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– Y lo de «blanco» también se basa en la probabilidad, supongo -intervino Söderstedt.

– Casi todos los asesinos en serie son varones de raza blanca -apuntó Kerstin Holm-. Es un fenómeno que ha hecho correr ríos de tinta. Quizá se líale de una especie de compensación ante la inminente pérdida de su dominio mundial de muchos siglos, una reacción provocada por esa idea heredada de la supuesta superioridad de los blancos.

Un fascismo al azar -se le escapó a Hjelm.

La expresión desconcertó a sus compañeros, sumiéndolos en unos momentos de reflexión; incluso a Hultin parecieron intrigarle las palabras de Hjelm.

– ¿Qué tipo de personas eran las víctimas? -preguntó Chávez al final.

Hultin volvió a sumergirse entre los papeles mientras Hjelm meditaba sobre las ventajas de internet y los correos electrónicos codificados, algo que no era habitual en él; ésos eran los dominios de Jorge y Kerstin, que en esos instantes, efectivamente, parecían los más irritados por la tardanza de su jefe en dar cuenta de la información.

– Veamos -dijo éste al cabo de un rato algo excesivo.

Chávez no pudo reprimir un ligero gemido, que le valió una mirada canjeable sin duda por otro borrón en su expediente profesional.

– Las víctimas tienen características muy heterogéneas -anunció por fin con sabiduría el gran jefe de la tribu-. Son veinticuatro personas de distinta procedencia. Cinco ciudadanos extranjeros, incluyendo a Hassel. En esencia, hombres blancos de mediana edad, algo que un policía de talante feminista podría interpretar, sin devanarse mucho los sesos, como la manifestación de un indirecto desprecio hacia sí mismo.

– Si no fuera porque cuando empezó a matar la mediana edad todavía le quedaba muy lejos -replicó Kerstin Holm, rápida como un rayo.

La gelidez en la mirada de Hultin era letal.

– Muchas de sus víctimas siguen sin identificar -continuó al final-, concretamente diez de veinticuatro; parece un número desproporcionado teniendo en cuenta que la lista de personas desaparecidas en Estados Unidos es un mamotreto del tamaño de la Biblia.

– ¿Ha habido algún cambio en eso entre la primera serie y la segunda? -preguntó Söderstedt, alerta.

De nuevo Hultin lanzó una mirada de las suyas, tras lo cual volvió a hojear sus papeles frenéticamente hasta que dio con el que buscaba.

– Las seis víctimas de la segunda tanda han sido identificadas. Eso significa que, en la primera serie, de las dieciocho hay diez sin identificar. La mayor parte. Quizá se pueda extraer alguna conclusión de ese dato; no obstante, de momento yo no soy capaz de hacerlo.

– ¿Es el modus operandi en sí lo que ha dificultado la identificación? -preguntó Hjelm.

Se notaba que los lápices cerebrales de los presentes tenían las puntas bien afiladas. Muchos llevaban tiempo esperando ese momento. Una ansiosa espera que implicaba un grado de cinismo que nadie quería reconocer.

– No -respondió Hultin-. La crueldad no consiste en dientes arrancados ni en dedos cortados.

– ¿Y en qué consiste? -quiso saber Nyberg.

– Espera, espera -intervino Chávez mirando su cuaderno atiborrado de notas-. No hemos terminado todavía con este tema; entonces, ¿quiénes son las víctimas identificadas? ¿Se centra en alguna clase social determinada?

Hultin volvió a echar mano de su machete mental penetrando en la jungla de papeles.

– Muchas de las preguntas que os estáis haciendo ahora encontrarán respuesta en el informe completo que el agente especial Larner mandará por fax en el transcurso de la tarde, pero, bueno, de acuerdo, podemos adelantarnos un poco a eso…

Al final dio con lo que buscaba.

– Las ocho víctimas identificadas de la primera serie son personas con estudios superiores; al parecer tiene debilidad por gente con preparación académica. Las seis de la segunda son más variadas. Igual se ha convertido en todo un demócrata.

– Venga, habla ya del sexo de una vez -soltó Kerstin Holm con brusquedad.

Hubo unos instantes de desconcertado silencio entre el público masculino. Hultin cayó en la cuenta.

– Una única mujer entre las dieciocho víctimas de la primera serie. Dos de seis en la segunda.

– Así que, a pesar de todo, hay bastantes diferencias entre las dos -concluyó Holm.

– Es verdad -dijo Hultin-. Igual se ha vuelto demócrata también respecto al tema del género. Esperemos a ver lo que Larner tiene que decirnos sobre este asunto. Ha trabajado en el caso desde el principio. Debido al modus operandi, a finales de los años setenta la investigación se centró en un círculo de individuos que, si bien no alcanzaban la categoría de sospechosos, al menos podían ser considerados como posibles autores. Resulta que guarda cierta similitud con un método de tortura empleado en la guerra de Vietnam. Una fuerza de intervención especial y, por supuesto, altamente secreta, lo usaba para hacer hablar a los soldados del FNL sin que gritaran. Un método de tortura silencioso, adaptado a las condiciones de la jungla. Como las autoridades militares negaron siempre la existencia de este comando y lo rechazaron como otro mito más de la guerra, les resultó casi imposible dar con nombres. Larner insinúa que se trataba de un asunto tan delicado entre un gran número de altos funcionarios que sus investigaciones, con toda probabilidad, lo convirtieron en una persona non grata, fastidiándole además cualquier posibilidad de promoción dentro de la agencia. A pesar de todo, lenta e insistentemente fue reconstruyendo el pasado de esa fuerza especial, que se conocía bajo el desagradable nombre en clave de Commando Cool, y consiguió averiguar la identidad de los integrantes. En especial, centró su atención en uno de ellos, que poco a poco fue perfilándose casi como el único sospechoso: un tal Wayne Jennings, el líder del grupo, procedente precisamente de Kentucky. Nunca encontró pruebas de ningún tipo contra él, pero Larner no le perdía de vista fuera donde fuera. Y pasó lo que no debería haber pasado: Jennings se cansó de la vigilancia y, al intentar quitarse de encima al FBI, sufrió un accidente con el coche, un choque frontal. Larner estaba allí y presenció cómo Jennings desaparecía bajo las llamas.

– ¿Continuaron los asesinatos después de eso? -preguntó Chávez.

– Desgraciadamente, sí. Se cometieron otros dos poco tiempo después, de modo que Larner fue acusado de haber provocado la muerte de un inocente. Lo llevaron a juicio. Fue absuelto, pero supuso un duro golpe para su carrera. Y luego, para más inri, tras quince años intentando que el caso avanzara contra viento y marea, el asesino volvió a las andadas. Desde hace poco más de un año, Ray Larner se encuentra otra vez en el punto de partida, con el Asesino de Kentucky burlándose de él. No envidio su situación en absoluto.

– Pues deberías -comentó Söderstedt-, porque ya no es su problema sino el tuyo. Larner es libre, tú no.

Söderstedt hizo una pausa para luego seguir con el mismo tono malicioso.

– Asumes la investigación desde cero, tras veinte años de intensas pesquisas realizadas por el FBI, que, dicho sea de paso, cuenta con unos recursos que superan el producto interior bruto de toda Suecia.

Hultin lo observó sin inmutarse.

– ¿Qué había entonces de especial en el modus operandi del Commando Cool? -volvió a preguntar Gunnar Nyberg-. ¿Cómo murió ese crítico literario?

Hultin se giró hacia Nyberg con un gesto que, posiblemente, podría interpretarse como un alivio contenido.