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De pronto Anne von Seydlitz se despabiló.

– Si le entiendo bien, profesor, existe un personaje histórico llamado Barabbas tan importante, que su nombre aparece en diferentes tradiciones, sin que hasta hoy se haya conseguido analizar el significado de este… de este fantasma.

– Así es.

– ¿Y este Barabbas aparece nombrado en el pergamino?

Guthmann tomó la lupa con la mano, parpadeó a través del cristal y dijo:

– Al menos así lo parece.

– ¿Hay más fantasmas históricos como éste?

– Oh, sí -respondió el profesor-. No todos fueron tan comunicativos como Julio César, cuya vida conocemos de su propia mano; por otra parte muchos escritos se han perdido. Por ejemplo de Aristóxenos, un discípulo de Aristóteles, apenas sabemos nada, aunque fue una de las personas más sabias que han existido. Escribió 453 libros, pero no ha quedado ninguno. De Barabbas sólo conocemos el nombre y algunas alusiones a su personalidad.

En el transcurso ulterior de la conversación, Guthmann dio a entender que él mismo estaba interesado por el pergamino y Anne comprendió por qué el profesor se resistía a emitir una estimación sobre el valor del documento. Finalmente dijo que debía dejárselo durante una semana larga. Necesitaba todo ese tiempo para estudiar el manuscrito. No se habló de los honorarios.

Anne se sentía un poco aliviada tras la visita al profesor Guthmann. No habría sabido explicar por qué, aunque ahora se veía confirmada en la sospecha de que el pergamino jugaba un papel central en todas las cosas raras de los últimos días.

Cuando atravesó el portal del instituto y salió fuera, un hombre al que creía haber visto antes se deslizó por delante de ella, pero inmediatamente rechazó la idea. Demasiadas imágenes, demasiadas personas la visitaban cada noche como para tener aún el valor de expresar una sospecha.

Camino de casa buscó un bistró en la Theresienstrasse, donde sobre mesas altas de mármol se sirven suculentas especialidades de pasta. Anne reflexionaba. No podía quitarse de la cabeza el nombre de Barabbas.

Por la noche, mientras daba vueltas en la cama y aparecían y desaparecían imágenes como en noches anteriores, empezó a hablar en voz alta:

– Barabbas, ¿quién eres? Barabbas, ¿qué quieres de mí?

Temerosa aguzaba el oído en la noche por si el misterioso poder, que ya había actuado de modo tan terrible, daba una respuesta, pero el silencio reinaba en la solitaria casa, sólo interrumpido regularmente por las campanadas al estilo Westminster del viejo reloj de pared situado en la planta baja.

Estás trastornada, ya lo creo, tú estás loca, susurraba Anne en su modorra sólo para infundirse valor, cayendo luego en la somnolencia que aumenta la fantasía y atolondra la mente como una droga. Anne creyó ser también una imaginación suya el timbre del teléfono que de repente la asustó, y se apretó la almohada sobre la cabeza hasta que dejó de oírlo.

Quizá, pensó Anne después de haberse tranquilizado, debería consultar a un psiquiatra, en vez de andar con el pergamino de un coptólogo a otro. Pero entonces posiblemente no averiguaría jamás la verdad del por qué se mató Guido y por qué al buscar ella una explicación topaba siempre con un muro de silencio.

Y otra vez sonó el teléfono con aquella infamia de la que sólo es capaz un tal aparato en las horas de dormir. Mientras Anne hundía aún la cabeza en la almohada, le vino la sospecha de que ese ruido no eran imaginaciones, no, realmente sonaba.

Buscó con los dedos medio a oscuras el auricular y contestó ebria de sueño:

– ¿Diga?

– ¿Señora von Seydlitz? -se oyó del otro lado de la línea.

– Sí.

– No debería seguir investigando el pergamino -dijo una voz de hombre-. Es por su bien.

– ¡Oiga! -gritó Anne excitada-. ¡Oiga! ¿Quién habla? -Se cortó la línea. Colgaron.

Anne creía reconocer la voz, pero no estaba segura de si era Guthmann. Y si lo fuera, ¿qué razones tendría el profesor para llamarla a estas horas; de qué quería advertirla?

No aguantaba estar en la cama. Se levantó, fue al baño, dejó correr el agua fría del grifo sobre su cara, se vistió rápido y encendió la cafetera. El aparato gurgitaba ruidosamente el agua hirviendo en el filtro como un sapo en época de desove. El aroma que desprendía tenía el efecto de despejar la cabeza. Ella se sentó en un sillón sosteniendo con ambas manos la taza de café.

– Barabbas -susurró para sí misma-, Barabbas -y meneó la cabeza.

Así estuvo sentada pasando frío y con la mirada fija al frente hasta que clareó, lo que para Anne fue una liberación.

12

En situaciones sin salida como ésta, hay momentos en que la tensión cede sin más a una visión en la que de pronto aparece un resquicio de esperanza de resolver todos los problemas con la ayuda de una varita mágica. Así le sucedió a Anne von Seydlitz. Guthmann sabía mucho más sobre el pergamino de lo que había revelado en el encuentro del día anterior. Mirando retrospectivamente podía incluso creer que el profesor lo sabía todo. Como el experto en el campo de la coptología, sin duda no sólo conocía el contenido, sino que estaba informado también de las connotaciones que tan valioso hacían el documento.

Anne no encontraba adecuado visitar al profesor en su instituto y hablar con él; pues si Guthmann sabía más de lo que había revelado en la primera visita, entonces no lo divulgaría fácilmente en una segunda visita. Si quería tener alguna oportunidad, Anne debería sorprender al profesor. Se propuso sobornarlo con una cantidad sustanciosa; pues a juzgar por su apariencia, Guthmann daba la impresión de necesitar dinero.

Alrededor de las 17 horas aparcó su coche frente al instituto de manera que pudiera ver la entrada. Su plan consistía en atrapar a Guthmann, rogarle que accediera a una conversación y después de cenar juntos hacerle una generosa oferta, lo bastante generosa para hacerlo hablar.

Al cabo de tres horas y media, alrededor de las ocho y media, un portero se colocó ante el portal disponiéndose a cerrar el edificio, Anne bajó del coche, cruzó la calle corriendo y preguntó si el señor Guthmann estaba aún en la casa. El contestó que no había nadie más, pero se cercioró con una llamada telefónica que quedó sin respuesta.

Al día siguiente, después de otra noche de insomnio, Anne ya estaba a las siete y media de la mañana en el lugar. También esta vez su espera fue infructuosa. Guthmann no vino. No veía ningún motivo para no visitar al profesor en su domicilio. Obtuvo la dirección del listín de teléfonos: Guthmann, Prof. Dr. Werner.

Werner Guthmann vivía en una casa adosada de un barrio periférico al oeste de la ciudad, donde el precio de los inmuebles era razonable. Al sonar el timbre, abrió una mujer de mediana edad. Se mostró reservada. Anne le explicó incómoda su deseo; el profesor era la única persona que podía ayudarla. Pero antes de acabar de contar su historia en el portal, la interrumpió la mujer diciéndole que sentía mucho no poder ayudarla, su marido hacía dos días que había desaparecido sin dejar rastro. La policía lo estaba buscando.

Anne se estremeció. Parecía como si el condenado pergamino tuviera pegada una maldición, que la perseguía como una sombra. Se despidió precipitadamente y, mientras se dirigía al coche, le vino repetidas veces la idea de estar completamente loca. Pero a continuación se agitó en ella la conciencia de que estaba en sus cabales, porque podía analizar sin reservas y de manera lógica su situación y las circunstancias que habían conducido a ella. No obstante parecía haberse posado sobre ella y sobre su vida una fuerza misteriosa, como un pulpo que estaba en condiciones de alargar sus tentáculos hasta alcanzar un botín lejano.

Capítulo segundo

DANTE Y LEONARDO