Según parecía, Vossius había hallado casualmente entre su material académico de combustión un ejemplar impreso de aquella desaparecida edición original de Dante, y se sirvió de la ayuda de un romanista amigo para averiguar el contenido del epílogo «Veritá». Pero el amigo, un piadoso joven llamado Jerome, se llevó el libro a casa por la noche y al día siguiente lo lanzó a los pies de Vossius diciéndole que era una pérdida de tiempo traducir semejante basura, pues se trataba de una falsificación que nada tenía que ver con el original, ni sobre todo con Dante Alighieri. Vossius entonces no vio motivo alguno para dudar de la explicación de su amigo, pero como se trataba de un libro muy antiguo y además de una curiosidad, lo guardó; hasta sobrevivió varias mudanzas en las que otras cosas se perdieron.
3
Entretanto, esperando en la cola, llegó a la taquilla, donde Vossius, según lo decidido, sacó un billete por valor de veinte francos, que le daba derecho a usar el ascensor hasta la plataforma más alta. Discretamente miró de nuevo a su alrededor si lo perseguían, no detectó nada extraño y se dirigió detrás de dos damas maduras a la jaula acristalada para esperar el ascensor.
No esperó largo rato. Las puertas correderas se abrieron con gran estrépito y los visitantes se precipitaron en la gigantesca jaula como animales de circo. Con un tirón el ascensor se puso en movimiento. Igual que en todos los ascensores del mundo, la gente por causas indescifrables dirigía su mirada a las puertas. Nadie se atrevía a mirar al otro a la cara. Mucho menos Vossius, que temía ser reconocido. Así que también como los demás fijó los ojos con estudiada indiferencia hacia las puertas correderas.
De esta guisa le pasó por alto que en la parte trasera del ascensor había dos hombres que no lo perdían de vista. Llevaban chaquetas oscuras de cuero, que les daban un aire algo marcial, reforzado aún más por su duplicidad. También estos dos fingían indiferencia, pero fijándose mejor se habría podido descubrir cómo se entendían con los ojos y con breves movimientos impulsivos de la cabeza.
El ascensor se paró con un movimiento que provocó un ligero hormigueo en el estómago, sobre todo en Vossius, que sentía una profunda aversión por los ascensores. Las puertas se abrieron con idéntico ruido metálico y los visitantes, que hasta ahora habían guardado un recogido silencio, se precipitaron estrepitosamente hacia la plataforma.
Vossius atentamente dejó salir a los otros primero. Así los dos hombres con las chaquetas de cuero no pudieron evitar tener que bajar antes que la persona vigilada, dirigiéndose uno hacia la izquierda y el otro hacia la derecha.
La vista de la primera plataforma de la torre Eiffel es en cierto modo preferible a la de los pisos superiores, porque desde aquí los edificios de la ciudad están tan cerca, que casi se pueden tocar. Para ser un suicida al que sólo pocos momentos separaban de su acción, Vossius se comportaba con una tranquilidad poco habitual. Sin perder siquiera un momento pensando en lo que se había propuesto, se dirigió a la parte de enfrente de la galería, se apoyó con los brazos en la baranda y miró sobre el Sena hacia el Palais Chaillot, donde la gente, como hormigas, parecía muy agitada. Allí, en el parque, había pasado a menudo sus tardes de estudiante, con un par de libros entre el equipaje, aunque muchas veces quedaban sin abrir a causa de las numerosas muchachas bonitas que uno encontraba, casi siempre patinando.
Una de las patinadoras se llamaba Avril, un nombre con el que no se había de topar jamás en la vida, igual que no se encontró nunca más con Avril. Era irlandesa, tenía el pelo rojo de fuego peinado a lo garçon, la piel blanca como la nieve y pecas en la nariz y en las mejillas, que al sol brillaban como bombillitas, pero eran invisibles con el cielo cubierto, un raro enigma de la naturaleza. Avril contó que estudiaba ballet, y ambos pasaron muchos días y noches juntos. Ella no cedía nunca a su deseo de verla bailar, aunque nada deseara él con tanto ardor.
Tampoco hablaba nunca de baile clásico y así sucedió lo que tenía que suceder: Vossius la siguió un día a hurtadillas desde su vivienda en la rué Chapón hasta el Quartier, donde ella desapareció en un cabaret llamado Carnavalet, al que acudían sobre todo argelinos. Avril bailaba allí no tanto ballet como desnuda sobre la mesa (en cualquier caso el escenario no era mayor), y cuando Vossius la sorprendió así, aunque sin hacerle ninguna escena, la muchacha de un día para otro desapareció de París. Según supo más tarde, se fue a África corriendo tras un argelino.
Vossius sonreía mirando hacia el Palais de Chaillot; era su primera sonrisa de este día y le vino la idea a la cabeza de que probablemente sería la última de su vida.
En este momento, en el que para él el tiempo no existía, en el que sólo había un agujero negro al que iba a lanzarse, sintió cómo sus brazos eran arrastrados violentamente a su espalda y apretados contra su cuerpo. Estaba indefenso.
– ¡Ningún movimiento, monsieur!
Dos hombres se habían acercado a él por la izquierda y por la derecha, y mientras uno le agarraba los brazos a la espalda, el otro palpó su indumentaria con experta rutina, sacó de la chaqueta la cartera y de los pantalones la botellita angulosa de color marrón.
– Monsieur -dijo el primero con atenta corrección-, queda usted provisionalmente detenido. ¡Síganos, sin ofrecer resistencia!
Todo ocurrió tan rápido y tan inesperadamente que Vossius no encontró palabras de protesta y soportó con resignación que uno de los hombres le colocase las esposas a la espalda, lo que le causaba dolor. Pero la mayor tortura del momento no era este dolor, sino que le impedían volar hacia el gran agujero negro, como se había propuesto.
4
Naturalmente que Vossius sabía perfectamente por qué lo habían detenido, y tenía idea de a dónde iban a llevarlo. Por esto no hizo preguntas. Siguió a los hombres hasta un viejo Peugeot azul que estaba aparcado frente a la parada de taxis en el Quai Brauly y, en una postura bastante incómoda, tomó asiento en la parte posterior.
La prefectura de policía del bulevar du Palais, a unos pasos de Notre Dame en la Île de la Cité, ofrece desde fuera una impresión bastante amable y con ello se asemeja al resto de edificios públicos de la ciudad, que al entrar cambian de cara y su atractivo se convierte en todo lo contrario. Lo mismo la prefectura, que desde el exterior recuerda un palacio encantado como el Louvre, pero en su interior, al laberinto del Minotauro, una impresión que no consiguen cambiar las columnas ni las escaleras y balaustradas con ornamentos.
Vossius fue conducido a una habitación del segundo piso, donde un comisario llamado Gruss lo recibió formalmente y le preguntó el nombre, lugar y fecha de nacimiento, profesión y lugar de residencia, mientras los dos hombres de chaqueta de cuero estaban sentados allí en silencio.
– Usted sabe, monsieur -dijo Gruss con simulada cortesía- que se le acusa de un delito y por ello puede negarse a declarar, pero -y con ello cambió el tono de voz que de pronto sonó amenazadora- ¡yo no se lo aconsejaría, monsieur!
Gruss hizo señas con la cabeza a uno de los que llevaban chaqueta de cuero. Este se levantó y abrió una puerta lateral. Entró un empleado del museo del Louvre, reconocible por el uniforme gris y la gorra. El empleado dijo su nombre y Gruss le preguntó, señalando con un gesto a Vossius, si lo reconocía.
El empleado del museo asintió y declaró que sí, que este hombre se había acercado a la pintura de Leonardo, había sacado una botellita y lanzado su contenido, no a la cara de la dama representada, sino sobre el escote, y antes de que pudiera intervenir y detenerlo, había desaparecido, ¡Dios mío, un cuadro tan valioso!
El empleado del museo fue conducido afuera y Gruss preguntó a Vossius: