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– Pero ¿esto qué es? ¿Qué hacen aquí?

– Herman Bengtsson, supongo -dijo Hultin mientras le apuntaba con la pistola-. Siéntese inmediatamente y ponga las manos sobre la cabeza.

Bengtsson obedeció con desgana.

– ¡Cacheadlos! -ordenó Hultin.

Norlander y Chávez se pusieron a ello con gran ímpetu. Ninguno de los presentes iba armado. Las señales empezaban a acumularse, y eran preocupantes.

– Fuisteis vosotros quienes me llamasteis -comentó Justine Lindberger mientras asentía pensativa.

– ¿Dónde está el equipamiento informático? -inquirió Hultin.

– ¿Qué equipamiento? -preguntó Herman Bengtsson-. ¿De qué está hablando?

– ¿Cuántas personas más hay a bordo?

– Nadie más -respondió Justine Lindberger suspirando-. La tripulación llega dentro de una hora.

– ¿Y los vigilantes? Supongo que no vais a transportar dispositivos de control de cabezas nucleares sin gente que los vigile.

Justine Lindberger permaneció inmóvil. Estaba pensando. Intensamente. Luego, al parecer, cayó en la cuenta de algo. Cerró los ojos durante un par de segundos. Al volver a abrirlos la mirada era otra, más resignada, casi triste. Como ante un pelotón de fusilamiento.

– No transportamos armas nucleares -dijo -. Todo lo contrario.

– Jorge, Viggo, Arto. Comprobadlo. Con cuidado.

Desaparecieron. Dentro quedaron Jan-Olov Hultin, Paul Hjelm, Kerstin Holm, Justine Lindberger, Herman Bengtsson y tres hombres muy morenos con miradas marcadas por la muerte. Justine habló, como si su vida dependiera de elegir bien las palabras.

– Herman y yo pertenecemos a Orpheus Life Line, una organización humanitaria secreta que opera en Irak. Actuamos de forma encubierta, nuestros enemigos son poderosos. Eric también participaba. Murió sin revelar nada. Era más fuerte de lo que yo pensaba.

Luego hizo un gesto en dirección a los tres hombres sentados en el sofá.

– Son oficiales de alto rango del ejército iraquí. Han desertado. Están en posesión de información extremadamente importante acerca de la guerra del Golfo, que ni Saddam ni Estados Unidos quieren que salga a la luz. Están de camino a Estados Unidos, para ponerse bajo la protección de una gran organización mediática. Desde allí se publicará todo, así no será posible pararlo. Los medios de comunicación estadounidenses son la única fuerza lo suficientemente poderosa como para resistir.

Hultin miró a Hjelm. Hjelm a Holm y Holm a Hultin.

– Tenéis que dejarnos marchar -siguió Justine Lindberger-. Alguien os ha engañado. Alguien os ha utilizado.

A Hjelm se le apareció la cara de Wayne Jennings diciendo: «Eso no lo sabrás nunca». Sintió náuseas, como si fuera a vomitar, pero no le quedaba nada en el estómago que pudiera echar.

– En tal caso, os están pisando los talones -anunció Kerstin Holm-. Tenemos que sacaros de aquí.

– De todas maneras, no podemos permitir que salga el barco -dijo Hultin-. No sin antes realizar un registro a fondo. Así que os venís con nosotros. Venga, rápido.

– Es vuestro deber protegernos -declaró Justine Lindberger con un cansancio extremo reflejado en la cara-. Los habéis conducido hasta nosotros. Ahora tenéis que protegernos con vuestras vidas.

Hultin la miró con un gesto de profundo pesar mientras salía por la puerta rota, caminando hacia atrás. Se hizo a un lado. Salió Holm. Luego Herman Bengtsson, los tres hombres morenos, Justine y Hjelm. Todos estaban en cubierta. El viento soplaba fuerte. Llovía a cántaros.

Comenzaron a desplazarse hacia la pasarela.

Entonces ocurrió. Como si alguien diese la orden, como si fuesen ellos mismos quienes la hubieran dado.

La cabeza de Herman Bengtsson saltó en pedazos; cayó al suelo en medio de una cascada de sangre. Los tres iraquíes fueron arrojados a la pared del barco por unas interminables ráfagas de balas. Los plumíferos se colorearon de rojo, las plumas salieron volando. Se desplomaron como si sus cuerpos no tuvieran articulaciones. Sin pensar, Kerstin se tiró encima de Justine protegiéndola con su cuerpo. Sintió una bala rozándole el hombro y vio cómo penetraba en el ojo derecho de Justine Lindberger, a tan sólo unos diez centímetros de ella misma. Justine vomitó sangre en la cara de la policía. Una última espiración.

Hultin estaba petrificado. Levantó la vista hacia Visby, que se alzaba al fondo como una lejana e iluminada fortificación del Juicio Final.

Hjelm se giraba de un lado para otro, con el arma en alto, pero no había nada a qué apuntar. Nada de nada. Metió la pistola en la funda sobaquera y de golpe comprendió cómo se siente uno al ser violado. Rodeó con los brazos a Kerstin, que sollozaba en silencio.

Sangrientas plumas cargadas de lluvia fueron envolviendo poco a poco en un edredón de olvido ese lugar de pesadilla.

Reinaba un silencio sepulcral. El puerto de Visby permanecía en absoluta quietud.

Como si no hubiese ocurrido nada.

29

Gunnar Nyberg empezó a sentir la necesidad de ir al baño. Llevaba horas sin moverse, sentado en una silla en el sótano del edificio de la policía. No se había distraído ni un segundo. Los dos guardias habían jugado un par de horas al Black Jack, luego los relevaron y ahora había otros dos dedicándose a lo mismo.

En otras palabras, la monotonía resultaba mortal, algo a lo que la arquitectura, sin duda, aportaba su granito de arena. Las paredes estaban mal pintadas en un amarillo claro, los tubos fluorescentes, cubiertos en la parte de arriba por una fina capa de polvo, difundían una repulsiva luz por los pasillos y ahora, para colmo, su vejiga le acechaba en una cobarde emboscada que no le dejaba muchas más opciones que ir al baño.

Llegó la comida de Wayne Jennings. Era un momento delicado. Los guardias, sin embargo, centraban toda su atención en esa eterna partida de Black Jack, de modo que el absurdo plato de sopa se quedó encima de la mesa tanto tiempo que dejó de humear.

– ¿No es el Black Jack un juego bastante rápido? -dijo su vejiga-. Sólo hay que echar unas malditas cartas hasta llegar a veintiuno y ya está.

Los guardias lo miraron con gesto hosco. Luego cogieron la bandeja con el plato de sopa, el pan y el tazón de leche, y se dispusieron a acceder a la celda.

Entraron. Cerraron la puerta tras de sí con llave. Nyberg se quedó en el pasillo. Sacó el arma reglamentaria, quitó el seguro y apuntó a la gruesa puerta con su mano sana, la izquierda. Temía a lo que saldría reptando de allí. Le separaban cinco metros de la puerta y estaba preparado para disparar a bocajarro, listo para matar.

El tiempo avanzaba a paso de tortuga. Los guardias seguían dentro. Por cada segundo que pasaba sus temores se avivaban, convirtiéndose en una certeza. Sus necesidades pasaron a un segundo plano.

La puerta se abrió deslizándose despacio.

Wayne Jennings dio la impresión de estar algo asombrado cuando vio a Nyberg ahí sentado con la pistola apuntándole al corazón.

– Gunnar Nyberg -dijo Jennings educadamente-. Encantado de volver a verle.

El policía se levantó. La silla cayó con un ruido que se difundió por el pasillo, produciendo un eco que rebotaba de un lado a otro dentro de la guarida de la bestia.

Mantuvo el arma firme, dirigida al corazón. Jennings dio un paso hacia él.

Gunnar Nyberg disparó. Dos tiros en pleno corazón. El impacto lanzó a Jennings hacia atrás. Permaneció tumbado en el suelo del pasillo, inmóvil.

Nyberg se aproximó un par de pasos sin dejar de apuntarle.

De repente, el norteamericano se puso de pie.

Sonrió. Pero la mirada gélida no sonreía.

Nyberg se estremeció. Estaba a dos metros. Vació el cargador en el cuerpo del Asesino de Kentucky, que de nuevo fue arrojado hacia atrás y quedó tirado en el suelo.

Ahora Gunnar Nyberg estaba muy cerca.

Wayne Jennings se volvió a levantar. Los agujeros dejados por la bala brillaban como negras luces en su camisa blanca. Sonreía.