que era su amante.

Entraron corriendo en el despacho de Kerstin y consiguieron dar con un mapa de carreteras. Bro en Uppland, Bro en Värmland, Bro en Bohuslän… y Bro en Gotland.

– A unos pocos kilómetros de Visby -constató Kerstin-. Un pequeño pueblo costero.

Norlander se puso delante del ordenador y entró en el registro telefónico. Había dos Herman en el pequeño pueblo de Bro, al noreste de Visby.

Hjelm sacó el móvil, pero Kerstin se lo quitó y marcó el primero de los dos números.

– Bengtsson -contestó alguien con un sonoro acento de la isla de Gotland.

– Herman -dijo Kerstin-. Soy Justine.

Se hizo el silencio. Cuanto más duraba el silencio, más aumentaba la esperanza.

– ¿Por qué me vuelves a llamar? -preguntó Herman Bengtsson al final-. ¿Ha pasado algo?

– No, era sólo para asegurarme -se le ocurrió a Kerstin.

– Estoy de camino.

Ella colgó, cerró el puño en un breve gesto de victoria y acto seguido todos salieron disparados en busca de Hultin.

El helicóptero despegó cinco minutos más tarde desde el helipuerto del edificio de la policía. «Como tiempo de reacción no está mal», pensó Hultin, que iba sentado al lado de Norlander leyendo sus papeles.

– El buque de carga Lagavulin sale del puerto de Visby a las 20.30 horas. Ahora son las cinco y cuarto. Debería darnos tiempo de sobra.

– ¿No es Lagavulin un whisky de malta? -preguntó Hjelm.

– El mejor -apostilló Chávez-. Intensamente ahumado y con un potente aroma a turba quemada.

Debajo de ellos se divisaban las últimas islas del archipiélago, ahogadas en la intensa lluvia. Hjelm identificó Utö. Después ya era mar abierto, un mar muy castigado por el viento, casi más blanco que negro. El helicóptero daba bandazos sacudido por la insistente tormenta otoñal. Hjelm echó un vistazo al piloto; no le gustó nada la expresión de su cara. Tampoco inspiraba mucha confianza el semblante de Norlander, que, de pronto, cogió un casco que colgaba de la pared del helicóptero para devolver en él.

También otros se vieron afectados por los mismos males. El piloto sacó bolsas de plástico para proteger los cascos restantes. La piel blanca de Arto Söderstedt se volvió verde menta, y Hjelm advirtió que sus propios vómitos más o menos coincidían con ese color. Sólo Hultin y Holm lograron conservar sus respectivos contenidos estomacales. Un grupo muy mediocre de policías salió en tropel al discreto helipuerto, situado al este de Visby, donde dos coches alquilados los estaban esperando. Permanecieron un rato al aire libre dejándose regar por la lluvia. Resultaba extrañamente purificador. El color volvió a sus rostros. Resucitaron. Ahora la cuestión era qué sorpresa les tendría preparada Justine Lindberger en el puerto.

Atravesaron Visby y bajaron al mar bordeando el atracadero de los ferries. Superaron los grandes transbordadores que hacían la ruta entre el continente y la isla de Gotland y se fueron acercando al Lagavulin. El barco estaba atracado al final del muelle junto al dique norte, embistiendo una y otra vez contra una fila de neumáticos.

El Lagavulin no era un auténtico carguero. Por su tamaño más bien se parecía a un gran barco de pesca. Se hallaba completamente solo, allí al fondo del muelle. No se vislumbraba ninguna señal de vida. Una bandada de gaviotas volaba en círculos alrededor del barco, como buitres en torno a un cadáver en el desierto. Más allá, en el mar Báltico, avanzaba un enorme petrolero, como un inmenso monstruo marino, frío e inaccesible; las luces de situación brillaban débilmente a través de la cortina de lluvia. El cielo parecía inusualmente bajo, como si las espesas nubes hubieran bajado a lamer la superficie terrestre, como si se hallaran en el corazón del Diluvio Universal. ¿Seguiría existiendo, al otro lado, la gran claridad, pura y soleada? ¿O era una utopía? ¿Había ya siquiera espacio en este mundo para la claridad?

Se reunieron en torno a los coches, que habían aparcado a una distancia prudencial, junto a la universidad. Se iban acercando al muelle, casi invisibles en la oscuridad, y agachados echaron a correr hacia el fondo del mismo. El leve aroma a ozono de la tormenta quedaba ahogado por el olor a mar.

Estaban cerca. No había ni rastro de vigilancia. Se agruparon al pie de la pasarela, empapados.

Chávez y Norlander subieron a bordo primero, sigilosos, con las armas en alto. Luego Hjelm y Holm. Los últimos Söderstedt y Hultin. Todos le habían quitado el seguro a sus armas.

Pasaron el oscuro puente de mando y se movieron hacia la popa. Las luces estaban apagadas. El barco parecía abandonado. De pronto, el aire de la tormenta trajo unas débiles voces. Siguieron despacio ese rastro hasta llegar a una puerta junto a una serie de ventanas con las cortinas corridas. Por detrás se adivinaba una débil y temblorosa luz.

Norlander calculó la solidez de la puerta. Se congregaron en torno a él. Con la espalda contra la borda, tomó impulso. Hjelm bajó el picaporte con cautela. La puerta estaba cerrada con llave. Acto seguido, Norlander la derribó. Bastó con una sola y tremenda patada. La cerradura vibró durante unos instantes antes de caer al suelo.

Dentro de lo que era una especie de comedor había cinco personas sentadas en torno a un quinqué con la luz al mínimo: un joven rubio con ropa de Helly-Hansen, tres hombres muy morenos, corpulentos, de mediana edad, ataviados con gruesos chaquetones de plumas, y Justine Lindberger, que llevaba un impermeable. Ella los miró aterrorizada. Al descubrir a Söderstedt pareció suspirar con alivio.

-Hands on your heads! [12] -vociferó Norlander.

-It's just the Swedish police! [13]-les gritó Justine a los tres hombres.

Ella y los tres hombres morenos se pusieron las manos en la cabeza. El individuo que llevaba la ropa de Helly-Hansen se levantó y dijo con fuerte acento de Gotland:

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[12] «¡Las manos a la cabeza!»

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[13] «¡Sólo es la policía sueca!»