No era la botellita en sí lo que le produjo una nueva inquietud, sino la obra que había ejecutado su contenido corrosivo, inodoro, incoloro, aceitoso. H2SO4. Mientras con los dedos acariciaba la angulosa botellita, miraba a todas partes, pero no divisó ningún movimiento del que hubiera podido inferir que alguien le estaba persiguiendo.
Desde la tapa de alcantarilla, sobre la que estaba, subía un hedor vomitivo a tibias aguas residuales y, para evitarlo, Vossius quería salirse de la fila, sin embargo resistió para no llamar la atención. Ridículo, pensó, lo fácil que era cometer un atentado en esta ciudad y lo sencillo que resultaba escabullirse.
Externamente no era difícil, pues, por más extraordinario y genial que fuese el profesor Vossius con respecto a su entendimiento, su apariencia era mediocre. En su edad de cincuenta y cinco años recién cumplidos no había nada atípico. Su cara suave ovalada estaba dominada por una nariz larga, delgada, y una frente alta, como se suele decir cuando hay entradas en el cabello. No obstante, Vossius estaba lejos de sufrir por algún que otro defecto en su aspecto exterior, como por ejemplo sus orejas alargadas, de las que salían matas de pelo como un juncal de un pantano. Examinada más de cerca, esta cara reflejaba en sí algo armónico y una amabilidad vivaracha que dimanaba de sus ojos pequeños. Estos ojos se movían sin cesar; incluso daban la impresión, tras un breve encuentro, que continuamente iban en busca de algo nuevo. Su vestimenta era correcta, pero alejada de la última moda también en este día memorable, en el que llevaba sobre la camisa abierta un traje de color caqui y una trinchera beige arrugada.
2
Desde que tenía uso de razón, amaba París. Estudió aquí después de la guerra, vivió en la rué des Volontaires cerca del Instituto Pasteur, en una buhardilla, bajo el tejado, en casa de una viuda que siempre llevaba colgada una colilla en la comisura de los labios y que la alquilaba para mejorar la renta de su difunto. Dos ventanas de la buhardilla daban al patio, y el mobiliario había conocido tiempos mejores, tal vez hasta el asalto a la Bastilla; en cualquier caso, del sofá de patas duras, que durante el día servía de asiento y por la noche de cama, salía pelo negro de rocín en todos los sitios imaginables, y olía a caballo.
En invierno, cuando el viento, a través de los marcos de las ventanas cubiertos con cartones, bramaba como el aullido de los perros sin amo bajo los puentes del Sena, la estufa negra, redonda, de acero salía excesivamente cara, pero sobre todo madame Marguery, como se llamaba la fumadora empedernida, se mostraba avara con las briquetas caloríferas y rehusó su ruego de subir seis escaleras arriba el preciado bien (con la esperanza de desviar una que otra caloría para sí). Madame contaba las briquetas con la minuciosidad de un contable y las distribuía, cuatro por día, por lo que Vossius todavía ahora temblaba de frío con sólo recordarlo.
Pero la necesidad aguza el ingenio, sobre todo si se trata de las necesidades normales de cada día. En el rastro que había en torno a la Porte de Clignancourt y en casa de los traperos del Village Saint-Paul, se conseguían en aquella época por un par de céntimos libros viejos con tapas duras de cartón, a los que por motivos incomprensibles les faltaba la portada o algunas páginas. Aunque se sentía unido al papel impreso casi por juramento de honor, Vossius no tuvo reparos en alimentar con ellos su estufa, si bien, hay que admitirlo, con mala conciencia.
Sea dicho para salvaguardar su honor que Vossius examinaba cada libro antes de quemarlo, no por su capacidad de combustión, sino, como correspondía a un futuro científico, respecto al contenido intelectual que, como pronto experimentaría el joven Vossius, era diametralmente opuesto al valor calorífico de la obra. En síntesis: los libros delgados mostraban un contenido intelectual más alto que los gruesos, pero estos últimos ardían más tiempo.
En todo caso debe atribuirse a la avaricia de madame Marguery que Vossius pescara un día entre los libros calefactores un ejemplar de la Divina Comedia de Dante, impreso sin lugar ni año en lengua italiana, el cual se distinguía de los otros que había quemado hasta entonces por una monstruosidad: todos los libros, como se ha dicho, sufrían el trauma del descalabro, eran viejos e incompletos, y por ello prácticamente invendibles. Menos esta edición de Dante. Esta Divina Comedia contenía, junto con las tres partes principales conocidas, «Inferno», «Purgatorio» y «Paradiso», un epílogo «Veritá», una parte que no existía o no podía existir porque faltaba en todas las ediciones conocidas de esta obra.
Más tarde se maldijo a sí mismo por no haber echado el libro en la estufa negra de acero. Pues todo empezó con este insignificante libro manoseado, de cuyo precio no podía acordarse, pero seguro que no eran más de veinticinco céntimos. Claro que no lo sospechaba. Estos veinticinco céntimos que Vossius había gastado, no con intención de edificar su espíritu, sino por la desdeñable necesidad de calentarse, habían de cambiar su vida, peor aún, debían ser la causa de que sólo viera la alternativa de tirarse de la torre Eiffel.
Volvamos a Dante: todo estudiante de literatura se entera en el primer semestre de los enigmas que envuelven como un tejido su obra principal o digamos, para ser más exactos, que la obra consta exclusivamente de enigmas, que ya empiezan con el título: Divina Comedia. Que se sepa, Dante Alighieri no tituló su obra de «Divina Comedia», sino sólo «Comedia», pero esto precisamente subraya el misterio de este libro; pues no es ninguna broma, en absoluto. Sin embargo, eligió el título no sin intención.
Durante siglos la gente creía que un libro que se ocupa del infierno, del purgatorio y del paraíso debía ser una obra devota en el sentido de la Santa Madre Iglesia. Pero el hábito no hace al monje, y en su paso por el paraíso, a pesar de toparse con reyes, poetas y filósofos paganos, Dante no encuentra papas, para los que sólo tiene palabras de desdén. De devoción, pues, ni hablar. Dios nos asista: hasta detrás de la Virgen María se esconde Beatriz, el amor imposible de su joven corazón.
Sin duda Dante era astuto, tal vez el que más sabía de su tiempo, por esto con frecuencia sólo se desahogaba con alusiones que permiten inferir un conocimiento más profundo que el manifestado por escrito. No se ha conservado ni una línea manuscrita del poeta, lo que da pie a nuevas especulaciones e indujo a los florentinos a crear una cátedra de Dante, ya medio siglo después de su muerte. Pero como ocurre casi siempre que los profesores se ocupan del destino de una persona se enredaron en violentos debates sobre lo que Dante quiso decir y esconder. Contaron versos (14.000) y descubrieron en la construcción de la obra un misterioso simbolismo numérico, que permite conjeturar que detrás de la Comedia se esconde mucha más sabiduría. Las tres partes principales se dividen en 33 capítulos cada uno: 3 por 33 es igual a 99, y 99 se considera el número perfecto.
Los números son a menudo el reflejo del orden cósmico o humano, eso ya lo sabían los griegos y también Dante juega con este simbolismo, cuando escribe que el paraíso se forma con nueve cielos concéntricos alrededor del globo terráqueo o que el embudo del infierno se precipita en nueve círculos hasta el centro de la tierra, sede de Lucifer. En todo caso, Dante tenía conocimiento de la magia de los números y de su significado simbólico, por ejemplo del sentido cósmico del número 4 (elementos, estaciones, edad del mundo) o de la compenetración de lo material y lo espiritual con el número 6. Pero sabía mucho más.
¿Era casualidad que no subsistiese oficialmente ningún original de la Comedia de Dante, que la primera copia no apareciese hasta quince años después de su muerte?