Pero el portero no había terminado aún su pantomima indicando que Rauschenbach posiblemente había vuelto a beber más de lo que la sed exige, cuando Anne sintió como si le hubieran dado un latigazo: desde el interior sonaba «Ah, la he perdido…», el aria de Orfeo y Eurídice. Anne apretó a su vez el oído a la puerta; sentía golpear el pulso en sus sienes; no había duda: ¡el aria de Orfeo!
– ¿No tiene una llave de repuesto? -Anne increpó al yugoslavo.
Él no entendía su nerviosismo, buscó tranquilamente en el bolsillo, sacó una llave grande y vieja, y la colocó ante las narices de la mujer.
– Llave maestra -dijo sonriendo irónico-. Va bien con todo.
– ¡Entonces, abra ya! -rogó Anne.
Encogiéndose de hombros para indicar algo así como: no sé si es correcto, pero si usted se empeña…, metió la llave deforme en la cerradura y Anne se precipitó en la vivienda.
Rauschenbach estaba sentado a su escritorio, el tronco caído hacia delante, la cabeza ladeada sobre la tabla. De la boca, torcida en una mueca, colgaba la lengua, gris, seca y extraordinariamente larga; tenía los ojos abiertos, pero sólo se veía el blanco. Observándolo mejor, Anne reconoció unas manchas oscuras en su cuello. Rauschenbach había sido estrangulado.
En el gramófono sonaba todavía el aria. Cuando terminó, se levantó el brazo del tocadiscos como movido por un espíritu, se colocó de nuevo y repitió la melodía infinitamente triste.
– ¡No, no, no! -gritó Anne tapándose los oídos con ambas manos, después se precipitó hacia el aparato. Un graznido desagradable y luego silencio.
10
En las noches siguientes, Anne durmió mal.
Tenía la impresión de que sólo perdía la conciencia durante unos segundos, unos breves segundos frente a las interminables horas de la noche. Se esforzaba enérgicamente por mantener los ojos abiertos y mirar fijamente al techo, donde con intervalos irregulares se dibujaban las luces de los coches que pasaban y tras una breve procesión desaparecían; pues tan pronto como cerraba los ojos, penetraban en ella imágenes que la torturaban como dolorosos parásitos. Las imágenes se aferraban como sanguijuelas en su memoria, y se le aparecían a Anne tan claras, tan significativas, que le resultaba difícil y casi imposible distinguir entre una idea fija y la realidad. Más de una vez estando en vela se preguntó si estaría loca, si su mente ya no trabajaba correctamente, si eran sueños las fantasiosas imágenes que se reflejaban en ella, imágenes que habían destruido el aparato controlador de la razón.
¿Acaso tú misma estabas sentada en el automóvil siniestrado, empezó a preguntarse seriamente Anne, acaso el choque paralizó tu cerebro y mutiló tu memoria, acaso vas sin conciencia por la vida haciendo y viviendo cosas que están fuera de cualquier realidad, acaso este estado en que te encuentras se llama muerte?
En estos momentos Anne intentaba a veces levantarse para demostrar que todavía tenía dominio de sí, pero una y otra vez fracasaba en el intento. Sencillamente le faltaban fuerzas para imponer su voluntad, como si alguien se hubiera apoderado de ella y dirigiese cada gesto y cada pensamiento. Entonces empezó a gritar palabras y el sonido de su voz, que resonaba en las paredes, la tranquilizó, la despertó de su tormento y abrió los ojos.
Debo averiguar la verdad, se repetía a sí misma.
La muerte de Rauschenbach la había colocado en una nueva situación desagradable. En cualquier caso, Anne hubo de someterse a interrogatorios embarazosos. Tenía dificultades para aclarar a la brigada de investigación criminal que desconocía el estilo de vida que llevaba Rauschenbach y que únicamente lo había visto una vez antes de su muerte. Por lo demás, Anne no vio la necesidad de encubrir el motivo de su cita con el experto. Explicó a la policía que había dejado a Rauschenbach la copia de un viejo pergamino para su peritaje.
Sin embargo se demostró que esta declaración había sido un error. Pues por un lado no se encontró la copia en casa de Rauschenbach, por otro la afirmación de Anne según la cual el pergamino había desaparecido en el accidente de su marido parecía misteriosa y poco creíble, de modo que Anne von Seydlitz, si bien no se la consideraba sospechosa del asesinato, era acusada de jugar un papel poco transparente en este caso.
Aunque Anne no veía relación entre la muerte violenta de Rauschenbach y el pergamino, no se descartaba tal posibilidad. La desaparición de la copia indicaba en todo caso, y cuanto más pensaba en ello más le asaltaba la sospecha, que Guido pudo no haber muerto de muerte natural. Pero para continuar debía conocer el significado del pergamino, debía averiguar su valor histórico y artístico o saber algo de su contenido.
Anne recordó al respecto un hombre al que Rauschenbach había nombrado de paso y que por el nombre no le era desconocido, aunque nunca había tenido relación con él. ¿Cómo dijo Rauschenbach? «¡Al fin y al cabo el profesor Guthmann pasa por ser el experto por antonomasia!»
Con una segunda copia Anne se dirigió al Instituto de la Meiserstrasse, un edificio pomposo de la época nazi, que tenía una caja de escalera con escalones a los lados y barandas de mármol. En el segundo piso encontró una puerta de dos hojas pintada de blanco con el nombre de Guthmann, si bien el letrero indicaba enérgicamente que las visitas debían anunciarse y acceder por la habitación 233, cosa que Anne cumplió.
11
Uno se imagina con frecuencia a los profesores de un instituto universitario como honorables señores maduros con barriga y vistiendo traje oscuro con chaleco. Guthmann no encajaba en absoluto en este cliché. Llevaba vaqueros, el pelo ondulado semilargo y daba más bien la impresión de un asistente mal pagado que la del director de un instituto. En el centro del despacho, que por lo menos tenía doble altura que las construcciones modernas, había una mesa larga antigua y esparcidos por encima, libros abiertos, numerosas hojas escritas y legajos de manuscritos atados con cintas como paquetes de regalo.
Guthmann sacó de debajo de la mesa un taburete gastado de madera, rogó a Anne que tomara asiento y le preguntó qué deseaba. Anne se sirvió de la misma historia que había contado a Rauschenbach: le habían ofrecido el pergamino para comprarlo y quería conocer su valor y su contenido. Guthmann tomó la copia y la examinó con los ojos fruncidos. En esto afiló la boca e hizo una mueca como de dolor. Guardaba silencio.
De repente se levantó de un salto como si hubiera descubierto algo terrible, agarró de entre los libros y manuscritos una gran lupa, se dejó caer de nuevo sobre la silla y dirigió la lente de arriba abajo sobre la copia. De vez en cuando meneaba la cabeza irritado, pero seguidamente la comisura de los labios se contrajo en una sonrisa y sonrió comprensivo.
– ¿De dónde lo ha sacado? -quiso saber Guthmann.
– No lo tengo -respondió Anne ateniéndose a la verdad e insegura añadió-: Sólo me lo han ofrecido.
– Entiendo -replicó Guthmann sin quitar la vista de la lámina-. ¿Por cuánto lo venden, si no es indiscreción?
Anne se encogió de hombros.
– Tengo que hacer una oferta.
– Sabe usted -comenzó incómodo el profesor-, los pergaminos coptos no valen mucho, hay demasiados en el mercado. El valor de una pieza como ésta viene determinado, no tanto por su antigüedad o su conservación, como por el contenido del texto. Y este texto no me parece interesante. Aquí -Guthmann tomó la lupa e indicó a Anne un renglón concreto- aquí leo el nombre de «Barabbas».
– ¿Barabbas?
– Un fantasma histórico. Aparece tanto en textos coptos como judíos. Los textos bíblicos se refieren a él como instigador. Incluso los rollos manuscritos del mar Muerto lo nombran, aunque sin dar indicios sobre su importancia. Un colega llamado Marc Vossius, que enseña en la Universidad de San Diego de California, ha dedicado media vida a este Barabbas y por ello algunos lo tienen por loco.