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– ¿Se llama Benny? -preguntó Gunnar Nyberg inmóvil en la entrada.

– ¿Gunnar? -dijo Tina insegura-. ¿Tu verdadero padre?

– Supongo que habría que llamarle así -atronó Tommy antes de dar un sonoro beso a su hijo, que dejó de llorar al instante. A continuación se dejó caer en la silla produciendo un gran estrépito-. A pesar de todo -añadió con una amplia sonrisa.

– Pasa, pasa -invitó Tina levantándose-. No te quedes ahí parado.

Gunnar Nyberg se quitó los zapatos y entró sigilosamente. Se sentó a una prudente distancia del niño. Se sentía incómodo.

– Hola -saludó Tina tendiéndole la mano sobre la mesa.

Nyberg volvió a realizar su torpe saludo con la mano izquierda; esta vez le salió un poco mejor.

– Hola -respondió en voz baja.

Por un momento se hizo el silencio. Debería haberle resultado tenso, pero no fue así. Los tres lo miraban con curiosidad, no con odio.

– Es tu abuelo -le explicó Tommy a su hijo Benny.

El niño, de un año de edad, ponía una cara como si esa información le fuera a provocar otro ataque de llanto más. Pero una cucharada de papilla de avena que su madre le metió en la boca lo distrajo.

– Bueno -dijo Tommy-. ¿Y qué es de tu vida?

– No sabía que vivieras aquí -consiguió pronunciar Nyberg-. Hace tanto tiempo que no nos vemos…

– Ya, pero ahora estás aquí de todos modos. ¿Quieres un café?

Nyberg hizo un gesto afirmativo. El hijo se marchó a la cocina. Lo siguió con la mirada.

– Lleva hablando de ponerse en contacto contigo desde que nos vinimos a vivir aquí -comentó Tina mientras le daba otra cucharada de papilla a Benny.

– ¿Ha dicho algo más?

Ella lo contempló como si lo examinara, buscando motivos.

– Sólo que se mudaron a la costa oeste cuando él era pequeño y que tú prometiste no ponerte en contacto con ellos. Pero no sé por qué.

Gunnar Nyberg frunció el ceño. Por primera vez sintió el dolor en la nariz y en la mano; lo recorrió de golpe, como si le atravesara todo el cuerpo. Como una vaga reminiscencia de la presión que ejerció Wayne Jennings sobre sus nervios. O más bien como si la larga anestesia al final se desvaneciera.

– Porque fui un mal padre como hay pocos -resumió.

Ella asintió y luego volvió a observarlo con curiosidad.

– ¿Es verdad que fuiste Mister Suecia?

Él soltó una carcajada larga y estruendosa. Era como si su voz regresara tras una eternidad en el exilio.

– ¿Quién lo hubiera dicho, verdad? -rió, y añadió más tranquilo-. Habría renunciado a ello con gusto, créeme.

Miró el pequeño y robusto cuerpo de Benny. El niño robó la cuchara de la mano de su madre y se la tiró a Gunnar Nyberg, quien la atrapó en el aire. La papilla le cayó por encima, manchándole la ropa. La dejó estar.

– ¿Quieres cogerlo? -preguntó Tina.

Acto seguido puso al nieto en los brazos de su abuelo. El niño pesaba y su cuerpo era compacto. Sin duda se convertiría en un gigante.

Quien siembra mala sangre…

Pero no era verdad. Se podía romper el maleficio.

Ni siquiera era verdad que quien siembra vientos, recoge tempestades.

Existía algo que se llamaba perdón. No fue hasta ese momento cuando lo comprendió.

Tommy volvió de la cocina con la cafetera en la mano. Se paró en seco nada más pasar la puerta y se quitó la mojada gorra de campesino.

– ¡Hostias, papá! -soltó-. ¿Estás llorando?

32

Paul Hjelm salió del edificio de la policía. Se quedó parado un rato delante de la entrada con la sensación de que se le había olvidado algo. Luego regresó a su despacho a por el paraguas.

Volvió a salir. Pero estaba convencido de que llevaba casi un mes perdido en el interior del barco, yendo de un lado para otro. Y ahora estaba otra vez fuera. Era una noche otoñal bastante desapacible. Abrió el paraguas, y desde arriba los pequeños logos de la policía lo miraban impotentes, pues la tormenta arrojaba la lluvia en horizontal, por todos lados a la vez. Tras caminar sólo unos metros por la encharcada Bergsgatan el paraguas se rajó, así que lo tiró a una papelera que había junto a la boca del metro.

Acababa de llamar a Ray Larner para contarle, sin ocultar nada, todos los pormenores del caso. Las posibles consecuencias se la traían floja. Larner había escuchado sin pronunciar palabra. Al final, lo único que dijo fue:

– Hagas lo que hagas, Jalm, no busques más. Te volverás loco.

Hjelm no pensaba seguir buscando, pero sí seguir pensando; eso era algo que ni podía ni quería evitar. El caso K permanecería siempre en su conciencia, o por debajo de ella; llevaba implícitas unas terribles enseñanzas que, hasta ahora, sólo había intuido. Se aferraba a la convicción de que aprender, a pesar de todo, siempre es bueno. Y se consideraba un racionalista ilustrado lo suficientemente convencido como para no alejarse nunca de esa idea. Pero la cuestión era hasta qué punto uno quería dejar que esos nuevos conocimientos influyeran en su psique. Pues en este caso concreto tenía muy claro que le podían volver loco.

Wayne Jennings había convertido su en apariencia insalvable desventaja en una victoria sonada; y eso, a su pesar, le hizo sentir una punzada de admiración.

¿Y quién, en realidad, era capaz de determinar si se trataba de un éxito o un fracaso? ¿Quién sabía qué consecuencias habrían acarreado las revelaciones de los tres oficiales iraquíes, si la prensa se hubiera hecho con ellas? ¿Representaban los medios de comunicación el único contrapeso posible frente al poder militar y económico? ¿O eran más bien los propios medios de comunicación los que constituían la verdadera amenaza? ¿Se había convertido el fundamentalismo en la única alternativa real a un libre mercado desenfrenado?

No había nada en ningún lugar que pareciera especialmente atractivo.

¿Qué es lo más valioso en la vida? ¿Qué tipo de vida queremos, y qué vida queremos que tengan los demás? ¿Qué precio estamos pagando por vivir tan bien como lo hacemos? ¿Estamos dispuestos a seguir pagándolo? ¿Y qué opciones hay si no lo estamos?

Esas preguntas, sencillas pero fundamentales, resonaban en su interior.

– Llevo seis meses sin acercarme al bajo -había dicho Jorge mientras acariciaba las cuerdas de uno ficticio-. Ahora me voy a casa a tocar toda la noche hasta que venga la policía.

Hombres y mujeres habían muerto en sus brazos, varias cabezas habían sido arrancadas de cuajo ante sus ojos, la sangre de otros les había corrido por encima, y nadie fuera de su reducido círculo lo sabría jamás. ¿Qué podían hacer? Tocar. Y poner en la música toda su alma ennegrecida; porque de alguna manera había que expulsarla.

Compró un periódico vespertino y cogió el metro para recorrer el corto trayecto que había entre Rådhuset y T-Centralen. Leyó los titulares: «Sin rastro todavía del Asesino de Kentucky. La policía justifica su pasividad alegando falta de recursos».

Era Mörner quien había hecho las declaraciones. Hjelm soltó una carcajada en medio del vagón de metro. La gente lo miraba. Le daba igual.

Tampoco le importaban las intrigas políticas que ahora, sin duda, se desarrollarían en la sombra. Lo único que le interesaba en ese preciso momento era ponerse los auriculares y hundirse en el asiento del vagón de metro.

Meditations con John Coltrane. Se encaminó a ese difuso estado de duermevela que constituía el pequeño espacio privilegiado de la paz.

Algo acababa de entrar en Suecia. O al menos eso creíamos, pero la verdad era que ya llevaba muchos años entre nosotros. Sólo hacía falta despertarlo.

Se compraría un piano. Iba madurando la decisión mientras atravesaba el lluvioso barrio. Las uniformes filas de edificios lo contemplaban a través de las nieblas flotantes. Caminaba despacio dejando que la lluvia penetrara en cada poro de su cuerpo. Necesitaba purificarse. Una y otra vez.