– El caso es que… -Vossius intento de nuevo el dialogo, pero Le Vaux seguía imperturbable y repitió mientras levantaba los párpados de Vossius:
– ¡Más tarde, querido, más tarde! -Sonaba por un lado como si lo hubiera dicho miles de veces, y por otro como si no quisiera prestar atención a lo que oía.
Como un mecánico que efectúa la revisión de un coche según un plan establecido, Le Vaux le presionaba los pulgares contra los huesos de las mejillas, le ejecutaba movimientos circulares con los dedos índice y medio sobre los temporales preguntando indiferente sin esperar en absoluto una respuesta:
– ¿Duele?
Con un martillo de goma, haciendo la misma pregunta con idéntica indiferencia, golpeó la frente de Vossius y luego la rodilla derecha cruzada sobre la izquierda.
Vossius decía que no; por lo demás no deseaba imaginarse lo que hubiera sucedido de haber dicho que sí, que sentía dolor. Estaba desesperado porque presentía haber ingresado en un sistema que no le ofrecía ninguna posibilidad de evadirse.
Mientras tomaba notas en su escritorio, Le Vaux juntó sus pobladas cejas como si reflexionase fatigosamente.
– ¡Hable de su infancia! -dijo de súbito-. Usted tuvo una infancia difícil, ¿no? ¿Cómo era la relación con su madre? ¿Qué clase de relación tiene usted con las mujeres en general? ¿Qué le movió a echar ácido a los pechos de la Virgen? ¿Sentía haciendo esto como si estuviese orinando? ¿Experimentó un claro alivio después del hecho?
Vossius no pudo contenerse, se levantó de un salto, pataleó en el suelo como si quisiera triturar las increíbles preguntas del doctor, igual que el gigante Gargantúa aplastaba los peñascos, y se rió maliciosamente y triunfante:
– ¡Ánimo, doctor, ánimo, seguro que se le ocurren más cosas! -gritó resoplando ira y su cabeza enrojeció como un tomate. Precisamente ésta era la reacción que a todo trance habría querido evitar, ya que suministraba vulgares argumentos a su adversario. Vossius miró espantado al doctor Le Vaux.
Para el doctor estos arrebatos no eran nada especial; por lo demás, cuando uno de los enfermeros asomó la cabeza por la puerta ofreciéndole su ayuda, la rehusó con un leve gesto de la mano, como diciendo: con éste puedo arreglármelas solo. Se limitó a decir:
– Por favor, tranquilícese. Le pondré una inyección y luego se sentirá mejor.
– ¡Inyecciones no, inyecciones no! -balbuceó Vossius, mientras el doctor con desvergonzada parsimonia levantaba la jeringuilla.
– La inyección es realmente inocua -aseguró con una sonrisa de sádico y añadió-: Comprendo su excitación.
Vossius temblaba por todo el cuerpo. ¿Qué hacer? Hervía de ira y de indignación. Por un instante pensó abalanzarse sobre el engreído psiquiatra y emprender la huida, pero luego triunfó su sensatez y la convicción de que no llegaría lejos. Sus ojos buscaron la ventana a su derecha, pero al verla sus pensamientos se desvanecieron. Todas las ventanas de este edificio tenían rejas.
Sosteniendo la jeringuilla entre el dedo índice y el medio como un habano caro, el doctor se colocó ante Vossius, se trajo una silla y preguntó:
– ¿Qué le hizo tomar la decisión de querer tirarse de la torre Eiffel? ¿Fue el miedo al castigo por el atentado con ácido o se siente usted perseguido?
– ¡Claro que me siento perseguido! -surgió inesperadamente de Vossius, una respuesta que lamentó de inmediato, pero que ahora ya no podía retrotraer.
– Comprendo -Le Vaux aparentaba compasión.
– ¡Nada comprende usted! -respondió Vossius enérgico-, ¡pero nada! Si le contase los antecedentes de la historia, entonces más que nunca me declararía usted enfermo mental.
Le Vaux asintió y contempló la jeringuilla entre sus dedos con cierta satisfacción, como pueda sentirla un atracador que mantiene en jaque a su víctima con el arma cargada.
– Cuéntemelo de todas formas -manifestó condescendiente.
– ¡Retire la jeringuilla! -exigió Vossius.
El doctor le hizo caso y Vossius reflexionó fatigosamente.
– No sé cómo debo explicarle mi situación -comenzó incómodo-. Si le digo la verdad, seguro que me tomará por loco.
– ¡Tal vez deberíamos hablar mañana! -objetó Le Vaux.
– ¡Oh, no! -contradijo Vossius obstinado. Confiaba todavía en que el psiquiatra notaría que él, Vossius, estaba en el lugar erróneo, que era tan normal como cualquier otro, y añadió-: Mañana mi situación será la misma de hoy.
Situaciones como ésta no le eran extrañas a Le Vaux. Conocía demasiado bien las inhibiciones que invaden a un enfermo mental a la hora de justificar su acción, y había experimentado que este retraimiento crece con la inteligencia del paciente. Sin duda con Vossius se enfrentaba a un hombre de inteligencia superior a la normal. Para facilitar a Vossius la charla, empleó trucos de viejo psiquiatra, como ir a la ventana, cruzar los brazos a la espalda y mirar con aparente desgana hacia fuera, como diciendo: puede tomarse el tiempo que quiera. Tuvo éxito.
– Usted cree naturalmente que vertí el ácido sobre la pintura de Leonardo en un ataque de ofuscación mental -empezó Vossius con dificultad-, pero, créame, tenía la mente clara, tan clara como ahora que estoy hablando con usted. Los motivos arrancan de hace muchos años y han de buscarse en mi trabajo como profesor de literatura comparada.
Santo cielo. Le Vaux se giró y miró a Vossius. Ahora temía una lección sobre la asignatura del paciente, que en todo caso respondía al cuadro sintomático típico de la esquizofrenia, aquella enfermedad que inexplicablemente ataca con preferencia a las personas cuya inteligencia superior al promedio se convierte en una carga.
Vossius parecía adivinar el pensamiento del doctor, cosa inhabitual en un paciente, pues en general ocurre más bien que es el psiquiatra quien cree conocer el pensamiento del paciente. En cualquier caso, dijo Vossius al asombrado Le Vaux:
– Puedo imaginarme que usted está pensando en si soy un caso de simple paranoia o de esquizofrenia paranoica, y resulta difícil demostrar que ni un diagnóstico ni otro son correctos. Escuche, doctor, soy tan normal como usted o cualquier otro.
Entretanto Le Vaux había vuelto a su típica postura frente a la ventana, miraba fijamente hacia fuera, aunque había entrado el crepúsculo y ya no se podía ver nada. Por lo menos guardaba silencio, para Vossius un indicio de que estaba escuchando.
– Hace ocho años, solicité por primera vez al Museo del Louvre que el cuadro Virgen en el rosal fuese sometido a un examen quimiotécnico y de rayos X. Pero entonces como ahora me tomaron por loco, sólo con una diferencia: antes me dejaron libre. La respuesta que me hicieron llegar decía: que con interés se había tomado nota de mi teoría, no obstante se veían en la imposibilidad de atender mi sugerencia. El valioso cuadro podía sufrir daños con ello. Naturalmente eso era una estupidez; pues como se sabe, en todas las partes del mundo, y no menos en el Louvre, las obras de arte son sometidas a la investigación de las ciencias naturales. De este modo se desenmascararon Rembrandts que no lo eran, en otras obras se pudo determinar la autoría de un artista, así que no es un procedimiento fuera de lo corriente. No, el motivo de la actitud negativa del Louvre era que un profesor de literatura había hecho un descubrimiento de gran trascendencia, un descubrimiento que correspondía a un historiador del arte. Creo que la rivalidad entre los profesores de arte no es diferente que entre los médicos.
Una observación aguda, que Le Vaux en el fondo no podía menos que compartir, con lo que Vossius, sin sospecharlo, había conseguido atraerse cierta simpatía. El tono de repente era totalmente distinto, cuando Le Vaux preguntó:
– Dígame, monsieur le professeur, ¿qué sentido debía tener la investigación? Quiero decir, ¿qué se prometía con ella?
Vossius respiró profundamente. Sabía que lo que iba a decir sería decisivo para su ulterior fortuna. Si había sólo una mínima oportunidad, debía aprovecharla ahora contando la verdad. La idea de tener que pasar años, meses, aunque sólo fueran semanas, detrás de estos muros, entre personas dignas de compasión por su desvarío, esta expectativa le hizo olvidar todos sus escrúpulos, debía revelar lo que sabía.