Выбрать главу

La hoja estaba en el suelo junto a ella. De vez en cuando se abría una de las puertas relucientes. Suelas de goma rechinaban sobre el largo pasillo y desaparecían por otra puerta. De algún lugar llegó el ritmo de una máquina apisonadora, olía a fenol y el calor era casi insoportable.

Anne alzó la vista, aspiró profundamente el aire, abrió su abrigo de entretiempo, se reclinó hacia atrás en la silla con los ojos cerrados y cruzó los brazos. Los labios le temblaban y sentía un dolor que no podía localizar. Intuía que su vida se partía en dos y le vino a la mente una idea de su infancia, cuando a veces deseaba que una palabra mágica pudiera borrar una vivencia y todo fuera como antes.

Nunca había pensado qué ocurriría si a uno de los dos le sucediera algo. Amaba a Guido, y el amor no pregunta por el final. Pero ahora reconocía lo necio de esta actitud. No estaba preparada para una llamada telefónica así: «Lo sentimos mucho, pero hemos de darle una mala noticia. Su marido ha tenido un accidente grave. Hágase a la idea de lo peor».

Como en un sueño, Anne fue a la clínica a toda velocidad. No sabía por qué camino había llegado ni dónde aparcó el coche. Incapaz de pensar con claridad, había preguntado a dos o tres batas blancas «¿cuidados intensivos?» y aterrizado finalmente en aquel pasillo de luz penetrante, donde el tiempo parecía no tener fin.

Se asustó al sorprenderse con la idea de renovar la casa y vender la tienda de antigüedades, de hacer primero un viaje largo para distanciarse. A Guido nunca le pudo convencer para hacer un viaje alrededor del mundo. Odiaba los aviones.

¡Dios mío! Anne saltó de la silla, se avergonzaba de estos pensamientos e iba inquieta de un lado para otro con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo. La negligente actividad de los portadores de bata blanca, que pasaban por su lado sin apenas dirigirle una mirada, causaba el efecto de una provocación y faltó poco para que Anne se abalanzara sobre una de las enfermeras para gritarle que se trataba de la vida de su marido, que si no lo comprendía.

No llegó a ocurrir porque en ese momento salió de una puerta un hombre flaco con los cristales de los monóculos sucios. Mientras se dirigía a Anne, desataba las cintas de un tapabocas verde colgado del cuello y luego se limpió la frente con el brazo.

– ¿Señora von Seydlitz? -preguntó con voz apagada.

Anne sintió cómo sus pupilas se dilataban, cómo la sangre golpeaba en su cabeza. Retumbaba en sus oídos. El rostro del doctor no revelaba ninguna emoción.

– Sí -Anne exhaló un sonido apenas perceptible. Su garganta estaba seca y ronca.

El médico se presentó. Pero mientras decía su nombre cambió el tono de voz y cayó en la salmodia de un sepulturero. Al fin y al cabo, lo que seguía lo había dicho muchas veces:

– Lo siento mucho. Toda la ayuda llegó tarde para su marido. Puede que en esta situación sea un consuelo para usted si le digo que tal vez es mejor así. Su marido nunca habría recobrado el conocimiento. Las heridas del cráneo eran demasiado graves.

A pesar de que Anne aún percibió que el doctor le daba la mano, en su airado desamparo dio media vuelta y se marchó. Muerto. Por primera vez comprendió la rotundidad de esta palabra.

En el ascensor, como en todos los ascensores de las clínicas, olió a comida. Asqueada, salió huyendo apenas se abrieron las puertas.

Marchó a casa en taxi. No estaba en condiciones de ponerse al volante. Dio al conductor un billete sin decir palabra, luego se ocultó en su casa. De pronto todo le pareció extraño, frío y repulsivo. Se quitó los zapatos, subió precipitadamente la escalera, entró en su habitación y se dejó caer sobre la cama. Luego, por fin, estalló en llanto.

Esto sucedió el 15 de septiembre de 1961. Tres días después, Guido von Seydlitz fue enterrado en el cementerio del bosque. Al día siguiente comenzaron -por lo pronto digámoslo así- los sucesos extraños.

2

Para que Anne von Seydlitz no ofrezca desde el principio una imagen errónea, lo que perjudicaría el contenido real de la historia, se deben desgranar algunas palabras sobre esta mujer. Anne Seydlitz no usó nunca el «von», que revelaba la condición aristocrática de su marido. A su marido, como tratante de arte, podía serle útil el título nobiliario, pero Anne más bien se burlaba de esa «nobleza de fábrica» otorgada en el siglo XIX. En aquella época, fabricantes dignos de mérito eran elevados de un día a otro al estamento de la nobleza. Este dudoso procedimiento generó estirpes tan curiosas como la de los Von Müller o la de los Von Meyer.

Anne tenía suficiente conciencia de sí misma para andar por la vida como señora Seydlitz, pues la educación y una belleza áspera se unían en ella de un modo tan fascinante, que en cualquier lugar donde se presentara se convertía en el centro de la reunión. Como todos los que no sólo no sufren por su inteligencia, sino que además saben sacarle provecho, Anne poseía chispa y sus picardías eran a menudo la comidilla del día. Le gustaba coquetear con su edad de cuarenta años recién cumplidos diciendo que se hallaba sólo en la quinta década. Naturalmente la muerte de su marido le afectó mucho. Y precisamente cuando empezaba a asimilar el sufrimiento, que le había llegado de modo tan inesperado, la llamaron por teléfono de la clínica pidiéndole que recogiese las últimas pertenencias de su esposo.

Aunque no le fue fácil, Anne cumplió el requerimiento el mismo día. Una enfermera le entregó contra recibo un saco de plástico cerrado herméticamente, que junto con la ropa de Guido contenía el reloj y la cartera. Allí se enteró, más bien de pasada, que Guido en el momento del accidente no estaba solo en el automóvil.

– La acompañante únicamente sufrió heridas leves, hoy se le dio de alta.

– ¿La acompañante?

Anne von Seydlitz arrugó la frente, un síntoma claro de su agitación interior.

La enfermera mostró su sorpresa de que la señora von Seydlitz nada supiera de la acompañante, incluso desconfió y fue a pedir consejo al médico jefe antes de revelar el nombre. Anne reconoció en él al doctor que le había dado la funesta noticia y consideró oportuno disculparse por su actitud desconsiderada.

El doctor manifestó que su comportamiento, debido a las circunstancias, no estaba fuera de lo común, hasta lo calificó de bastante normal. Con todo Anne consiguió, tras un duro tira y afloja, averiguar el nombre y la dirección de la acompañante de su marido.

No conocía a la mujer. En principio sólo trataba de saber algo más sobre las circunstancias del accidente.

Con este fin se puso en contacto con la policía. Allí se enteró de que el automóvil ocupado por dos personas, un hombre y una mujer, se salió de la calzada en el kilómetro 7,5 de la autopista Munich-Berlín y, después de dar varias vueltas de campana, cayó sobre un talud, quedando con las ruedas hacia arriba. La mujer sobrevivió al accidente, sin duda porque fue arrojada del vehículo. Para aclarar las causas del accidente, se examinaría la carrocería del automóvil siniestrado.

Si podía ver el coche.

Naturalmente, si deseaba pasar por este mal trago.

El garaje, situado al norte de la ciudad, ofrecía espacio para dos docenas de coches accidentados, y por lo menos otros tantos estaban abandonados al aire libre. Eran automóviles abollados, desgajados, quemados, que estaban unidos al destino de alguna persona.

Por más que se había propuesto mantenerse fría y serena, empezó a temblarle todo el cuerpo al ver la chatarra, y tardó un buen rato hasta que se atrevió a aproximarse. El tablero de mandos estaba doblado por el medio. En la parte izquierda se veían restos de sangre. Los parabrisas delantero y trasero se hallaban, partidos en añicos, encima de los asientos abollados. El capó quedó reducido a la mitad de su longitud normal. El maletero estaba abierto y las abolladuras impedían cerrarlo. Apestaba a gasolina, a aceite y a plástico quemado.